EL 2 DE MAYO
LOS SEIS AÑOS QUE TRANSCURREN ENTRE 1808 Y 1814 SE ENCUENTRAN ENTRE LOS MÁS IMPORTANTES DE NUESTRA HISTORIA. DE ELLOS, PARA LO BUENO Y PARA LO MALO, NACIÓ LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA. TRAS EL ALZAMIENTO DE 1808, ESPAÑA JUGÓ UN HONROSO PAPEL EN EL CONFLICTO EUROPEO. LE DIO ALAS Y ALENTÓ LA RESISTENCIA EN TODA EUROPA, QUE VIO COMO UN SOLO PAÍS PODÍA CON ESFUERZO Y VALOR OPONERSE AL PODEROSO IMPERIO FRANCÉS. EN CUALQUIER CASO, LA GUERRA EN LA PENÍNSULA FUE UN TERRIBLE DESASTRE. PROBABLEMENTE, SI LAS COSAS HUBIESEN SIDO DE OTRA MANERA, LAS REFORMAS QUE DEBÍAN CONDUCIR A ESPAÑA A LA MODERNIDAD SE HABRÍAN IMPUESTO DE UNA FORMA U OTRA, PUES, AUNQUE ES SEGURO QUE HABRÍA HABIDO UNA ENORME RESISTENCIA DE LOS SECTORES MÁS INMOVILISTAS, TAMBIÉN ES VERDAD QUE, POCO A POCO, LAS IDEAS ILUSTRADAS CALABAN EN UNA BURGUESÍA, TODAVÍA DÉBIL, PERO CADA VEZ MÁS PUJANTE.
EN MODERNAS OBRAS DE DIVULGACIÓN ACERCA DE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA SE INSISTE EN QUE LA NECESIDAD DE CERRAR DE MANERA EFECTIVA EL BLOQUEO CONTINENTAL FUE LA VERDADERA CAUSA DE LA DECISIÓN DEL EMPERADOR DE ACTUAR EN ESPAÑA. Sin embargo, esta explicación falla de manera radical. A pesar de que es cierto que el comercio entre el Reino Unido y España crecía de manera notable –un 69 % de aumento entre 1806 y 1807–, también lo es que la situación de guerra entre las dos naciones no estimulaba precisamente las simpatías mutuas. Además, el comercio se centraba básicamente en lanas, vinos y algunos productos manufacturados, que por mucho que hiciesen la competencia a los importados de Francia, no justificaban en modo alguno una agresión contra España, al fin y al cabo, nación aliada. Más que eso, nación subordinada.
Napoleón y su gobierno sabían perfectamente que los dirigentes españoles estaban absolutamente entregados a su voluntad y salvo los dos años de la Guerra del Rosellón y un breve conflicto hacía ya casi cien años –cuando Felipe V intentó recuperar Sicilia–, Francia y España habían sido firmes aliadas, pues solo de su unión –y de la de sus flotas combinadas– podía obtenerse algún éxito ante Gran Bretaña. Es cierto que, tras la victoria sobre Prusia, Napoleón descubrió algunos intentos del omnipotente valido Godoy de escapar al férreo control imperial, pero eso no invalidaba el hecho de que una división completa de lo mejor del ejército español hubiera combatido en Pomerania a su servicio y se preparara en Dinamarca para la invasión de Suecia. Además, el primer ministro no tenía arrestos suficientes para enfrentarse a Francia. Y había más. El 11 de octubre de 1807, incluso el propio Fernando, príncipe de Asturias, había solicitado a Napoleón la mano de una princesa imperial; una propuesta por la que este llegó a considerar la posibilidad de casarlo con su sobrina Carlota, hija de su hermano Luciano. Afortunadamente para ella la idea no prosperó, y no tuvo el "honor" de ser la esposa de semejante bribón.
El Gobierno español se mostró sumiso y dócil a las órdenes de Napoleón. No existe documento oficial, carta, escrito u orden de ninguno de sus miembros, en la administración o en el ejército, que pueda dar a entender cualquier oposición al bloqueo contra los ingleses ¿Por qué agredir entonces a una nación que se porta así? Por codicia, por ambición, por soberbia, o por una mezcla de las tres. Y tal vez por algo más, el odio y desprecio que Napoleón sentía hacía la casa de Borbón, a la
CUANDO SE RECIBIÓ LA NOTICIA DE LA ABDICACIÓN DE CARLOS IV, NAPOLEÓN NO ESTABA DISPUESTO A CONTAR CON FERNANDO Y PENSABA GOBERNAR ESPAÑA MEDIANTE HOMBRES DE SU ELECCIÓN. DECLARÓ LA ABDICACIÓN NULA.
que reemplazó en Francia y sucesivamente eliminó de los tronos de Nápoles, Etruria y España. En cualquier caso, las líneas maestras de su intención de caer sobre Portugal –tradicional aliada de Inglaterra– y someter totalmente a España a su voluntad, se encuentran ya en los protocolos secretos de los Tratados de Tilsit, firmados con Rusia ese mes de julio de 1807.
El 12 de octubre, Napoleón aprovechó la ascendencia que tenía sobre la casa real española para considerarse en guerra con Portugal y ordenar al general Junot que cruzase la frontera pirenaica y avanzase hasta Lisboa. Godoy y Carlos IV se mostraron de acuerdo con la idea, y Bonaparte les dirigió un escrito mediante el que les notificó que los ejércitos de ambas naciones debían marchar juntos sobre la capital lusa.
El día 27, el Tratado de Fontainebleau sancionó el permiso de paso militar y estipuló en una cláusula secreta la designación de Carlos IV como emperador de las Américas –la española y la portuguesa–, y la división del reino de Portugal en tres partes; una de ellas, la meridional, como principado para Godoy bajo soberanía española. Una clara prueba de que no era precisamente desinterés, lo que movía a los reyes y a su valido a mantener relaciones con Napoleón.
Mientras se buscaban los arreglos políticos que dejaran satisfechas a todas las partes, el odio patente que el príncipe de Asturias profesaba desde su niñez al valido de su padre, a quien consideraba como un posible usurpador del trono, se vio afianzado por "los fernandistas", un grupo de oposición de su entorno partidarios de que fuese proclamado cuanto antes rey, en lugar de Carlos IV. Ellos también decidieron acudir a Napoleón, dispuesto siempre a dejarse
querer mientras eso le permitiera alcanzar sus fines. El día 29, al mismo tiempo que se refrendaban los pactos en Fontainebleau, se produjo la primera acción de los fernandistas contra el Príncipe de la Paz, ya totalmente innecesario para los fines franceses. Fue en El Escorial, donde se encontraba la corte, y terminó con la detención de los conjurados. El 3 de diciembre, Napoleón se reunió en Venecia con su hermano José, rey de Nápoles. Si hacemos casos a los diarios de André Miot de Melito, ese día le anunció ya la posibilidad de ser llamado al trono de España.
EL MOTÍN DE ARANJUEZ
La constante presencia de las tropas extranjeras que tanta admiración y curiosidad había despertado en el pueblo español cuando a tambor batiente atravesaban pueblos, villas y ciudades, empezó a trocarse en inquietud y alarma según aumentaron los incidentes a lo largo de todo el país. Sobre todo, cuando al tiempo que avanzaban, los franceses comenzaron a ocupar fuertes y ciudadelas de los que, sobre el papel, eran sus aliados.
En el entorno del soberano, máxime después de lo ocurrido en El Escorial, algunos nobles influyentes consiguieron que se tomaran medidas de urgencia en previsión de que las cosas se complicaran, por lo que, a primeros de marzo, el monarca y toda su familia se trasladaron al Real Sitio de Aranjuez. La razón era evidente, desde esa localidad del sur de Madrid era más fácil en caso de peligro tomar la carretera de Andalucía y alcanzar Sevilla. Allí todos podrían embarcar con rumbo a América, como había hecho el rey de Portugal.
La noche del 17 al 18 de marzo volvieron a actuar los fernandistas. Un nimio altercado entre unos criados del príncipe de Asturias que se enfrentaron con algunos húsares de la guardia de Godoy, se transformó, instigado por el conde de Montijo, en un grave motín contra la persona del primer ministro, que tuvo que esconderse de las iras de la multitud. Conocidas las noticias en Madrid, el pueblo asaltó el palacio que utilizaba como lugar habitual de residencia.
La mañana del 18, los partidarios de Fernando, seguros de un apoyo mayoritario consiguieron que el rey firmara la destitución de Godoy, pero eso ya no fue suficiente para los amotinados, que al descubrir al odiado valido intentando a escapar tras veinticuatro horas de encierro, estuvieron a punto de lincharle el día 19. Solo se salvó por la providencial ayuda de los guardias de corps. Una vez lo hubieron detenido, el príncipe de Asturias aseguró a los amotinados que sería en breve procesado y ordenó su traslado a Granada.
Asustado ante lo que parecía el comienzo de una revolución, Carlos IV reunió esa misma tarde al Consejo del Reino y abdicó en favor de su hijo. Entre masivas manifestaciones de alegría y júbilo del pueblo, fue proclamado en el propio Aranjuez rey de España y la Indias con el nombre de Fernando VII. Por primera vez en España, un monarca era forzado a abdicar por la presión del pueblo llano. El 24 de marzo, el nuevo soberano hizo su entrada triunfal en la capital, que le acogió con delirante entusiasmo. Lo mismo ocurrió en todos los pueblos y ciudades del reino al saberse la noticia de la caída de Godoy y el ascenso al trono del príncipe de Asturias.
Pero la alegría hacía olvidar la realidad: Napoleón era ya casi dueño de todo el territorio. De hecho, Joaquín Murat, duque de Berg y cuñado del emperador, comandante en jefe del ejército francés en España
desde el 20 de febrero, que estaba en Somosierra con la guardia imperial y el cuerpo de ejército del mariscal Moncey, cuando los carteles del Consejo del Reino publicaron la exaltación del nuevo soberano, decidió adelantarse y entrar en Madrid el día 23, una jornada antes de que lo hiciera el ya Fernando VII.
En esa situación no le quedaban al rey más que dos posibles soluciones: huir ante el invasor y combatir con todos los recursos de que disponía el país, o conciliarse la voluntad imperial a cualquier precio. Descartada la idea de resistir, Fernando se apresuró a participar al emperador su acceso al trono, al tiempo que le manifestó su buena disposición para con los franceses al encargar al Consejo de Castilla de los preparativos para suministrar a las tropas imperiales los auxilios y asistencias de que tuviesen necesidad. Incluso ordenó a los ejércitos movilizados por el Príncipe de la Paz, que retornasen a sus puntos de partida en Portugal.
El 27 de marzo, cuando se recibió en París la noticia de la abdicación de Carlos IV, Napoleón, que tenía muy claro que iba a deshacerse de Godoy, no estaba dispuesto a contar con Fernando y pensaba gobernar España mediante hombres de su elección, declaró la abdicación nula y ofreció la corona a un príncipe de la familia imperial; en un principio, a su hermano Luis, que no le resultaba demasiado útil como rey de Holanda. Al tiempo, envió a Madrid al general Savary, como enviado especial, y le encargó llevar a Fernando VII a su presencia para resolver la situación creada.
Mientras, las primeras medidas del nuevo rey de España se encaminaron, como era de esperar, a rodearse de sus partidarios y reforzar su poder. Procedió a anular las consecuencias del proceso de El Escorial y amnistió a sus principales apoyos: el duque del Infantado, al que nombró presidente del Consejo de Castilla y coronel de las Reales Guardias Españolas; el duque de San Carlos, convertido en mayordomo mayor de Palacio y, sobre todo, el canónigo Escoïquiz, su principal confidente, al que designó miembro del Consejo de Estado y le otorgó la gran cruz de la Orden de Carlos III. Curiosamente la amnistía benefició también a conocidos pensadores de la Ilustración, como Jovellanos, que se encontraba encarcelado en el castillo de Bellver, en Palma de Mallorca. La política inicial de Fernando VII fue, por lo tanto, moderada. Mantuvo a destacados partidarios de Godoy en sus cargos, como Cevallos, ministro de Estado y situó a notables liberales en algunas carteras, como Azanza, ministro de Hacienda y a O´Farrill, ministro de la Guerra. Aunque las decisiones importantes quedaron siempre en manos de la "camarilla" formada por los duques de San Carlos y el Infantado y Escoïquiz.
Respecto a la actitud mostrada ante Murat fue claramente sumisa, a la espera de que Napoleón refrendase su acceso al trono. Murat comprobó hasta qué punto el rey estaba a los pies de Francia cuando exigió la entrega de la espada tomada a Francisco I en Pavía y la obtuvo fácilmente en un solemne acto el 5 de abril. En Madrid la gente se daba cuenta poco a poco de que el embajador Beauharnais y el duque de Berg eran los que realmente mandaban, con precisas instrucciones de Napoleón que seguían al pie de la letra. Un ejemplo fue la orden que llegó de Francia y se dio el mismo día 5 para aplazar el juicio contra Godoy.
LA TRAMPA DE BAYONA
Savary llegó a la capital el 7 de abril, se entrevistó con el rey y le prometió que el emperador le reconocería en cuanto se encontrasen, por lo que sería un detalle muy apreciado que saliese a su encuentro. El deseo de ser reconocido por el emperador era tan grande que Fernando VII y todos los miembros de su consejo partieron hacia Francia el día 10, dejando a la Junta Suprema de Gobierno el control de la nación, algo que se presentaba cada día más dudoso.
El rey y su séquito hicieron todo el camino por una ruta controlada por las tropas imperiales. Por supuesto se debían dar cuenta del peligro que corrían, e intentaron no salir de España. En Burgos, Savary, convenció al monarca para que siguiera ruta hasta Vitoria, donde llegó el 14, y luego continuase hasta Bayona. Algunos de sus acompañantes, como Urquijo, aconsejaron al rey que escapase y se pusiera a salvo, pero una nota de la Junta Suprema, en la que se le comentaba que Murat consideraba la posibilidad de volver a sentar en el trono a su padre le convencieron de que debía continuar la marcha. No iba totalmente desencaminado. Desde París, Napoleón, que necesitaba tiempo, ordenaba incesantemente a Murat que restituyera a Carlos IV, salvara a Godoy y desautorizara
LA POLÍTICA INICIAL DE FERNANDO VII FUE MODERADA. MANTUVO A DESTACADOS PARTIDARIOS DE GODOY EN SUS CARGOS, Y SITUÓ A NOTABLES LIBERALES EN ALGUNAS CARTERAS.
a Fernando. Una actitud que mantuvo hasta finales de abril, cuando, tras haber rehusado Luis, recibió la contestación afirmativa de su hermano José a su ofrecimiento para situarle en España.
El día 19, en medio de un conato de algarada del pueblo que le aclamaba, contenida por la intervención del duque del Infantado, que tranquilizó las sospechas de los congregados de que el rey iba camino de Francia, Fernando dejó Vitoria. El día 20 cruzó la frontera del Bidasoa.
Napoleón, cómodamente instalado en el Palacio de Marsac, no muy lejos de Bayona, lo recibió como príncipe de Asturias, no como soberano. Tras una simple cena, convencido de que Fernando era un lelo, decidió tratar los asuntos directamente con Escoïquiz. Su propuesta era dura: ningún Borbón debía de reinar en España; como compensación, a Fernando se le daría el reino de Etruria –una entidad artificial creada en Italia por Napoleón que ya se le había entregado al duque de Parma para luego incorporarla a Francia–. En realidad, el rey no tenía nada que hacer. Napoleón le obligó a ceder al caer la tarde del 21 de abril, de lo contrario negociaría con su padre, que estaba al llegar.
En Madrid, nada más salir Fernando hacia Francia, Murat ordenó que se le entregara a Godoy, una petición totalmente fuera de lugar a la que se opuso la Junta Suprema de Gobierno. Sin embargo, fue suficiente una carta del general Belliard, en la que afirmaba que tenía autorización del rey Fernando, para que la oposición cediera. Tras salir de prisión, Godoy emprendió viaje a Bayona, donde llegó el día 26. La presencia del valido en Francia y otra carta, esta vez de Napoleón a Carlos IV, en la que el emperador aseguraba que jamás reconocería al príncipe de Asturias como rey de España, fueron más que suficiente para vencer cualquier resistencia de la vieja pareja real. Tras suplicar al carismático y galante Murat que les permitiese ir a Bayona escoltados por tropas francesas, Carlos IV y su esposa, María Luisa de Parma, que al fin y al cabo era nieta de Luis XV, partieron a Francia el 23 de abril en medio de la indiferencia del pueblo. Una vez en Bayona, a la que llegaron el 30, los recibieron como soberanos no solo los franceses, sino también los españoles, que tenían órdenes al respecto. Los monarcas se reunieron allí con Godoy y con su hijo al que la reina reprochó su conducta. La lamentable familia que regía los destinos de España tendría aún tiempo para someterse a la mayor de las indignidades.
Carlos IV, instigado por Godoy, con quien Napoleón ya se había entrevistado, pidió que le restituyeran sus derechos, pero ante la firme actitud del emperador los cedió a cambio de unas rentas vitalicias. El miserable monarca español acababa de vender, literalmente, su nación. En cuanto a su no menos infame hijo, se dio cuenta entonces de que le habían engañado, e informó al infante don Antonio, en la Junta Suprema de Gobierno en Madrid de lo que sucedía: que España estaba sin rey.
Napoleón tenía en sus manos el destino de la nación, y hasta podía aprovechar cualquier altercado o algarada callejera en nombre de los desposeídos monarcas para imponer su voluntad por la fuerza. Lo que no sabía, ni esperaba, era que el movimiento que se iba a iniciar sería una de las causas principales de su ruina.
UNA FECHA PARA LA HISTORIA
En torno a las ocho de la mañana del 2 de mayo dos coches se encontraban detenidos a las puertas del palacio Real de Madrid. En el primero de ellos, los escasos paseantes vieron subir a María Luisa de Borbón, hija de Carlos IV y reina de Etruria, y observaron que junto a los vehículos había un pelotón de jinetes franceses. Se fueron acercando algunos curiosos, pues desde hacía días los vecinos de la capital permanecían atentos a los movimientos que se producían en las inmediaciones del palacio. Tal vez algunos ciudadanos dedujeron, con acierto, que el segundo coche era para don Francisco, el menor de los infantes. En ese momento, al parecer fue un maestro llamado José Blas Molina y Soriano, quien se adelantó y gritó: "¡Traición!". No hizo falta mucho más. Los ánimos estaban tan encrespados que, casi de inmediato, el centenar de congregados se lanzó hacia las puertas del palacio sin que los guardias reales les impidieran entrar. Al grito de "¡Quieren llevarse al infante!" y "¡mueran los franceses!" se cortaron los tiros de los coches y se desenganchan los caballos. Desde un balcón un caballero repitió a viva voz varias veces: "¡A las armas! ¡A las armas!". El infante salió a un balcón acompañado de los amotinados y saludó a la multitud congregada ante las puertas. A lo largo de las calles que rodeaban el palacio la insurrección se extendió como una mecha de pólvora y pronto la ciudad estalló en un levantamiento general. Lo que en principio parecía ser un motín no muy distinto del de Aranjuez se transformó enseguida en una auténtica revolución.
Un edecán de Murat se dirigió al palacio con intención de conocer lo ocurrido y tras él llegó un soldado aislado. Ambos salvaron la vida por la intervención de un oficial de la guardia valona. Poco después un correo francés fue abatido ante la iglesia de San Juan.
Murat, que actuaba como gobernador de Madrid y que tampoco puede decirse que fuera un avispado negociador –el mismo Napoleón dijo de él "ordénele que ataque y destruya a cuatro o cinco mil hombres en esa dirección y lo hará en un momento; pero déjele solo y se comportará como un imbécil sin juicio"– decidió imponerse por la fuerza bruta a los sublevados. Varias compañías de granaderos de la Guardia Im
perial –lo mejor del ejército francés– fueron enviadas al centro de la ciudad acompañados por dos piezas de artillería. Al llegar, acribillaron a balazos a la multitud congregada y sembraron el suelo de cadáveres. El pánico y la furia fueron ya incontrolables. Se alertó a las tropas del mariscal Moncey que acampaban en los alrededores de la capital y se las ordenó entrar a sangre y fuego. La situación era ya muy complicada, el propio capitán Marcellin Marbot –por entonces ayudante de campo de Murat– tuvo que abrirse paso a sablazos con su escolta de dragones y aun así recibió una cuchillada que le atravesó el dolman.
Por toda la ciudad cayeron asesinados sin contemplaciones los franceses, y en la Puerta del Sol centenares de madrileños se concentraron henchidos de furia. Los jinetes franceses que subían por la Carrera de San Jerónimo fueron tiroteados desde las ventanas; luego, al avanzar por las calles estrechas, les tiraron tiestos, ladrillos y tejas. Varios cayeron muertos y otros se desplomaron heridos. Una vez en la explanada de la Puerta del Sol cargaron contra la multitud. Los mamelucos de la Guardia, coraceros y dragones acuchillaron a hombres, mujeres y niños y avivaron la furia y el odio de los vecinos. Pronto la plaza quedó sembrada de muertos y heridos. Hubo quien trató de huir a la desesperada solo para caer delante de un grupo de cazadores de la Guardia que llegaba por la calle Mayor. Sus sables hicieron una verdadera carnicería.
Poco a poco los oficiales franceses impusieron algo de orden y detuvieron la matanza, pero desde el palacio del duque de Hijar, en la Carrera de San Jerónimo, algunos sublevados se negaron a rendirse y mantuvieron el fuego. En otro intenso pero breve enfrentamiento, los enfurecidos soldados franceses, tras romper las ventanas y puertas de la planta baja, penetraron en el edificio, mataron a todas las personas que encontraron, culpables o inocentes, destrozaron el mobiliario y arrojaron los cadáveres por las ventanas.
En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, los insurrectos se dirigieron al Parque de Artillería, situado en el antiguo palacio de los duques de Monteleón, para hacerse con armas. Allí, algunos artilleros y dos capitanes, Luis Daoíz y Pedro Velarde, haciendo caso omiso de las órdenes de su superior, el capitán general Francisco Javier Negrete, que había impartido instrucciones a las tropas españolas de permanecer acuarteladas y observar una absoluta neutralidad, se unieron a los sublevados.
Se repartieron fusiles y munición, se levantaron barricadas y se preparó un cañón para defender la entrada. Hasta que el general Lagrange, al mando de la brigada Lefranc, llegó con varios centenares de hombres para enfrentarse a los apenas 150 defensores de la posición.
En su auxilio se unieron al combate Juan Malasaña y otros patriotas. En el balcón de su domicilio, en la calle San Andrés, mientras facilitaba pólvora y municiones a su padre, cayó Manuela Malasaña, de 15 años, abatida de un disparo. La otra versión de su muerte es mucho más romántica, pero solo forma parte de las leyendas del 2 de mayo: Manuela, obligada por la dueña del taller de modistas en el que trabajaba como bordadora, permaneció en él mientras los vecinos del barrio luchaban contra los franceses. Cuando cesaron los disparos y regresaba a su casa, una patrulla de soldados galos la interceptó e intentó seducirla, sin lograrlo, ya que se defendió con las tijeras que portaba entre sus ropas. La ejecutaron.
Superiores en número, los franceses tuvieron finalmente que tomar al asalto el parque, defendido heroicamente hasta el final. En Monteleón, atendidos por las monjas del vecino convento de Maravillas, murieron Daoíz, Velarde, Clara del Rey y decenas de héroes anónimos.
Al llegar la noche la ciudad estaba sometida. Madrid parecía un cementerio y la gente aterrorizada no salía de sus casas. Aquí y allá sonaban aún disparos aislados. Los franceses tenían entre 160 y 170 muertos y muchos más heridos. Los madrileños habían perdido a 406 de sus ciudadanos y 172 estaban heridos, según datos, bastante fiables de Pérez de Guzmán. Cifras que no cuentan a los muertos que no eran madrileños de vecindad y han sido ligeramente corregidos en los últimos años mediante estudios más modernos, en los que se han contabilizado a españoles que hoy serían de Perú, Venezuela o Cuba y extranjeros de Suiza, Bélgica e incluso Polonia. Murat tenía ahora un buen pretexto para ocupar militarmente la capital
EL LEVANTAMIENTO DEL 2 DE MAYO MOSTRÓ ALGO IMPORTANTE: QUE HABÍA SIDO ENCABEZADO, LIDERADO Y LLEVADO A CABO SOLO POR EL PUEBLO LLANO, PUES LAS CLASES ALTAS Y LA BURGUESÍA SE ABSTUVIERON DE INTERVENIR.
sin contemplaciones. La Junta de Gobierno se puso de inmediato a sus órdenes y el Consejo de Castilla, que había publicado durante el alzamiento una proclama en la que prohibía maltratar a los franceses, hizo otra en la decretaba ilegales las reuniones en sitios públicos y ordenaba la entrega de las armas blancas y de fuego a las autoridades.
A partir de ese momento Murat decidió actuar de forma implacable. Lo primero era controlar al ejército español, por lo que, tras confirmar la orden de acuartelamiento de Negrete, creó comisiones mixtas con oficiales franceses y miembros del Consejo que, con ayuda de tropas de ambos países, vigilasen y cuidasen del mantenimiento del orden en las calles. La segunda medida fue aplicar un castigo ejemplar a los rebeldes, para lo cual creó una comisión militar presidida por el general Grouchy, en la que había también representantes del ejército español y que sentenció a muerte a todos a aquellos que habían sido cogidos prisioneros con las armas en la mano –es decir, a todos– e incluso a los que no entregasen sus armas en el plazo dado por el Consejo de Castilla. Además, dio instrucciones para que estas proclamas se aplicasen en toda España. El gran duque de Berg pensaba, casi con seguridad, que se había ganado a pulso la corona de España. De hecho, firmó la proclama publicada en La Gaceta de Madrid –el antecesor del Boletín Oficial del Estado– solo con su nombre, Joaquín, como si fuese el soberano en ejercicio. En la carta que escribió a su cuñado esa misma noche, le dijo que había aniquilado las esperanzas de los partidarios de Fernando VII, dándole a entender que podría nombrar ya un nuevo monarca. Por supuesto pensaba que Napoleón le elegiría a él. Estaba muy equivocado.
ESPAÑA SE ALZA EN ARMAS
El levantamiento del 2 de mayo mostró algo importante, que había sido encabezado, liderado y llevado a cabo solo por el pue
blo llano, pues las clases altas y la burguesía se abstuvieron de intervenir y, al igual que el ejército, guardaron un bochornoso silencio mientras mientras "la chusma" era masacrada por los franceses. Esa madrugada, mientras el silencio de la noche era atrozmente roto por las descargas de los fusiles en los altos de la Moncloa, donde se pasó por las armas a los insurrectos, casi nadie era consciente todavía de lo que acababa de ocurrir. El pueblo era por primera vez dueño de su destino. Abandonado por los altos dignatarios de la Iglesia, por la nobleza y por el ejército, acababa de dar una señal que pronto sería escuchada en toda España. La misma tarde del 2 de mayo, fugitivos de Madrid que huían hacia el sur habían llevado las noticias de lo que ocurría en la capital; de los muertos, de la represión, de la violencia. Eso había empujado a Andrés Torrejón, hombre de honor y alcalde de la pequeña villa de Móstoles, a dictar una proclama a sus vecinos instándoles a tomar las armas, "pues no hay fuerzas que prevalecen contra quien es leal y valiente, como los españoles lo
son". Era la primera declaración de guerra contra el invasor de la patria. No la había hecho un ministro, ni un alto dignatario del Estado, del Consejo o de la Junta de Gobierno, tampoco un general. Solo un sencillo alcalde, pero tampoco había nadie más.
El 5 de mayo se conocieron en Bayona los combates de Madrid. También llegaron el infante don Francisco, el infante don Antonio –que había abandonado rápidamente a la Junta de Gobierno tras los sucesos en la capital– y la depuesta reina de Etruria. Con ellos, el enfrentamiento entre Carlos IV y Fernando VII se agravó hasta llegar a extremos vergonzosos. Ese mismo día Fernando renunció a la corona y admitió que Murat fuera nombrado por Carlos IV teniente general del reino. Al emperador, solo le quedó nombrar rey a su hermano. Para terminar con cualquier posible reticencia que tuviera, quitó importancia a lo ocurrido: "Ha habido una gran insurrección en Madrid el día 2 de mayo –le escribió–; treinta o cuarenta mil individuos se han amotinado en las calles y casas, haciendo fuego desde las ventanas. Dos batallones de fusileros de mi guardia y cuatrocientos o quinientos caballos les han hecho volver a la razón. Han muerto más de dos mil hombres del populacho. Se ha aprovechado esta ocasión para decretar el desarme de la capital".
El 24 de mayo Asturias lanzó la primera proclama contra los franceses, firmada por don Álvaro Flórez Estrada, notable economista e ilustrado. En los días siguientes, lo hicieron Murcia, Aragón, Andalucía, Galicia... En apenas tres semanas toda la Península se alzó en armas contra los franceses. La "úlcera española", en palabras del propio emperador, se convertiría a la postre en un problema sin solución para Francia, pues, además, ofreció a los británicos un escenario en el que desgastar a su enemigo. Es posible que Napoleón entendiese pronto el error que había cometido, pero fue incapaz de enmendarlo. Enfrentados en la Península a la resistencia popular, a los animosos e improvisados ejércitos españoles y a los ejércitos regulares de Gran Bretaña y Portugal, los franceses no lograron ni aniquilar a las guerrillas hispanas que se crearon, ni imponerse en campo abierto a los aliados.