LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA
EN 1212, LOS CRISTIANOS OLVIDARON SUS DISENSIONES Y PELEAS TERRITORIALES Y ADOPTARON UN OBJETIVO COMÚN: DERROTAR A LOS ALMOHADES. LA VICTORIA SE CONOCERÍA CON EL TIEMPO COMO DE LAS NAVAS DE TOLOSA.
EN 1212, LOS CRISTIANOS OLVIDARON SUS DISENSIONES Y SUS PELEAS TERRITORIALES Y ADOPTARON UN OBJETIVO COMÚN. UNO DE LOS MOMENTOS MÁS DECISIVOS DE ESE AÑO FUE LA ALIANZA ENTRE ALFONSO VIII DE CASTILLA, SANCHO VII DE NAVARRA, PEDRO II DE ARAGÓN Y ALFONSO II DE PORTUGAL, QUE EL LUNES 16 DE JULIO LOGRARON DERROTAR EN UN CHOQUE CAMPAL CERCA DE LA ACTUAL LOCALIDAD DE SANTA ELENA, JAÉN, A LOS ALMOHADES. LA VICTORIA SE CONOCERÍA CON EL TIEMPO COMO DE LAS NAVAS DE TOLOSA, Y PERMITIRÍA OCUPAR TODA LA REGIÓN SUR A EXCEPCIÓN DEL REINO NAZARÍ DE GRANADA.
AFINALES DEL SIGLO XII LA RECONQUISTA PARECÍA HABER LLEGADO A UN PUNTO MUERTO. EN LA ZONA MUSULMANA HABÍA UN NUEVO PODER: LOS ALMOHADES, PROCEDENTES DEL SUR DE MARRUECOS. En la parte cristiana existían diferencias entre sus reyes. Alfonso VII de Castilla pactó con los almorávides para contener a los almohades. su muerte accedió al trono su hijo Alfonso VIII
que intentó prolongar la obra de su progenitor.
En paralelo, el 20 de abril de 1194 Castilla y León firmaron el Tratado de Tordehúmos, Valladolid, mediante el que el monarca castellano se comprometía a devolver las posesiones leonesas que había ocupado, y el leonés a contraer matrimonio con la hija de Alfonso VIII, Berenguela. En el caso de que Alfonso IX de León falleciera sin descendencia, su reino se anexionaría a Castilla.
Los acuerdos con el reino de León permitieron a Alfonso VIII centrarse en los almohades y romper la tregua que mantenía con ellos. De inmediato emprendió una serie de incursiones que, de la mano del arzobispo de Toledo, Martín López de Pisuerga, llegaron hasta Sevilla.
Abu Yaqub Yusuf al-Mansur, el califa almohade en ese momento, no era de los que estaban dispuestos a permitir afrentas. Se encontraba en el norte de África, cruzó el estrecho de Gibraltar y desembarcó en Tarifa camino de tierras castellanas. Al recibir la noticia, Alfonso VIII reunió a su ejército en Toledo y, aunque consiguió el refrendo de los reyes de León, Navarra y Aragón, no esperó la llegada de sus tropas y se dirigió hacia Alarcos, una ciudad-fortaleza en construcción situada a pocos kilómetros de la actual Ciudad Real, junto al río Guadiana. Allí, el 19 de julio de 1195, sufrió una contundente derrota. Fue una desastre militar y político que dejó al alcance de los musulmanes la conquista de Toledo. Se prolongó con solo pequeñas escaramuzas hasta 1211. En los últimos meses del año, Alfonso VIII comenzó los preparativos para una gran expedición militar. No solo movilizó efectivos castellanos, también logró que acudieran tropas del resto de reinos de la Península.
LOS PREPARATIVOS
EL NUEVO ARZOBISPO DE TOLEDO ACONSEJÓ A ALFONSO VIII QUE SE DIRIGIERA AL PAPA, INOCENCIO III, PARA PEDIRLE QUE PROCLAMARA CRUZADA SU CAMPAÑA CONTRA LOS MUSULMANES. LO HIZO A FINALES DE ABRIL DE 1212.
El nuevo arzobispo de Toledo, Antonio Jiménez de Rada, aconsejó a Alfonso VIII que se dirigiera al Papa, Inocencio III, para pedirle que proclamara cruzada su campaña contra los musulmanes. Lo hizo a finales de abril de 1212 y enseguida fue predicada por toda Europa. El rey de Navarra acabó por prestar apoyo a Castilla. El monarca de León no lo hizo de forma directa, pero, sí consintió que muchos caballeros leoneses y gallegos se incorporasen a las fuerzas castellanas. El rey de Aragón acudió con 3.000 soldados; y así, durante varias semanas, miles y miles de
combatientes europeos, sobre todo franceses y portugueses, se dieron cita en Toledo el 20 de mayo, octava de Pentecostés. Un mes después, comandado por Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón, Sancho el Fuerte de Navarra, el arzobispo de Toledo y los obispos de Narbona, Burdeos y Nantes, el enorme ejército se puso en marcha por el camino de Córdoba. Cuando llegó a los pasos de Sierra Morena, comprobó que estaban en poder de los musulmanes. El califa Muhámmad an-Násir, conocido con el sobrenombre de Miramamolín en tierras cristianas –la deformación del título árabe Amir al-Mu'minin o Príncipe de los Creyentes–, tras haber invernado en Sevilla, se había dirigido a Jaén y los había bloqueado.
El 13 de julio se presentó ante Alfonso VIII un pastor, Martín Alhaja, que decía conocer un paso seguro que los almohades no vigilaban. Nada se perdía con probar. El veterano Diego López de Haro, acompañado de García Romeo y un destacamento de exploradores, marcharon junto a Alhaja. Fueron primero al oeste y luego hacia el sur, a través de los actuales parajes del Puerto del Rey y Salto del Fraile, por algunos tramos de la calzada romana del Empedraíllo. Salieron a la explanada de la Mesa del Rey.
López de Haro comunicó al rey que el paso era perfecto, justo lo que necesitaban. Al siguiente amanecer, el grueso del ejército levantó el campamento y acampó en la Mesa del Rey. Los dos inmensos ejércitos se encontraban así frente a frente, apenas a cuatro o cinco kilómetros, sin ningún obstáculo natural que impidiera su encuentro.
Perdida su ventaja inicial y obligado a combatir sobre un terreno que no había elegido, An-Nasir decidió plantear la batalla lo antes posible para evitar que los cansados cristianos
y sus caballos se repusieran de las fatigas de la caminata. Formó a sus tropas, se situó de la mejor manera posible en una posición elevada –el cerro de los Olivares– y envió columnas de caballería y arqueros para que empezaran a hostigar a las posiciones enemigas. Los reyes cristianos no aceptaron su envite. Esa jornada la actividad bélica se redujo a pequeñas escaramuzas sin importancia.
Al día siguiente, domingo 15 de julio, los almohades amanecieron formados en orden de combate y se mantuvieron así hasta mediodía. Nuevamente los cristianos eludieron el encuentro y se contentaron con librar escaramuzas poco decisivas.
Durante la noche circuló por el campamento cristiano la orden de prepararse para la lucha. Los clérigos administraron la absolución a los cruzados, que aprestaron sus arreos y armas, y, cuando amaneció, ya estaban las fuerzas desplegadas. Tras las bendiciones pertinentes, a las 9 de la mañana del 16 de julio, Alfonso VIII ordenó finalmente el ataque.
LA LUCHA
Tres cuerpos de ejército dispuestos en línea ocuparon la llanura. El central, que sería el eje de la lucha, formado por las tropas de Castilla, con López de Haro en vanguardia; a su izquierda, las de Aragón con Pedro II al frente, y a la derecha, los navarros de Sancho el Fuerte. Las dos alas se reforzaron con tropas de varios concejos castellanos. Cada uno de estos cuerpos estaba dividido a su vez en tres hileras ordenadas en profundidad.
La segunda línea la formaron los caballeros templarios, al mando del maestre de la Orden, Gómez Ramírez; los caballeros hospitalarios, los de Uclés y los de Calatrava.En la retaguardia iba Alfonso VIII acompañado por el arzobispo de Toledo y otra media docena de obispos castellanos y aragoneses.
EL SECRETO DE LOS JINETES TURCOS RADICABA EN SUS ARCOS ESPECIALMENTE POTENTES Y EN LA TÁCTICA QUE EMPLEABAN: PODÍAN DISPARAR CON EL CABALLO A GALOPE Y EN CUALQUIER DIRECCIÓN.
Los nobles caballeros y freires de las órdenes militares eran combatientes profesionales que se hacían acompañar de peones y servidores con gran experiencia, pero a las tropas de los concejos, aportadas por las ciudades castellanas, les faltaba entrenamiento. Se dispuso por ello que combatieran mezclados con los profesionales, para que formaran una fuerza homogénea y la infantería y la caballería se prestaran apoyo mutuo.
El dispositivo almohade no era menos formidable. Tropas de las más variadas procedencias, representantes de cada kabila y tribu del imperio, habían acudido a la llamada de guerra santa, y tras convivir durante año y medio se habían preparado para el encuentro. Su plan era simple y efectivo. Primero, sus tropas ligeras, fanáticos voluntarios árabes, bereberes, almohades y andalusíes, aspirantes a ganar el Paraíso, desorganizarían al enemigo. Luego, los hábiles arqueros de An-Nasir sembrarían la muerte en las líneas castellanas. Eran agzaz, turcos llegados al Imperio almohade, vía Egipto, unos veinticinco años atrás. El padre de An-Nasir, el vencedor de Alarcos, uno de los más expertos generales de su tiempo, los había incorporado a su ejército y los pagaba espléndidamente. El secreto de los jinetes turcos radicaba en sus arcos especialmente potentes y en la táctica que empleaban: podían disparar con el caballo a galope y en cualquier dirección.
Una vez que el enemigo se hubiese desgastado y estuviese en terreno desfavorable, entrarían en combate los almohades para dar el golpe definitivo. Si alguna carga de los cruzados llegaba hasta la retaguardia musulmana, las formidables defensas de su palenque y la guardia bastarían para detenerla. Los componentes de la guardia eran fanáticos voluntarios, los imesebelen –desposados– que, ligados por un juramento, ofrecían sus vidas en defensa del islam y se hacían atar por las rodillas o al suelo –hay opiniones dispuestas a confirmar ambos argumentos– para asegurarse de que se sacrificarían llegado el caso. La de los ime
sebelen es una institución que con diversos nombres ha perdurado hasta nuestros días.
Aunque es difícil calcular las fuerzas que iban a enfrentarse, pues las fuentes varían enormemente, ambos contendientes estaban próximos a los 100.000 efectivos, cifra probablemente superada por los musulmanes y algo inferior para los cristianos; unos ejércitos de enormes dimensiones para la época.
El campo de batalla era relativamente estrecho –entre dos y tres kilómetros de ancho– y estaba delimitado en ambos lados por fuertes desniveles y barrancos formados por los arroyos del Rey y de la Campana. La vanguardia cristiana descendió de la Mesa del Rey y cargó contra el enemigo a lo largo del llano. Las avanzadas musulmanas se dispersaron y los cristianos prosiguieron su galopada hacia los altozanos contiguos, donde estaba apostado un gran contingente enemigo. Allí se produjeron los primeros choques.
La táctica seguida por los cristianos era la clásica de los ejércitos europeos de la época que tenían en la caballería acorazada su principal fuerza ofensiva. Todos los movimientos estaban orientados a lanzar oleadas sucesivas de caballeros que cabalgaban muy unidos contra la formación enemiga con el objetivo de desbaratarla. Si la carga no era profunda y la absorbía la formación atacada, los caballeros quedaban a merced del enemigo. En Las Navas, el éxito del ejército cristiano se debió en buena parte a que el número de combatientes fue suficiente
EL CAMPO DE BATALLA ERA RELATIVAMENTE ESTRECHO Y ESTABA DELIMITADO EN AMBOS LADOS POR FUERTES DESNIVELES Y BARRANCOS FORMADOS POR LOS ARROYOS DEL REY Y DE LA CAMPANA.
como para lanzar sucesivas cargas a un ritmo que hizo imposible que lo soportara el cuerpo central del ejército enemigo almohade.
Frente a la brutal potencia de la caballería acorazada cristiana, los musulmanes presentaban una estrategia que consistía en atacar, retirarse y, por último, contraatacar. Era la misma que les había dado la victoria en Alarcos. La imposibilidad de ponerla en práctica, las rivalidades internas y las numerosas deserciones finales, llevarían al inevitable fracaso almohade.
Después de un duro enfrentamiento inicial, los atacantes, que comenzaban a desorganizarse, atravesaron con dificultad la segunda línea. Allí los esperaba el grueso de los almohades y los arqueros turcos, que los recibieron en un alto, los contuvieron y los atacaron pendiente abajo.
Los caballeros se mantuvieron firmes, pero las endebles tropas de los concejos comenzaron a ceder terreno. Cuando todo parecía estar perdido, caballeros de los tres reinos, unidos en una potente carga final, consiguieron abrirse camino hasta caer sobre la guardia de An-Nasir. Dice la tradición que Sancho VII de Navarra fue el primero en romper sus cadenas, lo que obligó al califa a huir a toda prisa. Sus últimos súbditos leales le prestaron un caballo para que pudiera refugiarse tras los muros de Jaén.
Cuando los almohades, los árabes y los kabilas bereberes vieron que los voluntarios habían sido exterminados por completo, que los andaluces huían, que el combate arreciaba contra los que quedaban, y que cada vez los cristianos eran más numerosos, se desbandaron y abandonaron al califa. Desde ese momento cada musulmán intentó escapar del campo de batalla como pudo mientras los cristianos llevaban a rajatabla la máxima tradicional de la caballería: perseguir y destruir por completo al enemigo. El degüello de musulmanes duró hasta la noche. Esa jornada hubo pocos cautivos.
Con la victoria, la puerta de Andalucía quedó abierta. Alfonso VIII conquistó después Navas, Vilches y Baños, Baeza y Úbeda. El empuje cristiano era ya imparable. Sin embargo, diversas circunstancias, incluida la peste, retrasarían la Reconquista todavía casi tres siglos.