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MARÍA TUDOR, la reina de FELIPE II

- POR SANDRA FERRER

Fue la prmera mujer en ser coronada reina de Inglaterra. Aunque tuvo un reinado breve y convulso, protagoniz­ado por el constante litigio con su propia hermana, su leyenda se mantiene viva hasta hoy en día.

PRIMERA MUJER EN SER CORONADA REINA DE INGLATERRA, MARÍA TUDOR TUVO UN REINADO BREVE Y CONVULSO PROTAGONIZ­ADO POR EL CONSTANTE LITIGIO CON SU PROPIA HERMANA QUIEN ABANDERARÍ­A UNA CAMPAÑA DE DESPRESTIG­IO CONTRA ELLA. LEYENDA NEGRA QUE SE MANTIENE VIVA HOY EN DÍA.

LA HISTORIA DE LA REINA MARÍA TUDOR ES LA HISTORIA DE UN CONSTANTE ENCUENTRO Y DESENCUENT­RO CON SU PROPIO PUEBLO. Enfrentada a su padre y a su hermana; deslegitim­ada una y otra vez, María sufrió la terrible caída en desgracia de su madre, Catalina de Aragón. Se vio desposeída de todo y de sus fieles servidores y en más de una ocasión vio peligrar su vida. Aun así, se mantuvo fiel a la memoria de su madre, la reina legítima para ella y muchos de los súbditos de Enrique VIII, y sobrevivió a una de las épocas más convulsas de la historia de Inglaterra. El destino quiso que el trono inglés quedara vacío de candidatos varones, lo que le dio la oportunida­d de resarcir todos los agravios sufridos contra su persona. Pero si el tiempo que pasó esperando para alzarse como soberana fueron años duros, no menos lo sería su vida con la corona puesta.

UNA NIÑA EN PELIGRO

María Tudor conoció una felicidad muy breve durante los primeros años de matrimonio de sus padres. Enrique VIII se había casado con Catalina de Aragón, viuda de su desapareci­do hermano Arturo. Hija pequeña de Isabel I de Castilla y Fernando de Aragón, Catalina era una mujer inteligent­e y culta que pronto se ganó la confianza de su marido el rey con quien compartió no solo la intimidad de una pareja de recién casados, sino también los asuntos de gobierno, llegando incluso a ejercer como regente durante las ausencias de Enrique en el campo de batalla.

Enrique VIII amaba a su esposa, pero esperaba de ella que, además de saber bailar o cazar, fuera una mujer fértil que le diera pronto un heredero al trono. Algo que Catalina no podría darle. Una serie de embarazos malogrados fueron compensado­s con la llegada al mundo de María, el 18 de febrero de 1516, casi siete años después de convertirs­e en marido y mujer.

Los tres primeros años de vida de la princesa María permaneció bajo la protección y el amor maternal de Catalina. Mientras, el rey, esperanzad­o en que su esposa daría pronto a luz a otro hijo, hacía ya planes para situar a María en el intrincado tablero político de la Europa Moderna.

Con tan solo dos años de edad ya había sido prometida al Delfín de Francia, pero no sería el único pretendien­te pues su padre no dejó de jugar con su destino. La lista de candidatos se fue modificand­o a medida que pasaban los años y la posibilida­d de que Catalina engendrara un hijo varón se reducía peligrosam­ente. Si María iba a ser finalmente reina, no podía casarse con un rey o un emperador que podría llegar a suplantar a su esposa como rey de Inglaterra.

En 1519 María ya tenía un hermano pero no era un hijo legítimo. Enrique Fitzroy era fruto de uno de los muchos amoríos que tenía y tendría su padre y al que no se le quitaría, al menos de momento, la posibilida­d de ser incluido en la sucesión real. A medida que María crecía, su popularida­d también se incrementa­ba. Todo el mundo quería verla. Incluso Enrique, su padre, llegó a sentir celos de su pequeña princesa al eclipsarlo en los desfiles y aparicione­s públicas. El pueblo quería a aquella niña. Igual que adoraba a su madre la reina Catalina.

El rey, sin embargo, hacía tiempo que había dejado de lado a su reina y se regocijaba en brazos de otras mujeres. También hizo oídos sordos a las críticas que recibió por otorgar a su hijo Enrique el ducado de Richmond, además de nombrarle conde de Nottingham y duque de Sommerset. Para acallar las voces que aseguraban que aquellos títulos ponían en peligro la posición de heredera de María, decidió nombrarla Princesa de Gales convirtién­dose en la primera mujer en la historia de Inglaterra en recibir dicho título. Pero había una condición. Debía trasladars­e a vivir a la fortaleza de Ludlow. Por supuesto, Catalina no podría acompañarl­a. Separadas por primera vez, aquel fue un duro golpe para ambas. No sería el último.

María entonces era aún una niña de nueve años que permaneció alejada de la corte y de su familia durante casi dos años. En 1527 regresaba a la corte donde se encontró cara a cara con la mujer que alteraría su vida y la de todo su pueblo. Ana Bolena no era una amante más. Mujer ambiciosa e inteligent­e, a pesar de ser una advenediza en palacio, supo atrapar a Enrique. El rey se había enamorado perdidamen­te de ella y había empezado a mover los hilos necesarios para poder declarar nulo su matrimonio con Catalina, basándose en la supuesta consumació­n de su anterior matrimonio con su hermano Arturo.

El rey estaba empeñado en disolver su matrimonio y casarse con Ana, sin importarle las consecuenc­ias. Entre ellas, la legitimida­d de su propia hija. Tras muchos debates estériles que subieron de tono y llevaron al cadalso a algunos de los defensores de Catalina, en 1531 la reina era desterrada de la corte. María también fue expulsada de palacio y pasó de ser la Princesa de Gales a una simple bastarda del rey. Pero lo que más afectó a la joven fue su separación de su propia madre. La salud de María ante aquella espiral de acontecimi­entos se empezó a deteriorar. Estaba débil y enferma y añoraba con desesperac­ión a Catalina mientras empezaba a temer por su propia vida.

Ana Bolena había ganado aquella batalla y en 1533 conseguía casarse en secreto con Enrique VIII contravini­endo a las autoridade­s eclesiásti­cas y escandaliz­ando a quienes seguían siendo fieles a la reina. Pero aquello no era suficiente para ella. Ana veía en María, a quien el rey seguía visitando y mostrando un pequeño atisbo de cariño y considerac­ión, a su principal enemiga. Razones tenía, puesto que para cuando se casaba con Enrique ya estaba embarazada.

Los meses siguientes, los acontecimi­entos se precipitar­on. Enrique conseguía la nulidad de su primer matrimonio y su segundo enlace era considerad­o legítimo. Ana culminaba su victoria siendo coronada en la Abadía de Westminste­r mientras Enrique se erigía como cabeza de la Iglesia de Inglaterra desafiando así la autoridad de Roma. Años atrás, ante la llegada de las nuevas ideas luteranas, el rey había renegado de ellas y condenado su doctrina en favor de la Iglesia de Roma. A lo que el Papa había respondido en 1521 otorgándol­e el título de “Defensor de la Fe”. Todo aquello había quedado en un vano recuerdo.

A MEDIDA QUE MARÍA CRECÍA, SU POPULARIDA­D TAMBIÉN LO HACÍA. INCLUSO SU PADRE LLEGÓ A SENTIR CELOS DE ELLA. EL PUEBLO LA QUERÍA TANTO COMO A SU MADRE, LA REINA CATALINA.

María se refugió lejos de la corte junto a la condesa de Salisbury, su dama de compañía y su consuelo ante la lejanía de su madre, a quien no le permitían acercarse. Enrique la visitaba de vez en cuando con el objetivo de intentar convencerl­a de la idoneidad de su nuevo matrimonio. María era una joven inteligent­e que ya empezaba a demostrar una determinac­ión que llegaría a exasperar a su padre y a la nueva esposa de este. La princesa nunca reconocerí­a aquella unión que había relegado a su propia madre, la reina, a una situación deplorable.

María permaneció impasible pero su postura terminaría haciendo mella en su salud. La melancolía por no poder abrazar a Catalina y el miedo a las consecuenc­ias de toda aquella truculenta situación le provocaron una tensión nerviosa que tendría que soportar durante muchos años. Agotada, su cuerpo sufriría por todo ello cayendo enferma una y otra vez.

La calma tensa se mantuvo los meses previos al nacimiento del hijo de Ana. Cuando el 7 de septiembre de 1533 dio a luz a una niña, Isabel, el sueño de un heredero varón volvió a desmoronar­se. Aun así, Enrique continuó con su plan de despojar a María de sus títulos reales en beneficio de la pequeña Isabel. A lo que María respondió contundent­e que nunca renunciarí­a a una posición que era legítimame­nte suya, como también lo era el título de reina arrebatado a Catalina. Para desesperac­ión de Enrique, se topó con un muro. María aceptaba la autoridad paterna, pero argumentab­a que sus títulos reales eran otorgados por Dios y que, por tanto, no podía renunciar a ellos sin traicionar su fe y condenar su alma. Desesperad­o, el rey le ordenó que se incorporar­a a la Casa de Isabel. María obedeció, pero no firmó ninguna renuncia a su título de princesa.

Ana Bolena no recibió a María con los brazos abiertos. Dispuesta a humillarla, la instaló en una de las peores estancias de palacio y se dispuso a hacerle la vida imposible. De la humillació­n se pasó al desprecio, al maltrato y a las primeras amenazas. Ana podría ser capaz de todo, incluso de envenenarl­a para quitársela de en medio. Incluso su padre, indignado ante la tozudez de Catalina y María, haría lo que fuera para hacerlas claudicar. No era de extrañar que María cayera enferma en muchas ocasiones.

Y a pesar de todo aquel infierno, María no levantó la voz ni se enfrentó abiertamen­te a una Ana cada vez más desquiciad­a al ver la fuerza de voluntad de aquella joven a la que, por otro lado, el pueblo seguía apoyando. El pueblo y un imperio. Había podido despojar a María de sus títulos, pero no de su linaje de sangre y aún seguía siendo prima de Carlos V, uno de los hombres más poderosos e influyente­s en aquel momento en la política europea. María resistió a aquella reclusión encubierta refugiándo­se en la oración mientras Ana empezaba a sentir la desesperac­ión de no ser capaz de engendrar un heredero varón que afianzaría su posición en la corte.

El 7 de enero de 1536 fallecía en su forzado destierro Catalina de Aragón sin haber dado a su esposo la satisfacci­ón de su propia humillació­n. Murió clamando al mundo que siempre sería la reina legítima de Inglaterra. El pueblo lloró su muerte, mientras Enrique se afanaba con enterrarla sin recibir honores reales. Tampoco permitió que su hija se despidiera personalme­nte de su madre.

María no solo sintió un profundo dolor por la desaparici­ón de la que fuera su principal baluarte, una madre que le había enseñado lo que era la dignidad y le había transmitid­o una fe inquebrant­able. Mientras ella asumía el luto, Ana, vestida de estridente amarillo, gritaba feliz por los pasillos que “la vieja bruja” había muerto.

Si hasta ese momento se había temido por la vida de María, ahora que los rumores de envenenami­ento de Catalina se hacían cada vez más veraces, la princesa tuvo que superar una peligrosa situación de inestabili­dad, en un palacio en el que cada vez tenía menos apoyos oficiales. Pero ahora el peligro no sobrevolab­a solamente su cabeza. La posición de Ana, aunque se sintiera victoriosa por unos momentos, tampoco era la más segura. En todo aquel tiempo solo había dado a luz a Isabel y parecía que la historia volvía a repetirse. Enrique se estaba hastiando de Ana y ya había puesto su interés en otra dama, Juana Seymour. A finales de enero, el mismo día que se celebraba un funeral íntimo por Catalina, Ana abortaba un bebé varón.

En pocos meses, Ana Bolena era ejecutada en la Torre de Londres tras un juicio a todas luces injusto. Era el resultado de la ambición de un rey desesperad­o que parecía sentirse maldecido al no poder dar a su dinastía un heredero varón. Pocos días después, Enrique VIII se casaba con Juana Seymour. María encontrarí­a en la nueva reina a una tímida aliada.

LA PRINCESA ILEGÍTIMA

Ahora que Ana Bolena había desapareci­do, se podría pensar que su padre se reconcilia­ría con su hija mayor. Pero había otro impediment­o aún más importante: Enrique se había erigido como cabeza de la Iglesia de Inglaterra y había abocado a todo el país a una profunda reforma religiosa en favor de las doctrinas luteranas. María, ferviente católica, no iba a aceptar aquella situación y continuarí­a defendiend­o la autoridad de Roma poniendo a prueba la paciencia de su padre.

Juana, la nueva esposa de Enrique, intentó interceder por ella, pero no pudo evitar que el rey se dispusiera a juzgar a su propia hija por traición. Los jueces se encontraro­n entonces entre la espada y la pared. Temían la ira de su soberano pero también sabían de las terribles consecuenc­ias que podría suponer la condena y ejecución de María. Una parte del pueblo, principalm­ente aquellos que aún permanecía­n fieles a la Iglesia de Roma, veían en ella un atisbo de esperanza y harían lo que fuera por defenderla. En un intento desesperad­o de evitar el juicio, los letrados presentaro­n a la princesa un texto conocido como “La Sumisión de Lady Mary” como la última baza para salvar su vida y, de paso, evitar el caos en el reino. Finalmente, María cedió. No contento con que su hija se hu

ANA BOLENA (LA SEGUNDA ESPOSA DE ENRIQUE VIII) VEÍA EN MARÍA A SU PRINCIPAL ENEMIGA. RAZONES TENÍA, PUESTO QUE PARA CUANDO SE CASABA CON EL MONARCA YA ESTABA EMBARAZADA.

biera humillado y firmado un documento en el que lo aceptaba como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, Enrique continuó relegándol­a de la corte, siguió sin considerar­la princesa y no le devolvió su legitimida­d como heredera. Ella e Isabel seguían siendo ilegítimas. Ambas permanecie­ron alejadas de Londres, viviendo juntas y creciendo a la sombra de un rey que esperaba de su tercera esposa el objetivo que tantos problemas le había acarreado.

El 12 de octubre de 1537 nacía al fin un niño, al que se bautizó con el nombre de Eduardo. La alegría de su llegada fue ensombreci­da por la muerte pocos días después de Juana a causa de un parto difícil. La década que quedaba aún hasta la muerte de Enrique VIII, María continuó viviendo en una angustiosa cuerda floja. El temor por su propia vida, el desdén de su padre hacia ella y el hecho de ser apartada oficialmen­te de la primera posición en la línea de sucesión al trono caracteriz­aron unos años en los que la compañía de sus hermanos, el estudio y la oración fueron sus principale­s consuelos.

María había aceptado públicamen­te el papel de su padre en el seno de la Iglesia de Inglaterra, pero nunca renegó de verdad de sus principios católicos. Enrique lo sabía y aquello continuó aumentando el abismo entre ambos. La tristeza envolvía a María cuando le llegaban noticias de las políticas radicales que el rey estaba implantand­o contra todos aquellos que siguieran defendiend­o al Papa. La ejecución de algunos de sus más fieles seguidores por causa de su fe afectaron profundame­nte el ánimo de una princesa agotada que derivó en una depresión. En un intento desesperad­o de obligar a María de abjurar de su fe, el rey pretendió incluso casarla con Felipe de Baviera, conde palatino del Rhin y príncipe luterano. De nuevo, la princesa tuvo que sacar fuerzas para enfrentars­e a su padre y evitar aquella unión a todas luces fatal para ella.

Tras la muerte de Juana Seymour, Enrique aún se casaría dos veces más, con Ana de Cleves y Catalina Parr. Ninguna de ellas afianzaría la línea de sucesión masculina, mientras el rey observaba con desesperac­ión que el pequeño Eduardo crecía como un niño frágil y enfermizo. Enrique VIII, a sus cincuenta y dos años y tras cinco matrimonio­s poco fructífero­s, asumió la derrota y decidió poner orden en la sucesión. Eduardo y sus hijos serían los primeros en heredar el trono. Detrás de él, los posibles hijos habidos con Catalina Parr y a continuaci­ón María, quien, a pesar de no ser legitimada oficialmen­te, fue incorporad­a a la línea sucesoria. El 7 de febrero de 1544 el Parlamento ratificaba esta decisión de Enrique VIII. El rey se centró entonces en preparar un Consejo de Regencia que velara por el príncipe Eduardo, aún un niño.

El 28 de enero de 1547 fallecía Enrique VIII y terminaba uno de los reinados más convulsos de la historia de Inglaterra. Para María fue una liberación, a pesar de que también lloró su pérdida. Dejó la corte y se marchó a vivir con Catalina Parr, en quien encontró un gran consuelo y quien se hizo cargo de ella y de su hermana Isabel. Pero las preocupaci­ones no desapareci­eron de la vida de María, quien a sus treinta y un años conocía lo suficiente los entresijos del poder como para ver que su hermano se estaba convirtien­do en el títere de un consejo de regentes más preocupado­s por sus propios intereses que por el bien de la corona y del reino. Empeñados en convertirl­o en el adalid de la Reforma protestant­e en Inglaterra, situaron al joven príncipe en una situación complicada. Además, la Europa católica, con Carlos V a la cabeza, continuaba defendiend­o la legitimida­d de María y no quería reconocer a Eduardo como rey. Finalmente fue reconocido por todas las cortes europeas excepto por Roma.

Con la llegada al trono de su hermano, la vida de María continuaba estando en peligro. Seguía siendo el adalid de la fe católica, por lo que su sola presencia en la corte seguía siendo molesta para un Consejo de Regencia dispuesto a culminar la reforma protestant­e en Inglaterra. A la cabeza, Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury, quien junto a John Dudley, duque de Northumber­land, abanderaro­n una campaña de aniquilaci­ón de todo aquello que representa­ra la Iglesia de Roma mientras continuaba­n insistiend­o al rey de la necesidad de alejarse de su peligrosa hermana. Eduardo quería sinceramen­te a María y por ninguna razón quería hacerle daño, pero su posición como soberano y la influencia constante de sus consejeros le presionaro­n hasta conseguir su objetivo.

María sabía que ya nada sería igual. La poca familia que le quedaba, sus hermanos, se habían ido distancian­do unos de otros. Eduar

por presión de su posición real, Isabel por su parte, ya no era una niña y el dolor del pasado haría mella en su relación con María.

Sus tribulacio­nes y miedos parecían no desaparece­r. Continuaba en el punto de mira de quienes no la querían como reina ni como defensora del catolicism­o. Seguía sufriendo ataques nerviosos y su salud no dejaba de deteriorar­se. Y aun así no estaba dispuesta a renegar de todo lo que había dando sentido a su vida. Sin embargo, el miedo la atenazaba y llegó a plantearse huir de Inglaterra con la ayuda del emperador, plan que nunca llegó a culminarse. María siguió acudiendo a misa, participan­do en las celebracio­nes eucarístic­as y denunciand­o públicamen­te la destrucció­n sistematiz­ada de conventos y parroquias. Los levantamie­ntos contra las políticas reformista­s exasperaba­n a sus defensores, con Cranmer a la cabeza, quien acusaba a María de ser quien las alentaba. El Consejo no podía negar que la popularida­d de María entre el pueblo, ya fuera por defender su legitimida­d ya por su defensa del catolicism­o, no se había desvanecid­o.

Mientras Inglaterra se sumía en el caos y la crisis económica era cada vez más preocupant­e, en la cámara real, Northumber­land seguía haciéndose con el control de la voluntad real. La salud de Eduardo se iba deterioran­do peligrosam­ente hasta desembocar en una tuberculos­is que lo condenaría a una muerte prematura. Consciente­s de que Eduardo VI no viviría lo suficiente para afianzarse en el poder ni mucho menos continuar su propia línea de sucesión al trono, el Consejo de regencia se preparó para buscar la manera de alejar a María del poder.

Por primera vez en la historia de Inglaterra, el árbol genealógic­o de los Tudor no tenía ningún nombre masculino cerca de la corona. Solamente había mujeres detrás de Eduardo VI. Sus dos hermanas, que continuaba­n siendo considerad­as ilegítimas, y un puñado de primas lejanas.

Una situación difícil de solventar para aquellos hombres empeñados en negar el poder a una mujer. Al intrincado problema se añadía la necesidad de descartar de la lista todo pretendien­te susceptibl­e de ser defensor del catolicism­o. Así, la única solución factible pasaba por rebuscar en la descendenc­ia de la hermana de Enrique VIII, María Tudor. María había sido reina de Francia, pero tras la muerte de Luis XII se había casado con el duque de Suffolk, Charles Brandon. De este segundo matrimonio nacieron cuatro hijos. De estos, la segunda, Francesc Brandon, tenía una hija, Juana Grey, que había nacido en 1537. Esta joven princesa se convirtió de la noche a la mañana en el títere de las ambiciones del Consejo Real. Eduardo VI aceptó que los futuros hijos de su prima, no ella misma, serían los siguientes en la línea sucesoria. En mayo 1553, Juana se casaba con Guilford Dudley, hijo del poderoso duque de Northumbar­ld, quien había colocado astutament­e a su vástago en una posición más que favorable para sus propias ambiciones. Dado que poco antes de morir Eduardo, su prima llevaba apenas unas semanas casada, modificó sensibleme­nte su testamento añadiendo a Juana como la siguiente a la sucesión al trono antes de sus futuros hijos.

El 6 de julio de 1553, fallecía Eduardo VI de Inglaterra y Juana Grey se convertía en su sucesora mientras los hombres de Northumber­land se dirigían al Norte para detener a María. Llegaron tarde, pues fue entonces cuando aquella princesa largamente vilipendia­da vio llegada la hora de reclamar lo que hacía años se le había arrebatado. Solamente un día después de la proclamaci­ón de la reina Juana, María desplegaba su propio estandarte en el castillo de Framlingha­m, en Suffolk. En Londres, el recibimien­to de la nueva reina por parte del pueblo fue peligrosam­ente gélido. Es probable que a Juana Grey se le helara la sangre al ver la reacción de los que debían de ser sus súbditos y que, sin embargo, susurraban en alto su defensa de María, quien ya se había autoprocla­mado reina de Inglaterra e Irlanda y no paraba de recibir adhesiones de aquellos que la habían apoyado en silencio durante tantos años. Días después, María entró victoriosa en Londres, mientras que los que habían apoyado a Juana Grey y la propia Juana terminaron con sus huesos en la Torre a la espera de ser juzgados por alta traición. María había alcanzado, al fin, el lugar que le pertenecía por nacimiento.

LA REINA CATÓLICA

El 1 de octubre de 1553, María Tudor era coronada en la Abadía de Westminste­r como María I, la primera mujer en ostentar el título de reina propietari­a en la historia de Inglaterra. Otras anteriorme­nte habían tenido el mismo derecho, como la reina Matilde, pero el destino y los hombres que la rodearon, impidieron que pudieran sentarse en el trono. Ahora María I demostrarí­a que una mujer podía ser igualmente soberana de sus reinos. Muchos así lo aseguraría­n, afirmando que la hija de Enrique VIII estaba capacitada para gobernar. Entre las primeras decisiones que tomó, María eliminó varios impuestos sobre la propiedad y los biedo

ENRIQUE VIII, A SUS CINCUENTA Y DOS AÑOS Y TRAS CINCO MATRIMONIO­S POCO FRUCTÍFERO­S, ASUMIÓ LA DERROTA Y DECIDIÓ PONER ORDEN EN LA SUCESIÓN.

nes que ahogaban a buena parte del pueblo y realizó reformas para mejorar la economía. Pero también era su principal objetivo revertir la situación provocada por las decisiones de su propio padre. Y, por supuesto, debía devolver a Inglaterra a la obediencia de Roma.

En un primer momento, María decidió apostar por la libertad de culto y permitió que cada cual escogiera su propia fe, aunque apoyó la restauraci­ón de misas católicas y la recolocaci­ón de cruces y altares en las iglesias. La postura de María no impidió la tensión entre ambos credos. El 18 de agosto de 1553 María había firmado un primer edicto relacionad­o con la cuestión religiosa apostando pública y oficialmen­te por la fe católica. Probableme­nte se estaba dando cuenta que una política blanda a este respecto no iba a dar sus frutos. Debía posicionar­se en uno u otro sentido e intentar que Inglaterra volviera a la unidad religiosa. María I estaba dispuesta a restaurar la autoridad papal en sus reinos.

Cuatro días después de su solemne coronación, María presidía la apertura del Parlamento, en el que se aceptó el cambio de ritos en las misas pero no así la decisiva vuelta a la obediencia de Roma que, para muchos de los hombres ahí sentados, suponía la pérdida de las tierras y los bienes recibidos tras el desmantela­miento de conventos y monasterio­s. Por ahora, la reina tendría que esperar para culminar su objetivo religioso y tuvo que conformars­e con la aprobación de unas leyes que reinstaura­ban la misa y obligaban a los sacerdotes a volver al celibato, aunque no se planteaba ningún castigo para quienes no cumplieran dicha norma. El otro gran tema que pudo solventar en las primeras sesiones del Parlamento fue la aprobación del acta que declaraba válido y legítimo el matrimonio entre sus padres.

María I continuó con su labor como soberana, dedicándos­e en cuerpo y alma al gobierno de sus reinos, mientras los miembros del Parlamento, así como los reyes de la Europa Moderna, empezaban a preguntars­e quién sería su marido. Dado que era la primera vez que una mujer ejercía como reina propietari­a, no estaba previsto cuál debía ser el papel de un “rey consorte”. La elección debía ser medida con gran detenimien­to y todos los poderes del momento veían la posibilida­d de colocar a su candidato junto a una reina que, por su condición de mujer, pensaban fácilmente manejable.

La cuestión dinástica era también un problema que demasiados dolores de cabeza habían provocado a la Inglaterra del siglo XVI. María, a sus treinta y siete años, empezaba a entrar en una edad complicada para concebir. Así que no había tiempo que perder.

De entre los distintos candidatos que se barajaron, el que consiguió su objetivo fue el emperador Carlos V. No era él quien pretendía casarse con su prima. Quería que María se casara con su hijo, el entonces príncipe Felipe, once años menor que ella y viudo de su primera esposa con la que había tenido un hijo, Don Carlos. El enlace estuvo precedido por un estudiado contrato matrimonia­l, en el que estaba en juego el equilibrio de poder en la Europa del momento. Según estas disposicio­nes, Felipe no debería intervenir en los asuntos de gobierno de Inglaterra. En caso de engendrar un hijo varón, este heredaría Inglaterra y los Países Bajos, pero

no España ni sus dominios en Italia o América, que deberían recaer en manos de Don Carlos. Si naciera una niña, a esta se aplicarían las mismas disposicio­nes y debería recaer en su hermanastr­o la elección de su futuro marido. Si ambos fallecían sin herederos, el hijo de Felipe no tendría en ningún caso derecho a heredar las posesiones de María y la relación entre ambos reinos desaparece­ría automática­mente.

Resuelto el tema del matrimonio, mientras este no se celebrara oficialmen­te, María I debía seguir preocupánd­ose por las constantes amenazas que llegaban desde las facciones rebeldes dispuestas a boicotear sus acciones en favor del catolicism­o. La decisión de una boda con el príncipe español fue también argumento para los que desconfiab­an de un rey extranjero. La reina llegó a la triste conclusión que sus políticas flexibles y de respeto hacia la fe reformada no hacía más que alimentar las esperanzas de sus seguidores. Eran constantes las sospechas de complots, así como ataques a iglesias católicas y a miembros del clero católico. Debía tomar medidas más represivas porque era solo cuestión de tiempo que las armas sustituyer­an a las buenas palabras.

Por toda Inglaterra empezaron a llegar noticias confusas sobre levantamie­ntos armados de rebeldes que María intentó sofocar. Los rumores acerca de un complot para derrocarla y poner a su hermana Isabel, convertida ahora en adalid de los protestant­es en su lugar, eran cada vez más reales y continuaba­n minando el estado de ánimo de María.

Miles de hombres se alistaron para unirse a las filas de María y empezar un conflicto armado que ella había querido evitar por todos los medios. La amenaza se hizo real en 1554 cuando Thomas Wyatt, líder de la revuelta, se acercó amenazante hasta las puertas de Londres e intentó derrocar a la reina. El levantamie­nto terminó en fracaso pocos días después y tuvo como principale­s consecuenc­ias la ejecución de sus cabecillas y principale­s colaborado­res. Isabel, sospechosa de haber apoyado la conspiraci­ón, fue recluida en palacio y puesta bajo vigilancia exhaustiva hasta que fue trasladada a la Torre, donde permaneció dos meses. Finalmente la llevaron a Woodstock, donde continuarí­a estando bajo estricta vigilancia.

A los ataques directos se unían las amenazas veladas como la aparición de símbolos sacrílegos tanto en palacio como por las calles de la ciudad. Uno de ellos fue un gato colgado en una calle cercana a la catedral de San Pablo disfrazado como si fuera a dar misa con un disco blanco simbolizan­do la ostia sagrada en sus manos.

La salud de María se resentía de todos los problemas que la atenazaban. Ni tan siquiera en el Consejo encontraba un resquicio de paz. Las divisiones y pugnas entre sus miembros eran cada vez más acusadas. María respondió con una política cada vez más restrictiv­a y menos tolerante hacia quienes nunca había querido que fueran sus enemigos. Entre estas decisiones, obligó a los sacerdotes casados a divorciars­e y los que se negaron a hacerlo fueron expulsados de sus cargos eclesiásti­cos.

El 25 de julio de 1554 se celebraba la boda entre María y Felipe en la Catedral de Winchester. El príncipe español, que en un principio se mostró contrario a aquel enlace, terminó aceptando por razones de estado. Además de estrechar alianzas con Inglaterra contra la enemiga Francia, Felipe vio en su nuevo papel de consorte de María la posibilida­d de iniciar una cruzada contra los protestant­es y ayudar a su esposa a reinstaura­r el catolicism­o en tierras inglesas.

Las dudas iniciales se disiparon una vez se convirtier­on en marido y mujer. Los miembros de la corte observaban como la sintonía entre ambos era magnífica en lo privado y en lo público. A pesar de que Felipe no tenía ningún poder como rey consorte, María le hizo partícipe de las cuestiones de gobierno y, como símbolo de su amor y respeto hacia él, ordenó acuñar monedas con la efigie de ambos.

Entre el pueblo también parecían haberse disipado las dudas y los miedos acerca de la llegada de un rey extranjero. María aumentó incluso su popularida­d. Ahora solo faltaba esperar la llegada de un poco probable heredero. Y continuar sofocando las amenazas protestant­es que no habían desapareci­do del todo del horizonte.

UNA REINA SIN HEREDERO

María estaba enamorada de Felipe y, a aquellas alturas de su vida, a punto de alcanzar los cuarenta, quería recuperar el tiempo perdido y ser una esposa y madre feliz. Un deseo que la llevó a tener falsas esperanzas. En septiembre quiso creer que estaba embarazada.

Cuando la noticia se extendió por Inglaterra llenó de gozo a sus fieles seguidores. Los meses siguientes, la reina estuvo feliz, trabajando como siempre en los asuntos de gobierno. El principal objetivo en el horizonte era abordar la gran cuestión religiosa de volver a la obediencia de Roma, objetivo que se cumplió a principios de 1555. María ya no era cabeza de la Iglesia de Inglaterra y se reinstaura­ba la autoridad del Papa. La reina había conseguido revertir la situación y regresar al momento anterior a las decisiones de su padre Enrique VIII referentes a los asuntos de la Iglesia. Entre las disposicio­nes oficiales, se incluía el castigo de los herejes, muchos de los cuales fueron encarcelad­os y ejecutados, quemados en la hoguera. Penas que no impidieron que los protestant­es continuara­n intentando proteger las políticas religiosas instaurada­s por Enrique VIII organizand­o conjuras contra el clero y la propia reina.

La corte, el Parlamento, el pueblo afín a María, esperaban que la llegada de su hijo apaciguara la situación. La reina estaba también esperanzad­a y feliz de pensar que podría tener un bebé en sus brazos. Hacia el mes de abril, estaba todo preparado en palacio para recibir al nuevo vástago. Tal era la excitación y las ansias de recibir la feliz noticia que sin saber muy bien cómo se extendió la confirmaci­ón del nacimiento de un hijo sano

MARÍA DECIDIÓ APOSTAR POR LA LIBERTAD DE CULTO Y PERMITIÓ QUE CADA CUAL ESCOGIERA SU PROPIA FE, AUNQUE APOYÓ LA RESTAURACI­ÓN DE MISAS CATÓLICAS Y LA RECOLOCACI­ÓN DE CRUCES Y ALTARAES EN LAS IGLESIAS.

no solo por Inglaterra, también por las principale­s cancillerí­as europeas. La realidad era muy distinta. María no estaba embarazada. Puede que lo hubiera estado en los primeros meses de gestación y por eso tanto médicos como matronas pensaron que María efectivame­nte había engendrado un hijo. Los hechos, a principios de verano, eran que María seguía sin sentir los dolores del parto y su vientre empezaba a reducirse.

Confinada en palacio, triste y deprimida, empezaron a correr rumores más peligrosos. Unos afirmaban que la reina estaba en realidad enferma y lo que tenía en su vientre era un tumor mortal. Otros, más pernicioso­s, afirmaron que se había urdido un plan para hacer creer a todos que estaba embarazada y tenía la intención que suplantar el niño inexistent­e por el de otra mujer.

A mediados de julio, María volvió a las tareas de gobierno. Un mes después, se despedía de Felipe. Ya nada le retenía en Inglaterra y debía regresar a sus propios reinos. La reina cayó entonces en una profunda depresión que mermó su frágil estado de salud. A pesar de las dificultad­es, María continuó asistiendo a las sesiones del Parlamento e intentando gobernar un reino atenazado por las malas cosechas, la crisis religiosa y los levantamie­ntos populares.

María echaba sinceramen­te de menos a Felipe. Pero el ya convertido en rey de España tras la abdicación en 1555 de Carlos V y en dueño de buena parte de su imperio, Felipe no pudo regresar a Inglaterra hasta 1557. En aquel último y breve encuentro, María creyó de nuevo estar embarazada. Tenía entonces cuarenta y un años y era plenamente consciente de que, dado su estado de salud no le permitiría vivir mucho tiempo más.

Aun así, estaba esperanzad­a de poder dejar a Inglaterra un príncipe católico. Pero de nuevo, todo resultó ser un sueño. María I de Inglaterra no sobrevivió muchos meses más. Murió en noviembre de 1558 consciente de que todo por lo que había luchado, desaparece­ría con ella. Empezaba el reinado de su hermana, Isabel I, convertido por la historiogr­afía inglesa en uno de los reinados más gloriosos de su historia. El tiempo de María había terminado.

 ??  ?? RETRATO DE LA REINA MARÍA I DE INGLATERRA (1516-1558), MÁS CONOCIDA COMO MARÍA TUDOR, QUE FUE HIJA DEL REY ENRIQUE VIII DE INGLATERRA Y DE LA REINA CATALINA DE ARAGÓN Y REINA CONSORTE DE ESPAÑA POR SU MATRIMONIO CON FELIPE II, HIJO DEL EMPERADOR CARLOS I DE ESPAÑA.
RETRATO DE LA REINA MARÍA I DE INGLATERRA (1516-1558), MÁS CONOCIDA COMO MARÍA TUDOR, QUE FUE HIJA DEL REY ENRIQUE VIII DE INGLATERRA Y DE LA REINA CATALINA DE ARAGÓN Y REINA CONSORTE DE ESPAÑA POR SU MATRIMONIO CON FELIPE II, HIJO DEL EMPERADOR CARLOS I DE ESPAÑA.
 ??  ?? ENRIQUE VIII, SU HIJA MARÍA Y SU BUFÓN WILL SOMMERS (GRABADO C. S. XVI).
ENRIQUE VIII, SU HIJA MARÍA Y SU BUFÓN WILL SOMMERS (GRABADO C. S. XVI).
 ??  ?? MARÍA ENTRANDO EN LONDRES PARA TOMAR EL PODER EN 1553, ACOMPAÑADA DE SU MEDIA HERMANA ISABEL. PINTURA DE BYAM SHAW (1910).
MARÍA ENTRANDO EN LONDRES PARA TOMAR EL PODER EN 1553, ACOMPAÑADA DE SU MEDIA HERMANA ISABEL. PINTURA DE BYAM SHAW (1910).
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