Clio Historia

EL EXILIO DEL EMPERADOR

- POR MIGUEL DEL REY, HISTORIADO­R

TRAS LA DERROTA DE LA BATALLA DE WATERLOO SE INICIÓ EL OCASO DEL EMPERADOR FRANCÉS QUE ACABÓ SUS DÍAS EN EL EXILIO. ESTE ES EL FINAL DE UNO DE LOS PERÍODOS MÁS SORPRENDEN­TES DE LA HISTORIA DE FRANCIA Y DEL PROPIO NAPOLEÓN BONAPARTE

A LAS 10 DE LA NOCHE DEL 18 DE JUNIO DE 1815, SOBRE EL EXTENSO TERRENO EMBARRADO ENTRE LA POBLACIÓN BELGA DE GENAPPE Y UNA DESTROZADA GRANJA, LA BELLE ALIANCE, POCOS KILÓMETROS AL NORTE, SE EXTENDÍAN EL SILENCIO Y LA DESOLACIÓN HASTA DONDE ALCANZABA LA VISTA. HACÍA UNA HORA QUE SE HABÍA DADO POR TERMINADA UNA DESCOMUNAL Y SANGRIENTA BATALLA. ERA UN DESASTRE POR SU MAGNITUD Y DISPENDIO DE VIDAS: 5.000 BAJAS EN EL COMBINADO BRITÁNICO-HOLANDÉS, 2.000 DEL LADO PRUSIANO Y 20.000 POR PARTE FRANCESA.

CONTRARIAM­ENTE A LO QUE PUEDA PENSARSE DEBIDO AL CONSTANTE MARTILLEO AL QUE LO HA SOMETIDO LA HISTORIA, EL ENFRENTAMI­ENTO EN WATERLOO NO FUE TAN DECISIVO COMO PROCLAMARO­N DE INMEDIATO LOS BRITÁNICOS, QUE EMPEÑADOS EN LA PENÍNSULA EN UNA LUCHA QUE SE CONSIDERAB­A SECUNDARIA, HASTA ESE MOMENTO SE HABÍAN VISTO DESPLAZADO­S DEL TEATRO DE GUERRA EUROPEO Y QUERÍAN OCUPAR UN PUESTO DE PRIVILEGIO EN EL FUTURO CONCIERTO DE LAS NACIONES NEOABSOLUT­ISTAS. De hecho, Napoleón Bonaparte ya había perdido cualquier posibilida­d de vencer en la campaña iniciada tras su fuga de la isla italiana de Elba desde el momento que en Ligny, tras derrotar a los prusianos, fue incapaz de impedir que se retiraran hacia el norte y siguieran en contacto con Wellington. Es más, el mismo Wellington, que había dado en España pruebas suficiente­s de ser un hombre calculador, jamás se hubiera planteado iniciar la batalla sin la absoluta seguridad de que los prusianos le iban a apoyar.

Tampoco hubiese cambiado nada de haber vencido Bonaparte. A los aliados les quedaba un ejército prusiano completo, otro austriaco y uno ruso, aún más grande que los anteriores, que venía en camino. Incluso es más que probable que los británicos hubieran seguido encargados de financiar la coalición aliada, como hicieron con las seis anteriores. A Francia, en cambio, ya apenas le quedaban recursos.

La noticia de la derrota de Waterloo llegó a París la mañana del 21 de junio, y se confirmó esa tarde en el boletín aparecido en Le Moniteur universel, órgano de propaganda del régimen. El sábado 24, el Diario General de Francia publicaba un relato de la batalla en el que, al concluir la relación del ataque de la Guardia, y la demanda hecha por los generales británicos a rendirse decía: "El general Cambronne respondió a ese mensaje con estas palabras: ¡La Guardia Imperial muere y no se rinde! Hoy, la Guardia Imperial y el general Cambronne ya no existen".

Ese comentario, que apoyado en una proclama de la Cámara de Diputados no buscaba más que dar consuelo y esperanza a los ciudadanos en un momento desesperad­o, sería el origen de otra indestruct­ible leyenda con la batalla como telón de fondo, pero basada en dos afirmacion­es falsas: la primera, que Cambronne había muerto. No era cierto, había sido herido en la cabeza y estaba prisionero. La segunda, que esa frase había salido de su boca. Tampoco lo era; en esos intensos momentos de agotamient­o y rabia, no se había dedicado a pensar en valerosas citas para la posteridad, solo había contestado con un sonoro "¡Mierda!". Algo similar le pasaría a Napoleón: sus últimos momentos en el poder los pasaría entre la realidad y la leyenda.

PUNTO FINAL

Mientras los restos de su ejército derrotado cruzaban la frontera belga, seguidos de Wellington y Blücher, Napoleón también llegó a las afueras de la capital el 21 de junio tras tres largos días de viaje, pero poco antes de las 8 de la mañana. Fue directamen­te al palacio del Elíseo, pidió tomar un baño y luego se dirigió a presidir un accidentad­o Consejo de Ministros.

Se cuenta que todavía parecía aferrado a la esperanza de una resistenci­a nacional, pero es difícil de creer, pues su situación era insostenib­le. Pronto llegarían los aliados, que habían evacuado la ciudad hacía apenas un año tras

LA NOTICIA DE LA DERROTA DE WATERLOO LLEGÓ A PARÍS LA MAÑANA DEL 21 DE JUNIO, Y SE CONFIRMÓ ESA TARDE EN EL BOLETÍN APARECIDO EN "LE MONITEUR UNIVERSEL", ÓRGANO DE PROPAGANDA DEL RÉGIMEN.

obligarlo a dejar el trono y llevarlo al exilio, y esta vez, estaba seguro, no le regalarían el mantenerlo en libertad a poca distancia de Francia. Además, el pueblo pedía a gritos que se marchase. «Mi carrera política ha terminado», aseguró esa misma noche a sus familiares.

La mañana del día 22, al tiempo que sus soldados se batían para impedir la invasión del país, decidió dar por concluido su intento de restauraci­ón y abdicó en favor de su hijo, Napoleón II. Fue un acto meramente representa­tivo, un tanto ridículo, porque el rey de Roma estaba en Austria, con su madre, la emperatriz María Luisa, y Austria en guerra con Francia. Obviamente nadie tenía intención de dejar que el niño –tenía 4 años– fuera el soberano de un Imperio francés al que se le negaba cualquier principio de legitimida­d. De hecho, se nombró el día 23 un gobierno provisiona­l dirigido por el intrigante Joseph Fouché, antiguo jefe de la policía, con el mariscal Louis Davout como ministro de guerra. Claramente, era hora de salvaguard­ar lo que quedaba, y eso podría hacerse mejor bajo el escudo de legalidad que pensaba desplegar el incombusti­ble Charles Talleyrand.

Pero eso a Napoleón ya apenas le importaba. Tenía un plan: cruzar el Atlántico, establecer­se en Estados Unidos, comprar una propiedad y dedicarse a la lectura y la ciencia. Se veía a sí mismo perfectame­nte asentado en lo que por entonces era un pequeño pueblo, Cincinnati, fundado en 1788 como Losantivil­le, pero renombrado dos años después por Arthur St. Clair, gobernador del Territorio del Noroeste, en honor a

la Sociedad de los Cincinnati, de la cual era presidente. No era una elección al azar, la sociedad, que llevaba su nombre en honor de un patricio romano del siglo V a.C. llamado Lucius Quinctius Cincinnatu­s –un hombre que vivía de manera frugal y trabajaba él mismo sus tierras–, se había fundado tras la independen­cia de los británicos y solo aceptaba miembros que hubieran servido desinteres­adamente a la patria.

Para su viaje, el emperador disponía de una identidad falsa, la de coronel Muiron. En un aparte le confió a Gaspard Monge, el matemático que lo había acompañado a Italia y Egipto cuando solo era general y que seguía siendo uno de sus fieles: "Quiero hacer una nueva carrera, dejar trabajos, descubrimi­entos dignos de mí. Necesito un compañero que me informe del estado actual de la ciencia. Luego caminaremo­s juntos por el Nuevo Mundo desde Canadá hasta Cabo de Hornos".

En esas estaba cuando el día 25 Fouché le insinuó de manera poco sutil que abandonara París. No había conseguido que ni Blücher ni Wellington le dieran un salvocondu­cto. Habían asegurado que no tenía autoridad de su gobierno, o de los aliados, para dar respuesta a tal demanda. Esa misma tarde Napoleón salió hacia Malmaison, la antigua residencia de la fallecida Josefina, por el portón trasero del parque del palacio, para evitar a la multitud reunida frente a la entrada principal. Su última ocupación oficial fue quemar varios documentos y recibir a algunos antiguos altos funcionari­os.

La proximidad de los prusianos, que tenían órdenes de apresarlo vivo o muerto, le obligó también a huir de allí. Recogió muebles, libros e instrument­os científico­s y vestido de burgués y acompañado de los generales Bertrand y Gourgaud y otros amigos devotos, partió hacia Rochefort, en el golfo de Vizcaya, a las 5 de la tarde del 29 de junio. En el puerto le esperaban dos fragatas, la Saale, al mando del capitán Pierre-Henri Philibert y la Medusa, a las órdenes del capitán Ponée. Fouché las había puesto a su disposició­n para cruzar el Atlántico.

EN PARALELO A LAS AVENTURAS DE BONAPARTE, FRANCIA VIVÍA DURANTE ESAS JORNADAS UN ENORME DESASOSIEG­O. JEAN-DEDIEUS SOULT FUE DESTITUIDO Y SE LE DIO EL MANDO AL CONTROVERT­IDO MARISCAL GROUCHY.

Había escapado por poco de caer en manos de los prusianos. Blücher, al enterarse de que vivía en Malmaison, envió el 28 de junio al teniente coronel Friedrich von Colomb con el 8.º de húsares y dos batallones de infantería para asegurar el puente de Chatou, sobre el Sena, que daba acceso a la residencia. El mariscal Davout, cuando supo que los prusianos se acercaban, ordenó al general Becker, que dirigía a los dragones y a la infantería de la Guardia imperial, que destruyera el puente. Von Colomb, que no conocía la zona, no pudo acceder a Malmaison, no sabía que había un vado a 800 metros y que Napoleón aún no se había marchado.

En paralelo a las aventuras de Bonaparte, Francia vivía durante esas jornadas un enorme desasosieg­o. Jean-de-Dieu Soult, que dirigía el Ejército del Norte en retirada, fue destituido y se le dio el mando al controvert­ido mariscal Grouchy –¿casualidad o agradecimi­ento por no llegar a tiempo en Waterloo?–. La razón, según Soult, fue que el Gobierno Provisiona­l sospechaba de su fidelidad. Es lo más probable, pues es imposible explicar de otra forma que se prescindie­ra de un hombre claramente superior a su sucesor en cualidades y habilidade­s.

El rápido avance de los ejércitos de la Coalición hizo que Grouchy redoblara su velocidad para llegar a París antes que ellos. En la capital, entre los restos del ejército y los guardias nacionales disponía de más de 40.000 hombres, todavía una fuerza formidable capaz de mucha resistenci­a.

Al tiempo que avanzaban los prusianos, Wellington también continuaba sus operacione­s. El 27 de junio, cuando ambos ejércitos ya estaban muy próximos, Fouché de

cidió inclinarse por uno de los bandos y escribió una carta al comandante británico. Entre elogios y parabienes, se ponía prácticame­nte a sus órdenes, le solicitaba que detuviera los combates y le pedía que diera la guerra por terminada. ¿Pactó también entregarle el emperador y le contó sus intencione­s? Es posible, pero eso no está por escrito.

EL SUEÑO AMERICANO

Según quedó acordado en la Convención de St. Clou firmada el 3 de julio, el ejército francés, a las órdenes del mariscal Davout, abandonó París y se dirigió al Loira. El día 7, los dos ejércitos de la coalición ocuparon la ciudad. La Cámara de Pares, que había recibido del Gobierno Provisiona­l una notificaci­ón del curso de los acontecimi­entos, dio por terminadas sus sesiones; la Cámara de Representa­ntes protestó, pero en vano. Su presidente dimitió, se cerraron las puertas, y todos los accesos quedaron custodiado­s por tropas extranjera­s.

El 8 de julio, Luis XVIII entró en París aclamado por el pueblo y volvió a ocupar el trono. Ese mismo día, Napoleón embarcó en la Saale y se dirigió acompañado del Medusa, en el que viajaba un pequeño séquito, a un fondeadero frente a la isla de Aix, con la intención de esperar las condicione­s meteorológ­icas favorables para zarpar hacia América.

El día 10 fue la primera vez que el viento sopló a favor. Se levaron anclas y se comenzaron a desplegar las velas, pero apareciero­n los británicos.

El Belleropho­n, un navío de su majestad de 74 cañones a las órdenes del capitán Frederick Maitland llevaba apostado frente a Rochefort desde antes de la batalla de Waterloo, su misión era vigilar a los buques de guerra franceses estacionad­os en el puerto. Las noticias de todo lo acontecido le llegaron el 28 de junio, seguidas de una carta enviada

DURANTE LAS DOS SEMAÑAS EN QUE EL EMPERADOR RESIDIÓ EN AGUAS TERRITORIA­LES BRITÁNICAS, LOS INGLESES, QUE LE TENÍAN UNA MEZCLA DE ADMIRACIÓN, ODIO Y MIEDO, SE APELOTARON PARA VERLO PASEAR POR CUBIERTA.

desde Burdeos que le advertía de que Napoleón planeaba fugarse a América desde la costa atlántica. La nota indicaba que probableme­nte lo hiciera desde Burdeos, por lo que se requería allí su presencia. Maitland no estaba de acuerdo. Pensaba que era más probable que fuese Rochefort el lugar elegido, pero no podía eludir las órdenes. Decidió enviar a los dos buques más pequeños de que disponía a cubrir respectiva­mente Burdeos y Arcachon. Acababa de demostrar que tenía razón.

Cuentan las crónicas que Philibert le propuso a Ponée que entablara combate con el Medusa mientras él escapaba con la Saale, a lo que se negó rotundamen­te. De una forma u otra, Napoleón, que ya estaba cansado, hizo oídos sordos a los que le sugirieron que abandonara Rochefort y se embarcara más discretame­nte en el estuario del Gironda y autorizó llegar a un acuerdo con Maitland. Las conversaci­ones se iniciaron el 10 de julio.

El británico se negó a permitir que el emperador navegara hacia América, pero se ofreció a llevarlo a Inglaterra. Aseguró a los emisarios de Napoleón que, tal y cómo le habían confirmado, no en calidad de prisionero, sino como invitado del pueblo inglés. La propuesta era tentadora, porque en cuanto pusiera un pie en Gran Bretaña podría acogerse al Habeas Corpus, que prohibía encarcelar­le sin juicio. Además, en Francia no podía esperar nada bueno del regreso de los Borbones.

Las negociacio­nes se prolongaro­n durante cuatro días. Finalmente, Napoleón accedió. El 15 de julio se embarcó

en el Belerofont­e con su personal y sus sirvientes. Maitland puso a su disposició­n su propio camarote y al día siguiente zarpó hacia Inglaterra. Llegó a Torquay, Devon, el 24 de julio. A pesar de sus protestas, a Napoleón no se le permitió desembarca­r en Gran Bretaña. Durante las dos semanas que el emperador residió en aguas territoria­les británicas, los ingleses, que le tenían una mezcla de admiración, odio y miedo, se apelotonar­on para verlo pasear por cubierta.

El 4 de agosto el Belleropho­n puso proa a la base naval de Plymouth, mientras el gobierno discutía el destino de Bonaparte. El día 7, a la altura de Berry Head, Maitland recibió la orden de que Napoleón y su personal fueron trasladado­s al Northumber­land, un navío de línea de tercera clase que estaba al mando del contraalmi­rante sir George Cockburn. Se había tomado una decisión.

La única preocupaci­ón de los ministros británicos era asegurarse de que el "general Bonaparte" no interfirie­ra en los asuntos europeos, y con la experienci­a de Elba no iban a caer en la tentación de ser indulgente­s. Dispusiero­n recluirlo para siempre en la isla de Santa Elena, perdida en medio del Atlántico, aunque eso supusiera desafiar la ley. Estaban seguros de que la Francia de Luis XVIII no tenía ninguna intención de defender los intereses del más engorroso de sus ciudadanos.

El Northumber­land zarpó con la marea del 8 de agosto, durante la travesía, cuando se hablaba del "emperador", el almirante fingía no entender: "No hay ningún emperador a bordo", contestaba.

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 ??  ?? LA BATALLA DE WATERLOO. OBRA DE HENRI FÉLIX PHILIPPOTE­AUX REALIZADA EN 1874. MUSEO DE VICTORIA Y ALBERTO, LONDRES.
LA BATALLA DE WATERLOO. OBRA DE HENRI FÉLIX PHILIPPOTE­AUX REALIZADA EN 1874. MUSEO DE VICTORIA Y ALBERTO, LONDRES.
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JOSEPH FOUCHÉ, PRIMER PRESIDENTE DEL GOBIERNO PROVISIONA­L. OBRA DE CLAUDEMARI­E DUBUFE PINTADA HACIA 1815. PALACIO DE VERSALLES.
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NAPOLEÓN REGRESA DE LA ISLA DE ELBA. OBRA DE CHARLES DE STEUBEN REALIZADA EN 1818. COLECCIÓN PARTICULAR.
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EL BELLEROPHO­N, EN EL CENTRO DE LA IMAGEN, RODEADO DE GENTE EN PEQUEÑAS EMBARCACIO­NES DISPUESTA A VER A NAPOLEÓN. OBRA DE JOHN JAMES CHALON. NATIONAL MARITIME MUSEUM, GREENWICH.
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 ??  ?? NAPOLEÓN, A BORDO DEL BELLEROPHO­N, VE ALEJARSE LA COSTA FRANCESA LA MAÑANA DEL 23 DE JULIO DE 1815. EL EMPERADOR ESTUVO PRESO EN EL BUQUE HASTA EL 7 DE AGOSTO, QUE EMBARCÓ EN EL NORTHUMBER­LAND RUMBO A SANTA ELENA. OBRA DE CHARLES LOCK EASTLAKE REALIZADA EN 1815. NATIONAL MARITIME MUSEUM, GREENWICH.
NAPOLEÓN, A BORDO DEL BELLEROPHO­N, VE ALEJARSE LA COSTA FRANCESA LA MAÑANA DEL 23 DE JULIO DE 1815. EL EMPERADOR ESTUVO PRESO EN EL BUQUE HASTA EL 7 DE AGOSTO, QUE EMBARCÓ EN EL NORTHUMBER­LAND RUMBO A SANTA ELENA. OBRA DE CHARLES LOCK EASTLAKE REALIZADA EN 1815. NATIONAL MARITIME MUSEUM, GREENWICH.

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