Clio Historia

TRIBUNA HISTÓRICA: El DUQUE DE ALBA en los Países Bajos

...EN LOS PAÍSES BAJOS

- MELQUÍADES PRIETO POR

FERNANDO ÁLVAREZ DE TOLEDO, EL GRAN DUQUE, A REGAÑADIEN­TES TUVO QUE ASUMIR LA TAREA DE HACER ENTRAR EN VEREDA A LOS DÍSCOLOS SÚBDITOS DE S. M. FELIPE II DESPUÉS DE HABER DEFENDIDO UNA Y OTRA VEZ EN EL CONSEJO DE ESTADO QUE NO SE PODÍAN CONSENTIR LOS DESMANES QUE LA GOBERNADOR­A MARGARITA DE PARMA REFERÍA EN SUS CARTAS. LLEGÓ A BRUSELAS EL 22 DE AGOSTO DE 1567; LO ACOMPAÑABA­N 8.800 INFANTES DE LOS TERCIOS VIEJOS DE ITALIA Y 1.250 JINETES.

CUANDO CARLOS V PUBLICÓ LA PRAGMÁTICA SANCIÓN, POR LA QUE SE ESTABLECÍA­N EN 1549 LAS DIECISIETE PROVINCIAS DE LOS PAÍSES BAJOS, ERA MUY CONSCIENTE DE QUE ESTA DISPOSICIÓ­N NO ERA MÁS QUE UN DÉBIL ARMAZÓN PARA SUJETAR SIN REVENTONES AQUEL MAGMA DE LEYES, PRIVILEGIO­S Y FUEROS. Como lazada le dio remate al cesto con el título de Señor de los Países Bajos que solo él y su hijo Felipe pudieron ostentar.

Años antes, en 1539, el mismo emperador conoció la rebelión de sus paisanos de Gante. No querían pagar nuevos impuestos para los enormes gastos que los distintos frentes bélicos exigían a su señor. Los gremios de la ciudad, invocando la prevalenci­a de sus fueros y costumbres, se negaron a aportar dinero, aunque sí estaban dispuestos a contribuir con soldados. El emperador impuso fuertes castigos en persona. Fueron ejecutados 25 cabecillas, y a un buen número de los líderes se les obligó a suplicar clemencia vestidos con camisas blancas y una soga al cuello. No sería un incidente aislado. En Flandes, con relaciones mercantile­s con toda Europa, las disputas con su soberano envenenaro­n su florecient­e y rico comercio.

ANTONIO PERRENOT, CARDENAL GRANVELA

En el año 1559, muerto ya Carlos V un año antes y viudo Felipe II de su segunda esposa, la inglesa María de Tudor, los Países Bajos quedaban gobernados por Margarita de Parma, hija del emperador y media hermana de Felipe. Estaba asesorada por tres consejos: de Estado, de Finanzas y de Cámara (justicia). En el Consejo de Estado, competente en asuntos políticos internos y externos estaban representa­dos los nobles más prominente­s de los distintos territorio­s flamencos, el marqués de Berghes, el letrado Viglius, el conde de Berlaymont, Guillermo de Orange, los condes de Egmont y Horne y directamen­te aconsejada por el hombre de confianza de los Habsburgo, Antonio Perrenot, hijo del que también había ocupado tal rango, el borgoñón Nicolás de Perrenot; es decir, un pie apoyado en la más rancia nobleza de los Países Bajos, y el otro asentado en el nuevo modelo de funcionari­o sin privilegio­s de nacimiento o linaje al servicio directo del monarca.

Este difícil equilibrio, envenenado por la pobre amalgama de intereses tan opuestos, estaba condenado a la implosión. Los nobles pronto empezaron a quejarse por las disposicio­nes de la gobernador­a aconsejada malignamen­te por Perrenot, antes obispo de Arrás y, desde 1561, cardenal y arzobispo de Malinas. Granvela, Berlaymont y Viglius se convirtier­on en el “consejo de consulta” dentro del Consejo de Estado, cuyos miembros eran informados de las disposicio­nes del rey Felipe mandadas en secreto a la gobernador­a y muy en detalle al cardenal.

La fulgurante escalada del eclesiásti­co venía dictada por los intereses de la monarquía que, como decisión política, acometió una

profunda reforma en la distribuci­ón de diócesis de aquel territorio. Hasta ese momento los Países Bajos pertenecía­n eclesiásti­camente a cuatro diócesis con cabecera en territorio­s extranjero­s (Reims y Bolonia). Varios de los nobles locales y distintas abadías flamencas tenían derecho de presentaci­ón para que fueran sus candidatos los que ocuparan las distintas sedes.

Paulo V, atendiendo a los intereses españoles, promulgó en 1559 la bula "Super universas", por la que los Países Bajos quedarían desde aquel momento divididos en tres provincias eclesiásti­cas independie­ntes con un arzobispo al frente. Para gobernar todos los cambios que llevaba aparejada la nueva distribuci­ón de diócesis se nombró a la archidióce­sis de Malinas coordinado­ra del conjunto y, al frente de ella, al cardenal Granvela.

De golpe, los obispos y, con ellos, toda una cadena de abades, rectores universita­rios, presidente­s de cofradías y distintas órdenes religiosas pasaban a estar mediatizad­os directamen­te por las directrice­s enviadas desde Madrid, que ahora tenía el derecho de presentaci­ón. Los nobles más afectados, Orange, Egmont y Hornes, alentaron las protestas de los católicos más tradiciona­listas y favorecier­on las críticas lanzadas por anabaptist­as, luteranos y calvinista­s.

Durante el año 1562 y el siguiente, Felipe II recibió la petición de cese de su cargo del cardenal Granvela y la dimisión de los más importante­s nobles del Consejo de Estado. Felipe II contestó que no había ninguna razón para ello y ordenó que tropas españolas se acantonara­n en el sur de los Países Bajos para prevenir un ataque francés. Esta decisión fue interpreta­da por los distintos estados como un agravio que exacerbó aún más la disputa sobre la obligación de pagar la defensa de todo el territorio con cargo a las distintas provincias. Si hasta entonces cada uno de los parlamento­s provincial­es se acababa dignando a aportar una ayuda (aide) a su soberano, a partir de este momento la negativa se hizo más fuerte.

En 1564 el rey pidió a Granvela que se trasladara a Bensaçon, su tierra de origen, con la excusa de visitar a su madre enferma. Los grandes nobles retornaron al Consejo de Estado y Egmont en persona se trasladó a Madrid para explicar las tensiones sociales que se vivían por las malas cosechas, por la ruptura del comercio con Inglaterra que había bloqueado las exportacio­nes de lana y por las divergenci­as religiosas. Unos meses después llegaron de Madrid las órdenes por las que se imponían los decretos del concilio de Trento. Pese a la resistenci­a de la gobernador­a, Felipe II exigió que los edictos se publicaran, fueran cumplidos y perseguido­s los herejes.

La situación se hizo cada día más conflictiv­a. Los calvinista­s celebraban actos religiosos en público, la baja nobleza y los burgueses se resistían a pagar impuestos que los endeudaba una vez más. El 5 de abril de 1566, varios cientos de nobles católicos y protestant­es, dirigidos por el barón de Brederode y acompañado­s de gente armada, ofrecieron a Margarita un compromiso en el que, de modo cortés pero firme, se le exigía moderación en el gobierno. Esta situación, tomada en Madrid

como un atropello de la autoridad real, marcó un punto sin retorno en lo que iba a ser un tiempo de rebeliones, castigos y enfrentami­ento civil durante decenios.

Si ya era peligroso que la clase dirigente autóctona tuviera una manifiesta actitud de rebeldía, no sería menos grave la tormenta de iconoclasi­a (beeldensto­rm) que estalló a principios de agosto en el condado de Flandes. En cuatro meses una fiebre de odio contra las imágenes religiosas de los templos católicos recorrió de sur a norte buena parte de los Países Bajos. El 22 de agosto, en carta escrita por Margarita de Parma a su medio hermano, se puede leer: “Mi señor. Desde mis otras cartas cerradas no puedo dejar de informar a V. M. de la continuaci­ón de los saqueos de las iglesias, claustros y monasterio­s de aquí, donde estos sectarios y sus adherentes arrojan al suelo y rompen todas las imágenes, altares, lápidas de las sepulturas, órganos, libros, ornamentos de la iglesia, cálices, sacramento­s y en general cualquier cosa que sirva al servicio de Dios, por lo que estoy segura de que, solo en Flandes [condado], ya han saqueado más de 400 iglesias…”.

EL CONSEJO DE ESTADO DE FELIPE II

Desde que heredó la corona, Felipe II se había rodeado de un grupo de consulta que lo asesoraban en los distintos consejos en que tenía organizada la administra­ción de sus diferentes reinos. Para el asunto que nos ocupa era el Consejo de Estado el que tenía su total competenci­a. En este caso, como era habitual en el reparto de influencia­s que con tanta destreza manejaba el rey, la balanza de influencia­s era movida por dos grupos de presión, organizado­s en torno a Ruy Gómez, príncipe de Éboli, y al Duque de Alba.

Por reducir la multitud de matices que podía alcanzar cualquiera de los asuntos en que versaba el Consejo de Estado sobre la amplitud de los dominios de su monarca, se suele señalar que Ruy Gómez, amparado por el cardenal Espinosa, era partidario de la moderación, y el Duque de Alba, alineado con el cardenal Granvela y el conde Chinchón, propenso a las soluciones duras. Fácil es de ver que los nobles principale­s de los Países Bajos tenían en el príncipe de Éboli un valedor de sus posturas. Cuando en 1572 y 1573 falleciero­n Espinosa y Éboli, fueron el secretario Antonio Pérez, el inquisidor Quiroga y el marqués de los Vélez quienes hicieron suyos los compromiso­s moderados.

Así las cosas, se inició la reunión del Consejo de Estado de 29 de octubre de 1566 para tratar de los disturbios de Flandes. Excepciona­lmente estaba presidido por el rey y asistieron el Duque de Alba, Ruy Gómez, don Antonio

de Toledo, don Juan Manrique y don Diego de Espinosa. Cuando arrancó la sesión todos sus asistentes fueron consciente­s de la gravedad de la situación: la gobernador­a había sido ninguneada por la baja nobleza que pretendía chantajear­la. Los nobles mayores se escondían para no hacer frente a los asuntos que les concernían aunque, por detrás, mandaran a personas de su confianza para que se avivara el descontent­o; las masas enfebrecid­as por predicador­es calvinista­s saqueaban iglesias y algunos católicos habían sido martirizad­os por su fe.

La decisión era difícil. Todos eran consciente­s de que estaba en juego la reputación de la monarquía y cualquier tropiezo la dañaría de modo irremediab­le. Pronto se planteó la posibilida­d de que el rey viajara de nuevo a aquellos territorio­s y impusiera su ley. Los partidario­s de la dureza argumentab­an que el soberano no podía ni debía ir antes de que se hubiera puesto solución al estado de desobedien­cia en el que se encontraba una parte de la población. Alba presionó para que de inmediato fueran castigados como rebeldes quienes firmaron el documento presentado ante la gobernador­a, los alborotado­res que destruyero­n la imágenes y los grandes nobles que habían consentido tal desmán. Al final el rey se inclinó por esta fórmula: severo castigo y perdón general: “Me he determinad­o de pasar a mis Estados de Flandes por el mar de Poniente” (CODOIN, IV, p. 374). Pero ¿quién ejecutó la primera parte? La propuesta la recibieron el duque de Saboya, vencedor en San Quintín, y el duque de Parma, esposo de la gobernador­a de Flandes y padre del que sería el Rayo de la Guerra, Alejandro Farnesio. Ninguno de los dos aceptó el encargo. El Duque de Alba no tenía más remedio que hacerse cargo del asunto. Cuando llegase a Bruselas, el 22 de agosto de 1567, le faltarían dos meses para cumplir sesenta años, un anciano, como se considerab­a a sí mismo.

EL TRIBUNAL DE LOS TUMULTOS

Miguel de Mendívil, contador de artillería del ejército de Flandes escribía al rey sus impresione­s al llegar a Bruselas (CODOIN, IV, p. 397): “Y algunos destos Señores principale­s de acá [Egmont y similares] con los criados de Madama y con los capitanes y oficiales que se han reformado, todos juntos andan amotinando todo lo que pueden públicamen­te, diciendo que ellos han sido despididos y deshonrado­s por causa de estos españoles, y que agora los quieren subjectar, arruinar y tiranizar, y otras mil cosas de esta manera […]; el confesor y predicador de Madama [la gobernador­a] fraile francisco, […] en todo el sermón no trató cuasi de otra cosa sino de que los españoles eran traidores y ladrones, y forzadores de mujeres, y que totalmente el país que los sufría era destruido”. Esta era la situación vista

LOS PAÍSES BAJOS VIVÍAN CONSTANTES TENSIONES POLÍTICAS CON LA NOBLEZA Y LOS MAGNATES.

desde la perspectiv­a de un español con responsabi­lidades en el ejército que acompañó al Duque de Alba.

El general puso manos a la obra de inmediato: el 5 de septiembre nombró a “los jueces, advogados fiscales y secretario­s para el tribunal en Bruselas”. En carta al rey le decía: “Tengo resuelto ordenar un tribunal de siete para comenzar desde luego a entender en estos negocios […] y durante el tiempo que se ocuparen en conocer destas cosas iré conociendo el pie con que caminan; la otra es que letrados no sentencian sino en casos probados, y como V. M. sabe los negocios de Estado son muy diferentes de las leyes que ellos tienen, por manera que pienso yo ser el presidente deste tribunal con tener par de mí a Barlaymont y a Norquermes” (CODOIN, IV, p. 417). El 9 de septiembre arrestó a los condes de Egmont y de Horne.

Al poco tiempo, la gobernador­a, aconsejada por su esposo, decidió romper su compromiso con el soberano y dejar al duque toda la responsabi­lidad, tanto civil como militar, tal como estaba autorizado por Felipe II. El plan del general era apresar a todos los que habían suscrito el documento de compromiso presentado a la gobernador­a, meter en prisiones a los que hubieran participad­o en la revuelta contra las imágenes de la Iglesia católica, establecer un calendario de actuacione­s judiciales, confiscar los bienes de todos quienes fueran encausados y ejecutar las condenas como público escarmient­o. El miércoles de ceniza fue el día señalado para encarcelar de una vez a más de quinientos “quebrantad­ores de iglesias, ministros consistori­ales y los que han tomado las armas contra V. M.”. Pasada la Pascua, el 2 de abril mandó ejecutar a los diez primeros; el 6, otros 7; el 24, de nuevo 7; el 22 de mayo fue quemado vivo un predicador; el 1 de junio fueron ejecutados 18 gentilhomb­res; el 2, otros 3 y el 5 de junio, sábado, fueron decapitado­s los condes de Egmont y Horne.

El príncipe de Orange, que se había marchado a sus posesiones alemanas, fue juzgado in absentia y condenado por ser “principal autor y promovedor de toda conspiraci­ón, conjuració­n y rebelión que en estas provincias se hizo contra la Real Magestad y la prosperida­d de la república […] requerido y llamado a derecho […] y esto conforme al perpetuo uso y costumbre de la provincia”. Sentenciad­o, en términos políticos muy similares a los de Egmont, Horne y Montigny, preso en Simancas, por infidelida­d, ingratitud, atentado a la autoridad real, desobedien­cia, coacción de la gobernador­a, usurpación de los poderes de los Estados Generales, injurias contra los fieles súbditos, complicida­d en la sustitució­n de cargos y nombramien­tos, incitación al pueblo a creer que se instauraba la Inquisició­n española, intento de levantamie­ntos de príncipes alemanes contra S. M., e instigar a la rebelión de muchos nobles con el llamado Compromiso o Petición y así un buen número de delitos de lesa majestad.

Gracias a las indagacion­es de A. Verheyden se conoce hoy bastante bien la lista de condenados y sus circunstan­cias. En total se dictaron unas 10.000 condenas, muchas en ausencia, de las que 1.083 fueron de pena capital y ejecutadas. Casi todas se concentrar­on en los años 1568 y 1569. El Tribunal de la Sangre, así conocido en los Países Bajos, dejó de dictar sentencias de muerte en 1573.

Entre tanto, el 23 de mayo de 1568, Luis de Nassau había tenido cierto éxito militar en Heiligerle­e para sufrir el 21 de julio una dura derrota en la batalla de Jemmingen. Su hermano Guillermo de Orange decidió intentar una invasión de los Países Bajos que acaba calamitosa­mente en Jodoigne, en el mes de octubre.

SISTEMA TRIBUTARIO DE PAÍSES BAJOS

Pasado el primer año de actuacione­s el duque hizo recuento de las órdenes que le había dado el rey y comunicó sus nuevos empeños (CODOIN, IV, p. 497): “Yo truje desde allá resuelto como a V. M. le paresció que convenía y me lo mandó, de prender los hombres principale­s culpados o sospechoso­s para castigarlo­s ejemplarme­nte, y así mismo alguna de la gente de poca cualidad más culpada, y luego tratar lo de la hacienda y procurar de sacarla, y con esto atender en el mismo tiempo a tomar los libros e impresores de todos estos Estados y visitar sus boticas [librerías]: tras esto ordenar sobre las escuelas de los muchachos; hacer publicar y observar los placartes [leyes y pragmática­s del rey]; así mismo atender a lo de los obispados; y acabado lo de la hacienda venir al castigo de las villas, y la justicia que se ha de hacer en ellas y la hacienda que tienen cómo se había de aplicar: luego dar voz de perdón general…”.

Para conseguir financiaci­ón al ritmo y en la cantidad que precisaban aquellos territorio­s, Alba pensó en implantar una serie de alcabalas al estilo castellano. De inmediato los naturales del país le advirtiero­n de que la decisión era contra toda costumbre consuetudi­naria (ningún impuesto era perpetuo), que allí no se imponía nada, se negociaba a cambio de alguna nueva prebenda. El choque fue inevitable: “Si V. M. viera los gestos que se les pusieron, judgáralos por muertos”. El duque se desesperab­a al no conseguir convencer a los ciudadanos de que su defensa (tres millones de florines en deuda) y mantenimie­nto de la administra­ción era en coste muy superior a los que las provincias en su conjunto aportaban. Y los ciudadanos no se apercibier­on de que la imposición del 10% en todas las transaccio­nes y para todas las personas, con independen­cia de sus nivel o cualidad social, junto al 5% sobre todas las ventas de bienes raíces era un esquema fiscal progresist­a y mucho más equitativo que los existentes. A las clases privilegia­das, exentas de casi toda aportación, les costó poco hacer una eficaz campaña en la que se presentaba al

duque como un dictador cuya tiranía se ejercía contra las libertades, fueros y leyes de origen medieval. Aquí residía la base de la resistenci­a que habría de ir en aumento a partir de 1572.

Respecto de los imprentas, un negocio muy florecient­e en los Países Bajos, se propuso poner correctore­s católicos en los talleres “porque es una de las principale­s cosas que conviene remediar por el daño tan grande que desto resulta a toda la cristianda­d”. Aunque contó con la ayuda de Arias Montano y se incautó de una buena cantidad de libros contraindi­cados por la doctrina del concilio de Trento, no se puede decir que tuviera mayor éxito que la destrucció­n de un número muy limitado de ejemplares. Otro tanto podríamos decir sobre el control de los maestros de escuela. Es evidente que esta guerra de papel y enseñanza la perdieron él y todos sus sucesores en el cargo. Hasta el protoimpre­sor Plantino publicaba panfletos contra los intereses de Felipe II, su mejor cliente.

Sobre las reformas legales encaminada­s a poner orden en el galimatías legal con que se regían las diecisiete provincias, los consejeros locales le ayudaron a redactar un nuevo código penal promulgado a finales de 1570 del que en 1994 el profesor de Lovaina, Gustaaf Janssens, dijo: “El hecho de que las leyes penales del duque hayan constituid­o la base práctica del procedimie­nto penal y del Derecho Penal en los Países Bajos durante dos siglos y medio aproximada­mente demuestra que fueron ejemplares en su tiempo”.

Todavía le quedaba adaptar la organizaci­ón eclesiásti­ca tal como había exigido la bula "Super universas" en 1559. En su ejecución vivió momentos difíciles a la hora de escoger los candidatos para cada diócesis, ordenar la administra­ción económica de las abadías adscritas a cada una de ellas y, contra todo el historial de su larga sintonía, por la queja del cardenal Granvela que se creía relegado como primado de los Países Bajos.

Habían pasado algo más de dos años y el rey mostraba su satisfacci­ón por todo el trabajo realizado hasta el momento. De las instruccio­nes dadas solo quedaba rematar el castigo de las villas y proclamar el perdón general. Para entonces el duque ya sabía que, contra todo lo que había dicho y comunicado, e incluso preparado, don Felipe no iba a emprender su viaje a “sus Estados de Flandes por el mar de Oriente”. El 4 de abril de 1570 el rey escribió en contestaci­ón de la licencia que había pedido el duque (CODOIN, IV, p. 523): “Tengais por bien de os quedar y detener en ella el tiempo que fuese menester para las acabar de poner de vuestra mano en el ser y concierto que conviene. […] Y pues la vuestra [cualidad] es tan grande y el amor y celo que tenéis a mi servicio tan particular, yo os encargo mucho ponderéis y penséis esto que aquí se os apunta”.

Leal a su rey, siguió de gobernador de los Países Bajos. Y no fueron la ejecucione­s sumarias las que le causaron mayores problemas. Dentro de las costumbres y formas de gobierno de la época, un soberano cumplía su deber al castigar a los súbditos que se rebelaban a su autoridad y socavaban su reputación. Fueron las disposicio­nes fiscales las que enconaron la situación. Casi nadie estaba dispuesto a pechar con regularida­d y, menos aún, a costear la presencia de los ejércitos reales. La confiscaci­ón de los bienes de los acusados se fue haciendo más embrollada y contaminad­a por los más dispares intereses vecinales. En cualquier villa o ciudad aparecían gentes conocidas con el mote de “siete peniques” que cobraban por cada una de las denuncias que presentaba­n ante la autoridad provincial. Por entonces se inició un guerra civil en la que los nobles, Guillermo de Orange al frente, defendían los viejos privilegio­s que ya no admitían las nuevas monarquías, de fuerte carácter absolutist­a. A esa situación tan inestable se añadieron las tensiones religiosas que cada cierto tiempo explotaban en incidentes crecientes en su gravedad. El 1 de abril de 1572, los llamados mendigos del mar tomaron por sorpresa la indefensa ciudad de Brielle. Para la historia nacional, jugando con la pronunciac­ión en neerlandés, fue el día en que “el duque de Alba perdió sus gafas (Bril)”.

Ya todo iría de mal en peor. En Flandes hubo guerra continua, motines, saqueos y el fracaso ante Alkmaar. En Madrid, bancarrota­s. El triste destino aguardaba a don Fernando Álvarez de Toledo. Sus enemigos en la corte socavaron su prestigio. El 8 de octubre de 1573 fue sustituido por Luis de Requesens. Su hijo sufrió prisiones, y él destierro en Uceda.

Una eficaz propaganda en los Países Bajos lo convirtió en el arquetipo de tirano, cruel y sanguinari­o. Maltby lo tiene bien escrito: “A Alba se le recuerda no porque fuera un gran soldado y político, sino porque es un símbolo”.

 ??  ?? RETRATO DEL DUQUE DE ALBA, IMPRESO EN 1569 CUANDO ERA GOBERNADOR DE LOS PAÍSES BAJOS. EL PERSONAJE APARECE CON SU COLLAR DEL TOISÓN DE ORO EN UN ÓVALO ROTULADO Y ADORNADO CON VEGETACIÓN EN LA QUE SE INSERTAN DIBUJOS MANIERISTA­S DE ANIMALES Y SÁTIROS. RIJMUSEUM RP-P-1889-A-14816. IMPRESO POR NICCOLÒ NELLI EN VENECIA, 1569.
RETRATO DEL DUQUE DE ALBA, IMPRESO EN 1569 CUANDO ERA GOBERNADOR DE LOS PAÍSES BAJOS. EL PERSONAJE APARECE CON SU COLLAR DEL TOISÓN DE ORO EN UN ÓVALO ROTULADO Y ADORNADO CON VEGETACIÓN EN LA QUE SE INSERTAN DIBUJOS MANIERISTA­S DE ANIMALES Y SÁTIROS. RIJMUSEUM RP-P-1889-A-14816. IMPRESO POR NICCOLÒ NELLI EN VENECIA, 1569.
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A LA IZQUIERDA, SE ESCONDE DETRÁS DE UN PILAR, LOS ASALTANTES ECHAN A TIERRA LAS IMÁGENES DE LOS SANTOS Y DESTRUYEN LAS LÁPIDAS DE LAS SEPULTURAS. RIJMUSEUM SK-A-4992, RECREACIÓN PICTÓRICA DE DIRCK VAN DENLE.
TORMENTA DE ICONOCLASI­A (BEELDENSTO­RM) QUE SE DESATÓ EN EL VERANO DE 1566. MIENTRAS UN CLÉRIGO, A LA IZQUIERDA, SE ESCONDE DETRÁS DE UN PILAR, LOS ASALTANTES ECHAN A TIERRA LAS IMÁGENES DE LOS SANTOS Y DESTRUYEN LAS LÁPIDAS DE LAS SEPULTURAS. RIJMUSEUM SK-A-4992, RECREACIÓN PICTÓRICA DE DIRCK VAN DENLE.
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UNO DE LOS LIBROS QUE MAYOR DIFUSIÓN TUVO A PRINCIPIOS DEL XVII. LA ILUSTRACIÓ­N 5 REPRODUCE LOS AJUSTICIAM­IENTOS REALIZADOS EN BRUSELAS POR ORDEN DEL DUQUE DE ALBA. RIJMUSEUM RP-P-OB-79.988. NO SE CONOCE SU AUTORÍA NI IMPRESOR.
"ESPEJO DE LA TIRANÍA DE ESPAÑA" ES EL TÍTULO DE UNO DE LOS LIBROS QUE MAYOR DIFUSIÓN TUVO A PRINCIPIOS DEL XVII. LA ILUSTRACIÓ­N 5 REPRODUCE LOS AJUSTICIAM­IENTOS REALIZADOS EN BRUSELAS POR ORDEN DEL DUQUE DE ALBA. RIJMUSEUM RP-P-OB-79.988. NO SE CONOCE SU AUTORÍA NI IMPRESOR.
 ??  ?? FRACASO FINAL DEL EJÉRCITO DE ALBA FRENTE A LA CIUDAD DE ALKMAAR EN OCTUBRE DE 1573. EN EL CUADRO PINTADO EN 1580 POR PIETER ADRIANSZ CLUYT SE PUEDEN APRECIAR MUY BIEN LOS INGENIOS UTILIZADOS EN AQUELLOS LARGOS Y CRUENTOS ASEDIOS DE UNAS CIUDADES MUY BIEN DEFENDIDAS POR LA INUNDACIÓN DE LAS TIERRAS CIRCUNDANT­ES. LA ESCENA REPRODUCE EL MOMENTO EN QUE ES RECHAZADO EL ASALTO DE LAS TROPAS MANDADAS POR DON FADRIQUE, HIJO DE ALBA. MUSEO REGIONAL DE ALKMAAR, 020856.
FRACASO FINAL DEL EJÉRCITO DE ALBA FRENTE A LA CIUDAD DE ALKMAAR EN OCTUBRE DE 1573. EN EL CUADRO PINTADO EN 1580 POR PIETER ADRIANSZ CLUYT SE PUEDEN APRECIAR MUY BIEN LOS INGENIOS UTILIZADOS EN AQUELLOS LARGOS Y CRUENTOS ASEDIOS DE UNAS CIUDADES MUY BIEN DEFENDIDAS POR LA INUNDACIÓN DE LAS TIERRAS CIRCUNDANT­ES. LA ESCENA REPRODUCE EL MOMENTO EN QUE ES RECHAZADO EL ASALTO DE LAS TROPAS MANDADAS POR DON FADRIQUE, HIJO DE ALBA. MUSEO REGIONAL DE ALKMAAR, 020856.

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