TRIBUNA HISTÓRICA: El DUQUE DE ALBA en los Países Bajos
...EN LOS PAÍSES BAJOS
FERNANDO ÁLVAREZ DE TOLEDO, EL GRAN DUQUE, A REGAÑADIENTES TUVO QUE ASUMIR LA TAREA DE HACER ENTRAR EN VEREDA A LOS DÍSCOLOS SÚBDITOS DE S. M. FELIPE II DESPUÉS DE HABER DEFENDIDO UNA Y OTRA VEZ EN EL CONSEJO DE ESTADO QUE NO SE PODÍAN CONSENTIR LOS DESMANES QUE LA GOBERNADORA MARGARITA DE PARMA REFERÍA EN SUS CARTAS. LLEGÓ A BRUSELAS EL 22 DE AGOSTO DE 1567; LO ACOMPAÑABAN 8.800 INFANTES DE LOS TERCIOS VIEJOS DE ITALIA Y 1.250 JINETES.
CUANDO CARLOS V PUBLICÓ LA PRAGMÁTICA SANCIÓN, POR LA QUE SE ESTABLECÍAN EN 1549 LAS DIECISIETE PROVINCIAS DE LOS PAÍSES BAJOS, ERA MUY CONSCIENTE DE QUE ESTA DISPOSICIÓN NO ERA MÁS QUE UN DÉBIL ARMAZÓN PARA SUJETAR SIN REVENTONES AQUEL MAGMA DE LEYES, PRIVILEGIOS Y FUEROS. Como lazada le dio remate al cesto con el título de Señor de los Países Bajos que solo él y su hijo Felipe pudieron ostentar.
Años antes, en 1539, el mismo emperador conoció la rebelión de sus paisanos de Gante. No querían pagar nuevos impuestos para los enormes gastos que los distintos frentes bélicos exigían a su señor. Los gremios de la ciudad, invocando la prevalencia de sus fueros y costumbres, se negaron a aportar dinero, aunque sí estaban dispuestos a contribuir con soldados. El emperador impuso fuertes castigos en persona. Fueron ejecutados 25 cabecillas, y a un buen número de los líderes se les obligó a suplicar clemencia vestidos con camisas blancas y una soga al cuello. No sería un incidente aislado. En Flandes, con relaciones mercantiles con toda Europa, las disputas con su soberano envenenaron su floreciente y rico comercio.
ANTONIO PERRENOT, CARDENAL GRANVELA
En el año 1559, muerto ya Carlos V un año antes y viudo Felipe II de su segunda esposa, la inglesa María de Tudor, los Países Bajos quedaban gobernados por Margarita de Parma, hija del emperador y media hermana de Felipe. Estaba asesorada por tres consejos: de Estado, de Finanzas y de Cámara (justicia). En el Consejo de Estado, competente en asuntos políticos internos y externos estaban representados los nobles más prominentes de los distintos territorios flamencos, el marqués de Berghes, el letrado Viglius, el conde de Berlaymont, Guillermo de Orange, los condes de Egmont y Horne y directamente aconsejada por el hombre de confianza de los Habsburgo, Antonio Perrenot, hijo del que también había ocupado tal rango, el borgoñón Nicolás de Perrenot; es decir, un pie apoyado en la más rancia nobleza de los Países Bajos, y el otro asentado en el nuevo modelo de funcionario sin privilegios de nacimiento o linaje al servicio directo del monarca.
Este difícil equilibrio, envenenado por la pobre amalgama de intereses tan opuestos, estaba condenado a la implosión. Los nobles pronto empezaron a quejarse por las disposiciones de la gobernadora aconsejada malignamente por Perrenot, antes obispo de Arrás y, desde 1561, cardenal y arzobispo de Malinas. Granvela, Berlaymont y Viglius se convirtieron en el “consejo de consulta” dentro del Consejo de Estado, cuyos miembros eran informados de las disposiciones del rey Felipe mandadas en secreto a la gobernadora y muy en detalle al cardenal.
La fulgurante escalada del eclesiástico venía dictada por los intereses de la monarquía que, como decisión política, acometió una
profunda reforma en la distribución de diócesis de aquel territorio. Hasta ese momento los Países Bajos pertenecían eclesiásticamente a cuatro diócesis con cabecera en territorios extranjeros (Reims y Bolonia). Varios de los nobles locales y distintas abadías flamencas tenían derecho de presentación para que fueran sus candidatos los que ocuparan las distintas sedes.
Paulo V, atendiendo a los intereses españoles, promulgó en 1559 la bula "Super universas", por la que los Países Bajos quedarían desde aquel momento divididos en tres provincias eclesiásticas independientes con un arzobispo al frente. Para gobernar todos los cambios que llevaba aparejada la nueva distribución de diócesis se nombró a la archidiócesis de Malinas coordinadora del conjunto y, al frente de ella, al cardenal Granvela.
De golpe, los obispos y, con ellos, toda una cadena de abades, rectores universitarios, presidentes de cofradías y distintas órdenes religiosas pasaban a estar mediatizados directamente por las directrices enviadas desde Madrid, que ahora tenía el derecho de presentación. Los nobles más afectados, Orange, Egmont y Hornes, alentaron las protestas de los católicos más tradicionalistas y favorecieron las críticas lanzadas por anabaptistas, luteranos y calvinistas.
Durante el año 1562 y el siguiente, Felipe II recibió la petición de cese de su cargo del cardenal Granvela y la dimisión de los más importantes nobles del Consejo de Estado. Felipe II contestó que no había ninguna razón para ello y ordenó que tropas españolas se acantonaran en el sur de los Países Bajos para prevenir un ataque francés. Esta decisión fue interpretada por los distintos estados como un agravio que exacerbó aún más la disputa sobre la obligación de pagar la defensa de todo el territorio con cargo a las distintas provincias. Si hasta entonces cada uno de los parlamentos provinciales se acababa dignando a aportar una ayuda (aide) a su soberano, a partir de este momento la negativa se hizo más fuerte.
En 1564 el rey pidió a Granvela que se trasladara a Bensaçon, su tierra de origen, con la excusa de visitar a su madre enferma. Los grandes nobles retornaron al Consejo de Estado y Egmont en persona se trasladó a Madrid para explicar las tensiones sociales que se vivían por las malas cosechas, por la ruptura del comercio con Inglaterra que había bloqueado las exportaciones de lana y por las divergencias religiosas. Unos meses después llegaron de Madrid las órdenes por las que se imponían los decretos del concilio de Trento. Pese a la resistencia de la gobernadora, Felipe II exigió que los edictos se publicaran, fueran cumplidos y perseguidos los herejes.
La situación se hizo cada día más conflictiva. Los calvinistas celebraban actos religiosos en público, la baja nobleza y los burgueses se resistían a pagar impuestos que los endeudaba una vez más. El 5 de abril de 1566, varios cientos de nobles católicos y protestantes, dirigidos por el barón de Brederode y acompañados de gente armada, ofrecieron a Margarita un compromiso en el que, de modo cortés pero firme, se le exigía moderación en el gobierno. Esta situación, tomada en Madrid
como un atropello de la autoridad real, marcó un punto sin retorno en lo que iba a ser un tiempo de rebeliones, castigos y enfrentamiento civil durante decenios.
Si ya era peligroso que la clase dirigente autóctona tuviera una manifiesta actitud de rebeldía, no sería menos grave la tormenta de iconoclasia (beeldenstorm) que estalló a principios de agosto en el condado de Flandes. En cuatro meses una fiebre de odio contra las imágenes religiosas de los templos católicos recorrió de sur a norte buena parte de los Países Bajos. El 22 de agosto, en carta escrita por Margarita de Parma a su medio hermano, se puede leer: “Mi señor. Desde mis otras cartas cerradas no puedo dejar de informar a V. M. de la continuación de los saqueos de las iglesias, claustros y monasterios de aquí, donde estos sectarios y sus adherentes arrojan al suelo y rompen todas las imágenes, altares, lápidas de las sepulturas, órganos, libros, ornamentos de la iglesia, cálices, sacramentos y en general cualquier cosa que sirva al servicio de Dios, por lo que estoy segura de que, solo en Flandes [condado], ya han saqueado más de 400 iglesias…”.
EL CONSEJO DE ESTADO DE FELIPE II
Desde que heredó la corona, Felipe II se había rodeado de un grupo de consulta que lo asesoraban en los distintos consejos en que tenía organizada la administración de sus diferentes reinos. Para el asunto que nos ocupa era el Consejo de Estado el que tenía su total competencia. En este caso, como era habitual en el reparto de influencias que con tanta destreza manejaba el rey, la balanza de influencias era movida por dos grupos de presión, organizados en torno a Ruy Gómez, príncipe de Éboli, y al Duque de Alba.
Por reducir la multitud de matices que podía alcanzar cualquiera de los asuntos en que versaba el Consejo de Estado sobre la amplitud de los dominios de su monarca, se suele señalar que Ruy Gómez, amparado por el cardenal Espinosa, era partidario de la moderación, y el Duque de Alba, alineado con el cardenal Granvela y el conde Chinchón, propenso a las soluciones duras. Fácil es de ver que los nobles principales de los Países Bajos tenían en el príncipe de Éboli un valedor de sus posturas. Cuando en 1572 y 1573 fallecieron Espinosa y Éboli, fueron el secretario Antonio Pérez, el inquisidor Quiroga y el marqués de los Vélez quienes hicieron suyos los compromisos moderados.
Así las cosas, se inició la reunión del Consejo de Estado de 29 de octubre de 1566 para tratar de los disturbios de Flandes. Excepcionalmente estaba presidido por el rey y asistieron el Duque de Alba, Ruy Gómez, don Antonio
de Toledo, don Juan Manrique y don Diego de Espinosa. Cuando arrancó la sesión todos sus asistentes fueron conscientes de la gravedad de la situación: la gobernadora había sido ninguneada por la baja nobleza que pretendía chantajearla. Los nobles mayores se escondían para no hacer frente a los asuntos que les concernían aunque, por detrás, mandaran a personas de su confianza para que se avivara el descontento; las masas enfebrecidas por predicadores calvinistas saqueaban iglesias y algunos católicos habían sido martirizados por su fe.
La decisión era difícil. Todos eran conscientes de que estaba en juego la reputación de la monarquía y cualquier tropiezo la dañaría de modo irremediable. Pronto se planteó la posibilidad de que el rey viajara de nuevo a aquellos territorios y impusiera su ley. Los partidarios de la dureza argumentaban que el soberano no podía ni debía ir antes de que se hubiera puesto solución al estado de desobediencia en el que se encontraba una parte de la población. Alba presionó para que de inmediato fueran castigados como rebeldes quienes firmaron el documento presentado ante la gobernadora, los alborotadores que destruyeron la imágenes y los grandes nobles que habían consentido tal desmán. Al final el rey se inclinó por esta fórmula: severo castigo y perdón general: “Me he determinado de pasar a mis Estados de Flandes por el mar de Poniente” (CODOIN, IV, p. 374). Pero ¿quién ejecutó la primera parte? La propuesta la recibieron el duque de Saboya, vencedor en San Quintín, y el duque de Parma, esposo de la gobernadora de Flandes y padre del que sería el Rayo de la Guerra, Alejandro Farnesio. Ninguno de los dos aceptó el encargo. El Duque de Alba no tenía más remedio que hacerse cargo del asunto. Cuando llegase a Bruselas, el 22 de agosto de 1567, le faltarían dos meses para cumplir sesenta años, un anciano, como se consideraba a sí mismo.
EL TRIBUNAL DE LOS TUMULTOS
Miguel de Mendívil, contador de artillería del ejército de Flandes escribía al rey sus impresiones al llegar a Bruselas (CODOIN, IV, p. 397): “Y algunos destos Señores principales de acá [Egmont y similares] con los criados de Madama y con los capitanes y oficiales que se han reformado, todos juntos andan amotinando todo lo que pueden públicamente, diciendo que ellos han sido despididos y deshonrados por causa de estos españoles, y que agora los quieren subjectar, arruinar y tiranizar, y otras mil cosas de esta manera […]; el confesor y predicador de Madama [la gobernadora] fraile francisco, […] en todo el sermón no trató cuasi de otra cosa sino de que los españoles eran traidores y ladrones, y forzadores de mujeres, y que totalmente el país que los sufría era destruido”. Esta era la situación vista
LOS PAÍSES BAJOS VIVÍAN CONSTANTES TENSIONES POLÍTICAS CON LA NOBLEZA Y LOS MAGNATES.
desde la perspectiva de un español con responsabilidades en el ejército que acompañó al Duque de Alba.
El general puso manos a la obra de inmediato: el 5 de septiembre nombró a “los jueces, advogados fiscales y secretarios para el tribunal en Bruselas”. En carta al rey le decía: “Tengo resuelto ordenar un tribunal de siete para comenzar desde luego a entender en estos negocios […] y durante el tiempo que se ocuparen en conocer destas cosas iré conociendo el pie con que caminan; la otra es que letrados no sentencian sino en casos probados, y como V. M. sabe los negocios de Estado son muy diferentes de las leyes que ellos tienen, por manera que pienso yo ser el presidente deste tribunal con tener par de mí a Barlaymont y a Norquermes” (CODOIN, IV, p. 417). El 9 de septiembre arrestó a los condes de Egmont y de Horne.
Al poco tiempo, la gobernadora, aconsejada por su esposo, decidió romper su compromiso con el soberano y dejar al duque toda la responsabilidad, tanto civil como militar, tal como estaba autorizado por Felipe II. El plan del general era apresar a todos los que habían suscrito el documento de compromiso presentado a la gobernadora, meter en prisiones a los que hubieran participado en la revuelta contra las imágenes de la Iglesia católica, establecer un calendario de actuaciones judiciales, confiscar los bienes de todos quienes fueran encausados y ejecutar las condenas como público escarmiento. El miércoles de ceniza fue el día señalado para encarcelar de una vez a más de quinientos “quebrantadores de iglesias, ministros consistoriales y los que han tomado las armas contra V. M.”. Pasada la Pascua, el 2 de abril mandó ejecutar a los diez primeros; el 6, otros 7; el 24, de nuevo 7; el 22 de mayo fue quemado vivo un predicador; el 1 de junio fueron ejecutados 18 gentilhombres; el 2, otros 3 y el 5 de junio, sábado, fueron decapitados los condes de Egmont y Horne.
El príncipe de Orange, que se había marchado a sus posesiones alemanas, fue juzgado in absentia y condenado por ser “principal autor y promovedor de toda conspiración, conjuración y rebelión que en estas provincias se hizo contra la Real Magestad y la prosperidad de la república […] requerido y llamado a derecho […] y esto conforme al perpetuo uso y costumbre de la provincia”. Sentenciado, en términos políticos muy similares a los de Egmont, Horne y Montigny, preso en Simancas, por infidelidad, ingratitud, atentado a la autoridad real, desobediencia, coacción de la gobernadora, usurpación de los poderes de los Estados Generales, injurias contra los fieles súbditos, complicidad en la sustitución de cargos y nombramientos, incitación al pueblo a creer que se instauraba la Inquisición española, intento de levantamientos de príncipes alemanes contra S. M., e instigar a la rebelión de muchos nobles con el llamado Compromiso o Petición y así un buen número de delitos de lesa majestad.
Gracias a las indagaciones de A. Verheyden se conoce hoy bastante bien la lista de condenados y sus circunstancias. En total se dictaron unas 10.000 condenas, muchas en ausencia, de las que 1.083 fueron de pena capital y ejecutadas. Casi todas se concentraron en los años 1568 y 1569. El Tribunal de la Sangre, así conocido en los Países Bajos, dejó de dictar sentencias de muerte en 1573.
Entre tanto, el 23 de mayo de 1568, Luis de Nassau había tenido cierto éxito militar en Heiligerlee para sufrir el 21 de julio una dura derrota en la batalla de Jemmingen. Su hermano Guillermo de Orange decidió intentar una invasión de los Países Bajos que acaba calamitosamente en Jodoigne, en el mes de octubre.
SISTEMA TRIBUTARIO DE PAÍSES BAJOS
Pasado el primer año de actuaciones el duque hizo recuento de las órdenes que le había dado el rey y comunicó sus nuevos empeños (CODOIN, IV, p. 497): “Yo truje desde allá resuelto como a V. M. le paresció que convenía y me lo mandó, de prender los hombres principales culpados o sospechosos para castigarlos ejemplarmente, y así mismo alguna de la gente de poca cualidad más culpada, y luego tratar lo de la hacienda y procurar de sacarla, y con esto atender en el mismo tiempo a tomar los libros e impresores de todos estos Estados y visitar sus boticas [librerías]: tras esto ordenar sobre las escuelas de los muchachos; hacer publicar y observar los placartes [leyes y pragmáticas del rey]; así mismo atender a lo de los obispados; y acabado lo de la hacienda venir al castigo de las villas, y la justicia que se ha de hacer en ellas y la hacienda que tienen cómo se había de aplicar: luego dar voz de perdón general…”.
Para conseguir financiación al ritmo y en la cantidad que precisaban aquellos territorios, Alba pensó en implantar una serie de alcabalas al estilo castellano. De inmediato los naturales del país le advirtieron de que la decisión era contra toda costumbre consuetudinaria (ningún impuesto era perpetuo), que allí no se imponía nada, se negociaba a cambio de alguna nueva prebenda. El choque fue inevitable: “Si V. M. viera los gestos que se les pusieron, judgáralos por muertos”. El duque se desesperaba al no conseguir convencer a los ciudadanos de que su defensa (tres millones de florines en deuda) y mantenimiento de la administración era en coste muy superior a los que las provincias en su conjunto aportaban. Y los ciudadanos no se apercibieron de que la imposición del 10% en todas las transacciones y para todas las personas, con independencia de sus nivel o cualidad social, junto al 5% sobre todas las ventas de bienes raíces era un esquema fiscal progresista y mucho más equitativo que los existentes. A las clases privilegiadas, exentas de casi toda aportación, les costó poco hacer una eficaz campaña en la que se presentaba al
duque como un dictador cuya tiranía se ejercía contra las libertades, fueros y leyes de origen medieval. Aquí residía la base de la resistencia que habría de ir en aumento a partir de 1572.
Respecto de los imprentas, un negocio muy floreciente en los Países Bajos, se propuso poner correctores católicos en los talleres “porque es una de las principales cosas que conviene remediar por el daño tan grande que desto resulta a toda la cristiandad”. Aunque contó con la ayuda de Arias Montano y se incautó de una buena cantidad de libros contraindicados por la doctrina del concilio de Trento, no se puede decir que tuviera mayor éxito que la destrucción de un número muy limitado de ejemplares. Otro tanto podríamos decir sobre el control de los maestros de escuela. Es evidente que esta guerra de papel y enseñanza la perdieron él y todos sus sucesores en el cargo. Hasta el protoimpresor Plantino publicaba panfletos contra los intereses de Felipe II, su mejor cliente.
Sobre las reformas legales encaminadas a poner orden en el galimatías legal con que se regían las diecisiete provincias, los consejeros locales le ayudaron a redactar un nuevo código penal promulgado a finales de 1570 del que en 1994 el profesor de Lovaina, Gustaaf Janssens, dijo: “El hecho de que las leyes penales del duque hayan constituido la base práctica del procedimiento penal y del Derecho Penal en los Países Bajos durante dos siglos y medio aproximadamente demuestra que fueron ejemplares en su tiempo”.
Todavía le quedaba adaptar la organización eclesiástica tal como había exigido la bula "Super universas" en 1559. En su ejecución vivió momentos difíciles a la hora de escoger los candidatos para cada diócesis, ordenar la administración económica de las abadías adscritas a cada una de ellas y, contra todo el historial de su larga sintonía, por la queja del cardenal Granvela que se creía relegado como primado de los Países Bajos.
Habían pasado algo más de dos años y el rey mostraba su satisfacción por todo el trabajo realizado hasta el momento. De las instrucciones dadas solo quedaba rematar el castigo de las villas y proclamar el perdón general. Para entonces el duque ya sabía que, contra todo lo que había dicho y comunicado, e incluso preparado, don Felipe no iba a emprender su viaje a “sus Estados de Flandes por el mar de Oriente”. El 4 de abril de 1570 el rey escribió en contestación de la licencia que había pedido el duque (CODOIN, IV, p. 523): “Tengais por bien de os quedar y detener en ella el tiempo que fuese menester para las acabar de poner de vuestra mano en el ser y concierto que conviene. […] Y pues la vuestra [cualidad] es tan grande y el amor y celo que tenéis a mi servicio tan particular, yo os encargo mucho ponderéis y penséis esto que aquí se os apunta”.
Leal a su rey, siguió de gobernador de los Países Bajos. Y no fueron la ejecuciones sumarias las que le causaron mayores problemas. Dentro de las costumbres y formas de gobierno de la época, un soberano cumplía su deber al castigar a los súbditos que se rebelaban a su autoridad y socavaban su reputación. Fueron las disposiciones fiscales las que enconaron la situación. Casi nadie estaba dispuesto a pechar con regularidad y, menos aún, a costear la presencia de los ejércitos reales. La confiscación de los bienes de los acusados se fue haciendo más embrollada y contaminada por los más dispares intereses vecinales. En cualquier villa o ciudad aparecían gentes conocidas con el mote de “siete peniques” que cobraban por cada una de las denuncias que presentaban ante la autoridad provincial. Por entonces se inició un guerra civil en la que los nobles, Guillermo de Orange al frente, defendían los viejos privilegios que ya no admitían las nuevas monarquías, de fuerte carácter absolutista. A esa situación tan inestable se añadieron las tensiones religiosas que cada cierto tiempo explotaban en incidentes crecientes en su gravedad. El 1 de abril de 1572, los llamados mendigos del mar tomaron por sorpresa la indefensa ciudad de Brielle. Para la historia nacional, jugando con la pronunciación en neerlandés, fue el día en que “el duque de Alba perdió sus gafas (Bril)”.
Ya todo iría de mal en peor. En Flandes hubo guerra continua, motines, saqueos y el fracaso ante Alkmaar. En Madrid, bancarrotas. El triste destino aguardaba a don Fernando Álvarez de Toledo. Sus enemigos en la corte socavaron su prestigio. El 8 de octubre de 1573 fue sustituido por Luis de Requesens. Su hijo sufrió prisiones, y él destierro en Uceda.
Una eficaz propaganda en los Países Bajos lo convirtió en el arquetipo de tirano, cruel y sanguinario. Maltby lo tiene bien escrito: “A Alba se le recuerda no porque fuera un gran soldado y político, sino porque es un símbolo”.