HÉRCULES y las yeguas salvajes de Diomedes
En las inhóspitas tierras de Tracia reinaba un rey que ejercía un poder despótico. Era conocido por poseer cuatro yeguas tan crueles como él, que se alimentaban de carne humana. Hércules fue el encargado de poner fin a estas terribles bestias.
EN LAS SALVAJES E INHÓSPITAS TIERRAS DE TRACIA REINABA UN TERRIBLE GIGANTE, HIJO DE ARES Y CIRENE, LLAMADO DIOMEDES. EL REY EJERCÍA UN PODER DESPÓTICO SOBRE LA BELICOSA TRIBU DE LOS BISTONES Y ERA CONOCIDO POR HABER ADIESTRADO CUATRO PODEROSAS YEGUAS, TAN CRUELES COMO ÉL, A LAS QUE LLEVABA ENGANCHADAS A SU CARRO DE GUERRA. DESPUÉS DE LA BATALLA, EL GIGANTE SOLTABA LOS CORCELES PARA QUE ALIMENTASEN CON LA CARNE DE LOS ENEMIGOS MUERTOS, POR LO QUE, CON EL PASO DEL TIEMPO, DESARROLLARON UNA IRREFRENABLE PREDILECCIÓN POR LA CARNE HUMANA, TANTO QUE SE NEGARON A COMER OTRA COSA. CUANDO DIOMEDES NO ENCONTRÓ NINGÚN OTRO ENEMIGO AL QUE COMBATIR DECIDIÓ SACIAR EL APETITO DE LAS BESTIAS, POR LO QUE EMPEZÓ A DEGOLLAR A LOS HUÉSPEDES QUE VISITABAN SU PALACIO Y ARROJÓ SUS CUERPOS PARA QUE FUESEN DEVORADOS POR TAN TERRORÍFICAS YEGUAS.
DESPUÉS DE VER CÓMO SU ODIADO PRIMO HABÍA TERMINADO CON EL TORO DE CRETA, EURISTEO TRATÓ DE PROBAR SUERTE CON LAS YEGUAS DE DIOMEDES. Hércules esperaba, pacientemente, y confiado en sus propias habilidades, el nuevo trabajo para poder redimirse de sus antiguos pecados sin ser consciente de la nueva desgracia que le tenía reservado el destino. Cuando supo del peligro que le acechaba, el hijo de Zeus y Alcmena pidió ayuda a su querido y valeroso amigo Abdero, quien no dudó en acompañarlo en su viaje a Tracia para enfrentarse a las bestias de Diomedes. Tras varios días de plácida navegación, los dos hombres desembarcaron en las costas de Tracia y marcharon hacia la capital de los bistones: Tirida.
Cuando entraron en palacio, el bárbaro y cruel monarca los recibió con los brazos abiertos y ordenó a sus sirvientes que preparasen las mejores habitaciones para tan ilustres visitantes. Lógicamente, Hércules y su buen amigo Abdero no se fiaron de las buenas palabras del anfitrión, por lo que se mantuvieron alerta durante toda la noche. Después de que los visitantes se retirasen a sus aposentos, Diomedes ordenó a sus guerreros que, al alba, irrumpieran en las estancias de los griegos y los pasasen a cuchillo para que sus cuerpos sirviesen de alimento a las yeguas.
FINAL... ¿FELIZ?
Aprovechando las últimas horas de la noche, Hércules y Abdero salieron sigilosamente de sus habitaciones y llegaron a los establos, donde redujeron con facilidad a los guardias de Diomedes. Por desgracia, el siguiente trabajo no iba a ser tan fácil porque las bestias estaban atadas con cadenas de hierro a pesebres de cobre y, para colmo de males, empezaron a relinchar cuando los desconocidos intentaron liberarlas. El estruendoso sonido procedente de las cuadras hizo despertar a Diomedes, quien, de inmediato, puso en guardia a sus guerreros. Ante el peligro inminente Hércules alzó su poderoso brazo y descargó con fuerza su espada contras las cadenas de hierro.
Una vez rotas las cadenas, Hécules y Abdero sacaron las yeguas de los establos y cabalgaron, más rápidos que el viento, hasta las orillas del mar Negro, seguidos, bien de cerca, por la guardia del rey Diomedes. Al llegar a su destino, Hércules le dijo a su amigo que cuidase de las bestias porque antes de partir debía de terminar con tan terrible y sanguinario gigante. Sin tiempo que perder, el héroe corrió tierra adentro y excavó un túnel que inundó con agua del mar por lo que cuando Diomedes y sus hombres llegaron con sus carros no tuvieron tiempo de frenar y cayeron en el interior, donde murieron ahogados. Esta nueva aventura parecía haber acabado de la mejor manera posible, pero, como dijimos, el destino volvió a mostrarse caprichoso.
Feliz por su victoria y con la sonrisa dibujaba en los labios, Hércules regresó juntó a su leal y buen amigo sin ni tan siquiera imaginar lo que estaban a punto de contemplar sus ojos. Al llegar a la costa el héroe quedó horrorizado; con desesperación observó cómo las yeguas habían roto las cadenas y golpeado hasta la muerte al buen Abdero que, ahora, permanecía en el suelo con su cuerpo desgarrado por las dentelladas de las insaciables bestias. Fuera de sí, Hércules decidió cobrarse justa venganza, por lo que deshizo sus pasos y regresó al canal para sacar el cuerpo del infame Diomedes y arrojarlo contra las yeguas que lo devoraron sin piedad hasta convertirlo en un pálido esqueleto.
Con gran esfuerzo, el héroe ató las mandíbulas de las fieras con fuertes sogas y las subió a bordo del barco que debería llevarlo hasta Micenas. Cuando ya se encontraba lejos de la costa, Hércules miró hacia atrás y sollozó por la pérdida del compañero. En adelante, aseguró, este lugar se llamaría Abdera, en honor de su fiel amigo. Así fue, y Abdera se convirtió en una polis, que fue cuna de destacados filósofos como Demócrito y Protágoras.
HÉRCULES DECIDIÓ COBRARSE SU JUSTA VENGANZA, POR LO QUE ARROJÓ EL CUERPO DEL INFAME REY DIOMEDES CONTRA LAS YEGUAS, QUE LO DEVORARON SIN PIEDAD.