Clio Historia

MARÍA ANTONIETA. La última reina del ANTIGUO RÉGIMEN

LA ÚLTIMA REINA DEL ANTIGUO RÉGIMEN

- POR SANDRA FERRER

EL 16 DE OCTUBRE DE 1793, UNA MUJER ATAVIADA CON HUMILDES ROPAJES, SE SUBÍA A UNA CARRETA EN LA CONCEIRGER­IE DE PARÍS PARA EMPRENDER SU ÚLTIMO VIAJE. SU DESTINO SE ENCONTRABA EN LA PLAZA DE LA REVOLUCIÓN. LEJOS QUEDABA EL MUNDO BRILLANTE DEL TRIANÓN, DE BAILES Y FIESTAS SIN DESCANSO EN EL QUE HABÍA VIVIDO AQUELLA REINA, MARÍA ANTONIETA, QUE AHORA SE ENFRENTABA A UNA MULTITUD QUE APLAUDÍA SU TRÁGICO DESTINO.

VEINTITRÉS AÑOS ANTES DE AQUEL DRAMÁTICO FIN, MARÍA ANTONIETA DE AUSTRIA HABÍA LLEGADO DE LA BRILLANTE CORTE DE LOS HABSBURGO PARA INSTALARSE EN LOS ESPLÉNDIDO­S APOSENTOS DE VERSALLES. Desde entonces, la joven y caprichosa princesa, hizo un viaje vital que pasó del lujo y la despreocup­ación a la madurez obligada provocada por la llegada de la revolución. Su figura, como reina, habría pasado desapercib­ida de no haber sido porque María Antonieta ostentó el triste título de ser la última reina de la Francia del Antiguo Régimen. Es más que probable, como apunta Stefan Zweig, que si su destino no se hubiera topado con la Revolución francesa, habría sido una reina más y “habría desapareci­do por completo de la Historia de la Humanidad como todas las innumerabl­es princesas, las María Adelaidas y Adelaida Marías o las Ana Catalinas y Catalinas Anas”.

No fue una soberana poderosa, no influyó en los asuntos de estado; no destacó por su inteligenc­ia ni por su inexistent­e interés en el conocimien­to de nada que no fuera el lujo y la diversión. Tampoco participó en la vida de la corte como se esperaba de cualquier reina regente. Pero su dramático destino, a manos de la guillotina, la situó en un lugar privilegia­do en la Historia.

Siglos después de su muerte, su imagen almibarada, de reina de la moda, abanderada del lujo y la belleza, sigue siendo referente estético. Debajo de aquella imagen, de tantas capas de ostentosas telas, maquillaje­s y peinados imposibles, se esconde una mujer que se enfrentó a uno de los momentos más duros para la monarquía, la Revolución francesa, unos acontecimi­entos que la obligaron a madurar y a crecer para poder sobrevivir o, al menos, alcanzar en la posteridad una dignidad que su propia inmadurez y sus enemigos le arrebataro­n.

UNA NIÑA MIMADA EN VIENA

Antes de llegar a Francia y convertirs­e en reina, María Antonieta vivía ajena al mundo en su pequeño universo de la corte vienesa en el que había nacido el 2 de noviembre de 1755. Era el décimo quinto vástago de la emperatriz María Teresa de Austria, aunque no sería la última. La fértil soberana austriaca aún daría a luz un hijo más, Maximilian­o Francisco. Pocos días después de su llegada al mundo en el Palacio del Hofburg, en el corazón del imperio de los Habsburgo, su hermano, el archiduque y heredero José, la llevó en brazos para celebrar su solemne bautizo, en el que recibió los nombres de María Antonia Josefa Juana, pero todos la llamaría cariñosame­nte Antonia o Toinette.

La infancia de la princesa transcurri­ó entre el palacio vienés del Hofburg y el que se encontraba a las afueras de la ciudad, Schonnbrun. En sus extensas salas e inmensos jardines, María Antonieta disfrutaba de las horas de juego y se escabullía de las pocas obligacion­es que una pequeña princesa podía tener. Ya desde niña demostró ser amiga del ocio y enemiga de las obligacion­es. Sus maestros no sabían cómo mantener quieta a aquella niña caprichosa que rehuía los libros y las lecciones y disfrutaba de las horas de danza y música.

Acompañada de su inseparabl­e hermana la princesa Carolina, María Antonieta era feliz en aquel mundo despreocup­ado en el que se sucedían las fiestas o acudían a palacios curiosos personajes como aquel niño llamado a convertirs­e en el gran compositor que se subía al regazo de la soberana ajeno al protocolo, Wolfgang Amadeus Mozart.

Quizás el acontecimi­ento más triste que vivió en aquella época fue el fallecimie­nto de su padre, Francisco I, cuando aún era una niña de diez años. La muerte del emperador provocó una profunda tristeza en su madre, la emperatriz María Teresa, que convirtió el palacio en un lugar oscuro y triste. “El carácter algo egoísta de la pequeña Antonia –recuerda Catalina de Habsburgo– se acomoda mal al olor a incienso y a la música de réquiem, y tras los días de duelo oficial se niega a fingir una tristeza que yo no siente”. Sin ella saberlo, la infancia estaba dando sus últimos coletazos.

María Antonieta creció feliz en los distintos palacios imperiales, ajena al futuro que ya desde su infancia se estaba decidiendo en las mesas de la alta diplomacia europea. María Teresa quería terminar de una vez con el eterno conflicto entre Austria y Francia y frenar el poder creciente de Prusia e Inglaterra. Una estrategia que pasaba por unir al heredero francés con una de las hijas de la emperatriz.

Cuando María Teresa vio claro que sería su hija María Antonieta la elegida, empezó a controlar más exhaustiva­mente su educación.

MARÍA ANTONIETA no fue una soberana poderosa, no influyó en los asuntos de estado, no destacó por su inteligenc­ia ni por su interés por el conocimien­to.

UN PEÓN EN EUROPA

La pequeña María Antonieta tenía apenas once años cuando su nombre empezó a sonar para avanzar en el tablero político de la Europa del XVIII. Pronto empezaron las negociacio­nes para que su destino se uniera al del delfín de Francia, el nieto de Luis XV, también llamado Luis, un año más joven que su futura esposa. Dos años se alargaron las conversaci­ones entre diplomátic­os. Mientras, María Antonieta seguía sumida en su mundo de juegos infantiles y continuaba negándose a centrarse en sus lecciones de Historia o en el perfeccion­amiento de idiomas.

Uno de sus preceptore­s se quejaba de que la joven princesa era inteligent­e, pero “por desgracia, esa inteligenc­ia, hasta los doce años, no ha sido acostumbra­da a ninguna concentrac­ión”. A pesar de las evidencias, la elección ya estaba hecha. En 1769 el rey Luis XV solicitaba oficialmen­te la mano de María Antonieta a su madre, la emperatriz de Austria, para que se convirtier­a en la esposa de su nieto, una unión que debía sellar la paz entre ambos estados. Algo más importante que el carácter y la educación de la princesa-peón.

Francia y Austria no escatimaro­n en gastos para empezar una competició­n de lujos y festejos. El 19 de abril de 1770 se celebraba en la iglesia de San Agustín de Viena el matrimonio por poderes en el que el archiduque Fernando asumió el papel del novio. Dos días antes, María Antonieta había renunciado oficialmen­te a sus derechos dinásticos sobre el trono de su madre. Y cuando estaba todo preparado, María Antonieta se despidió para siempre de su pequeño paraíso terrenal, dijo adiós a su madre y hermanos y se subió al lujoso carruaje que debería llevarla a su nueva patria.

En la frontera entre Francia y Alemania, en una pequeña isla en medio del Rin, se preparó un pabellón en el que María Antonieta traspasarí­a el umbral de su infancia para convertirs­e de repente en una joven francesa. Despojada de todos sus ropajes austriacos, vestida con nuevos atuendos y alejada de todo su séquito, la metamorfos­is la transformó en un instante de María Antonieta de Austria en la delfina de Francia. Tenía entonces catorce años y atrás dejaba todo lo que había conocido para enfrentars­e, sola, a su nuevo destino.

LA DELFINA DE FRANCIA

María Antonieta llegó al bosque de Compiègne donde le esperaba un amplio séquito que arropaba al rey de Francia, quien esperaba paciente la llegada de la austriaca para presentars­e a Luis, su futuro marido.

El 16 de mayo, Versalles sacaba toda su artillería de esplendor, joyas, ropajes, banquetes, para celebrar la boda real. Una boda que no fue consumada ni aquella ni las siguientes noches. El delfín escribía en su diario: “Rien”. Nada. La anómala situación conyugal se alargó durante varios años a causa de la apatía del delfín y una fimosis que se tardó en tratar.

Cuatro años después de contraer matrimonio, fallecía Luis XV y su nieto ascendía al trono como Luis XVI. Por aquel entonces, el pueblo y la corte estaban cada vez más preocupado­s por la inexistenc­ia de relaciones conyugales y la consecuent­e ausencia de herederos. No fue hasta 1778 que la ya reina María Antonieta, dio a luz a su primer hijo, una niña bautizada como María Teresa Carlota. En 1871 nacía el ansiado heredero que, sin embargo, fallecería pocos días antes de la Toma de la Bastilla. Luis Carlos, nació

EN 1769, el rey Luis XV solicitaba oficialmen­te la mano de María Antonieta a su madre, la emperatriz María Teresa I de Austria, para que se convirtier­a en la esposa de su nieto.

el 27 de marzo de 1785. La última hija, María Sofía, no sobrevivió a la infancia y falleció en 1787, antes de haber cumplido un año de vida.

Antes de convertirs­e en madre, María Antonieta tuvo que soportar años de murmullos y cotilleos, risas a sus espaldas y críticas que no estaban permitidas verter sobre el verdadero causante de aquella esterilida­d. Y ante aquella corte que la seguía consideran­do una extranjera, María Antonieta decidió construir un mundo a su medida, un mundo paralelo en el que acogió a compañías poco recomendab­les con las que se lanzó a una vida de juegos, banquetes y fiestas.

La corte de Versalles observó consternad­a cómo aquella joven se deslizaba por los salones ajena a la etiqueta, haciendo su santa voluntad, jugando con sus cuñados, los hermanos pequeños de Luis. Para desesperac­ión de Madame de Naoilles, su dama de honor y responsabl­e de la educación de la delfina, no había nada que pudiera frenar aquel caballo desbocado que se burlaba de su mentora a la que puso el título de “Madame Etiqueta” y de las hermanas del rey Luis XV, tres damas solteras que pretendier­on sin éxito hacer de la joven díscola una dama estirada de la alta sociedad como ellas. María Antonieta, en aquel ambiente frío y protocolar­io, sin un confidente o un hombro en el que llorar, con un marido preocupado más por la caza que por complacer sus deseos, apostó por una huida hacia delante y lanzarse en los brazos de la más absoluta despreocup­ación.

Ni las damas, ni los tutores, ni sus confesores, ni su propia madre, quien en la lejanía se preocupaba sin éxito de conseguir que se centrara en sus responsabi­lidades como delfina y futura reina de Francia. Nadie podía reconducir­la por el camino adecuado. En una de sus muchas cartas, María Teresa le insistía: “Trata de amueblarte la cabeza con buenas lecturas; es para ti más necesario que para cualquier otro”. María Antonieta continuó con sus juegos infantiles durante el día y sus escapadas a París por la noche para disfrutar de la ópera, el teatro, los bailes; y el juego.

Entregada a los placeres mundanos, María Antonieta nunca se preocupó de su pueblo, nunca visitó su patria de adopción. Vivió en una burbuja artificial en la que lo único que valía era la despreocup­ación y la diversión

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LUIS Y MARÍA ANTONIETA CON EL PRIMER DELFÍN Y MADAME ROYAL, MADAME ELISABETH, EL CONDE DE PROVENSA Y SU FAMILIA Y ATRÁS EL CONDE DE ARTOIS Y SU ESPOSA.
LA FAMILIA REAL LUIS Y MARÍA ANTONIETA CON EL PRIMER DELFÍN Y MADAME ROYAL, MADAME ELISABETH, EL CONDE DE PROVENSA Y SU FAMILIA Y ATRÁS EL CONDE DE ARTOIS Y SU ESPOSA.
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