EN PORTADA
EN EL SIGLO XVI FELIPE II TENÍA UNA EFICAZ RED DE INTELIGENCIA FRECUENTE Y RÁPIDA, QUE ENLAZABA MADRID CON LAS PRINCIPALES CIUDADES DE LA ÉPOCA.
UNO DE LOS MÉTODOS DE LOS HABSBURGO PARA CONTROLAR SUS BASTOS TERRITORIOS, MUY DE SU GUSTO, FUE LA RECOGIDA DE INFORMACIÓN. EN EL SIGLO XVI FELIPE II TENÍA UNA EFICAZ RED DE INTELIGENCIA FRECUENTE Y RÁPIDA QUE ENLAZABA MADRID CON LAS PRINCIPALES CIUDADES DE LA ÉPOCA. DESDE PARÍS, LONDRES, ROMA, BRUSELAS, LA MÍTICA ESTAMBUL O VENECIA —SIN DUDA POR ENTONCES LA CAPITAL MUNDIAL DEL ESPIONAJE—, CUALQUIER CONOCIMIENTO OBTENIDO DEBÍA LLEGAR A SU PODER PARA MANTENER CONTROLADO EL MAYOR IMPERIO DEL MUNDO. CON EL CORREO COMO ÚNICO MEDIO, SUS ESPÍAS DEBÍAN ENFRENTARSE A LAS RUDIMENTARIAS COMUNICACIONES DE LA ÉPOCA, PERO AUN ASÍ TRANSPORTABAN TAL CANTIDAD DE AVISOS QUE LOS GOBERNANTES ESPAÑOLES SE VEÍAN DESBORDADOS.
AUNQUE EN LA ACTUALIDAD PUEDA TOMARSE UN POCO A LA LIGERA AL COMPARARLO CON NOVELAS, SERIES Y PELÍCULAS CONTEMPORÁNEAS, EL ESPIONAJE EN LOS SIGLOS XV Y XVI ERA UN TEMA "SERIO", UNA REALIDAD HISTÓRICA NO MENOS IMPORTANTE QUE LA ECONOMÍA O LA ORGANIZACIÓN SOCIAL, QUE FORMABA PARTE DE LA ESTRUCTURA POLÍTICO-ADMINISTRATIVA DEL ESTADO.
Fueron varias las causas. La amenaza de la Monarquía Hispánica de llegar al poder universal. La convergencia de intereses dinásticos, ideológicos, comerciales, de control de rutas y de prestigio. La fractura de la cristiandad con la consolidación de la Reforma. Y la adopción de las monarquías absolutas hacia la conversión en estados modernos. Todas, en mayor o menor medida, llevaron a conspiraciones, sabotajes, intrigas y uso y manipulación de la propaganda –la tan manoseada por unos y otros leyenda negra–, que afectaron a las relaciones de los estados europeos y crearon un clima de desconfianza y secretismo.
Consciente de esta situación, Felipe II, como había aprendido de su padre el emperador Carlos I, sabía muy bien que era importante mantener de manera constante una buena información. Eso le llevó a conformar unos servicios secretos poderosos, gestados durante la época de los Reyes Católicos, con una red de espionaje muy bien organizada, compleja y efectiva, a la que se dedicó gran cantidad de recursos económicos y humanos.
La dirección la ejercía el propio rey y los miembros del Consejo de Estado –la institución encargada de la política exterior– en que más confiaba, sobre todos, el cardenal Antonio Perrenot Granvela, que ya había servido a su padre. Felipe II contrataba o rechazaba a los espías personalmente, autorizaba los pagos, canalizaba la información de los "avisos" –como por entonces se denominaba a los informes secretos– mediante el correo y decidía las actuaciones. Ser experto en criptografía le facilitaba estas funciones, lo que unido a su carácter reservado le convirtieron en el perfecto director de ese importante entramado. Tras el soberano, la responsabilidad era de los secretarios de Estado y a continuación estaba el "superintendente de las Inteligencias Secretas" o "espía mayor", del que dependían los informes obtenidos por distintos medios: espías propiamente dichos, diplomáticos, embajadores, altos cargos del Estado –virreyes incluidos–, y determinados militares. Incluso se recurría en determinadas ocasiones a los bufones, que actuaban como una verdadera red de escuchas. Entre los espías de Felipe II y de otros monarcas figuraron personalidades muy destacadas entre los que estuvieron célebres escritores.
El cuerpo diplomático se ocupaba, entre otras responsabilidades, de organizar la recogida clandestina de información. De un embajador se esperaba que ejerciera de espía, sobornara a funcionarios extranjeros y se hiciera con documentos fundamentales para las campañas militares. Algunos, como Bernardino de Mendoza, hombre de armas de gran experiencia, representante español en Inglaterra de 1578 a 1584 y más tarde en Francia de 1584 a 1590, ejercieron esta función con especial éxito y audacia.
A los espías se les pagaba, por motivos de seguridad, con fondos reservados. El carácter también secreto de este dinero daba pie a abusos, exactamente igual que ocurre ahora. Más de un alto cargo, virreyes incluidos, caían en la tentación de apropiarse una parte, a pesar de que la corte intentaba fiscalizar al máximo las cuentas.
FELIPE II SABÍA MUY BIEN LA IMPORTANCIA DE MANTENER UNA BUENA INFORMACIÓN. ESO LE LLEVÓ A CONFORMAR UNOS SERVICIOS SECRETOS PODEROSOS, GESTADOS DURANTE LA ÉPOCA DE LOS REYES CATÓLICOS.
DOCUMENTOS CIFRADOS
Para cifrar los mensajes existían múltiples técnicas: mediante clave, con un encriptado musical dentro de un pentagrama, numérica, cambio de letras… Unas eran de nuevo cuño y otras ya se empleaban desde tiempos del Imperio romano. En alguna ocasión se utilizó tinta invisible: se escribía sobre el papel el mensaje secreto con una disolución de vitriolo romano –sulfato– pulverizado en agua y luego un texto sin importancia con una solución de carbón de sauce con agua. Para hacer legible el mensaje se fregaba el papel con una disolución de galla de Istria –una secreción que producían ciertos insectos en algunos árboles utilizada para hacer tinta– pulverizada en agua.
Los servicios criptográficos principalmente utilizaban dos tipos de cifras: la Cifra General, el código secreto que se comunicaba al rey, a la cúpula del espionaje, y a los representantes en el exterior, y la Cifra Particular que servía para que el soberano o el secretario de la Cifra pudieran impartir instrucciones a determinadas personas. Esta última se usaba solo ante cuestiones muy graves y urgentes, o cuando se pensaba que con la cifra general no iba a obtenerse suficiente seguridad.
La decisión sobre qué cifra emplear y la manera de hacerlo la tomaba el rey, y el secretario, que guardaba el código secreto, la utilizaba para las cartas diplomáticas, enviadas a los representantes del monarca, tanto en el territorio nacional como en el extranjero. Por cuestiones de seguridad la Cifra General se modificaba cada cierto tiempo. Aunque no hay confirmación alguna sobre su periodicidad, es muy posible que se hiciera antes de una gran empresa política o militar.
El 24 de mayo de 1556, por ejemplo, cuando llevaba aproximadamente un año en el trono, Felipe II decidió cambiar la Cifra General utilizada por su padre por haber caído en desuso o estar comprometida, y así se lo comunicó por carta a su tío Fernando I, emperador de Sacro Imperio y rey de Hungría. Se hizo oficial en Gante el 8 de noviembre de ese mismo año y estaba compuesta por 3 partes: un vocabulario de sustitución monoalfabética con homófonos –donde cada letra podía ser sustituido por un signo, a escoger entre varios–; un silabario para cifrar grupo de 2 o 3 letras y un diccionario de términos comunes. Se le envió a la princesa de Portugal, gobernadora de España; al duque de Saboya, gobernador de Flandes; a los virreyes de Nápoles, Sicilia y Cataluña; al cardenal de Trento; al marqués de Pescara en Milán; al cardenal de Burgos en Siena; al príncipe Andrea Doria y a los embajadores en Roma, Venecia, Génova, Francia e Inglaterra. Hoy se guarda en el Archivo de Simancas.
Los servicios secretos de los Austria, al igual que les ocurría a los de otros países, tuvieron que enfrentarse a una serie de graves problemas. Desde la falta de coordinación en el uso de los códigos de la Cifra General, hasta su robo, que una traición se los facilitara al enemigo, o que este consiguiera
descifrarlos. Hubo de todo. La Cifra General de 1556 solo se mantuvo secreta durante unos tres meses. En febrero de 1557 consiguió romperla el secretario papal Triphon Bencio, que se hizo con una carta enviada al cardenal Francisco Pacecco, en Siena. Otra la descifró el matemático francés François Viète, lo que permitió a su soberano, Enrique IV, publicar en 1590 una carta de un miembro del gobierno español dirigida a Felipe II, donde se detallaba una trama para derrocarlo.
Un caso más fue el protagonizado por Jean Fleurin, criado del embajador español en París, Francisco de Álava y Beamonte, que robó el código de la Cifra General, y uno aún no aclarado, fue la traición de Juan de Castillo, oficial mayor de la Secretaría del Estado de Gabriel de Zayas, que supuestamente se la pasó a su enemigo, Antonio Pérez, cuando este ya había caído en desgracia.
EN LA SUBLIME PUERTA
Durante décadas, el principal enemigo de los Habsburgo y de la Monarquía Hispánica fueron los turcos. En Oriente, el objetivo más importante del espionaje imperial era que las comunicaciones resultasen auténticas y útiles, que pudiesen llegar a la corte en el menor tiempo posible y que permitiesen anticipar los movimientos del enemigo.
En los primeros años de Carlos V, Venecia fue el mayor centro de la información sobre el mundo otomano. Desde allí, el embajador español enviaba despachos constantemente al emperador sobre los movimientos turcos. En el momento de mayor tensión con Solimán, el monarca se decantó por utilizar un experto diplomático: Lope de Soria, comisario general del Ejército. Tenía una brillante carrera a sus espaldas, así que las victorias de Andrea Doria en el Peloponeso, la conducta de Alvise Gritti y las capacidades del nuevo embajador llevaron a un momento de gran cooperación entre el emperador y la Serenísima.
Tras el nombramiento en 1532 de Pedro de Toledo como virrey, Nápoles se convirtió en el otro observatorio imperial sobre el Mediterráneo. Allí, al sureste de Italia, estaba la región de Apulia, proyección del virreinato hacia Levante, donde se comenzó a tejer una red de espías propia.
En la época que nos ocupa –el siglo XVI–, la organización de la inteligencia que tenía como base Apulia empleaba esencialmente dos métodos para transmitir los mensajes. El primero, desarrollado en la zona en la década de los 20 por Alfonso Granai Castriota, marqués de Atripalda, un aristócrata de origen albanés, era el tradicional de enviar un espía. A propuesta del gobernador pullés, la corte virreinal financiaba el desplazamiento de un agente a territorio otomano. Una vez allí, el espía observaba al enemigo y trataba de entrar en contacto con sujetos dispuestos a conjurar contra la Sublime Puerta. En la mayoría de los casos, la meta del agente era el lugar donde residía el sultán, por lo que la misión le llevaba casi siempre a Estambul o Edirne –Adrianópolis hasta 1362–, si bien había ocasiones en que las órdenes preveían la marcha del espía hacia algún puerto como Argel o Vlorë, en Albania.
Para llegar a la capital del Imperio otomano, el agente solía elegir entre dos itinerarios. Uno era casi totalmente terrestre: desembarcaba en un muelle del Adriático –por regla general en Ragusa– y comenzaba una ruta con escalas en monasterios ortodoxos, posadas anónimas y casas de cómplices hasta llegar a Estambul. Una vez allí se mantenía durante un tiempo en la ciudad para conseguir la información. El otro camino, que la admi
FELIPE II CONTRATABA O RECHAZABA A LOS ESPÍAS PERSONALMENTE, AUTORIZABA LOS PAGOS, CANALIZABA LA INFORMACIÓN DE LOS "AVISOS" MEDIANTE EL CORREO Y DECIDÍA LAS ACTUACIONES.
nistración virreinal denominaba "ruta de las Islas", se realizaba sobre todo en primavera y verano por vía marítima, puesto que el trayecto resultaba más rápido. El espía embarcaba en alguna nave de comerciantes directo al Bósforo, en general sin desvelar a la tripulación la razón de su travesía. Ocultos bajo la apariencia de mercaderes o rescatadores de cautivos, los agentes se enteraban de los rumores de las dársenas griegas y podían contactar con confidentes de la Corona que vigilaban ya los movimientos del enemigo en el mar Jónico o el Egeo. En ambos casos, aunque la red de informantes estaba bastante bien establecida, era muy común que dificultades y accidentes obligaran a los agentes a improvisar por el camino.
La segunda fórmula empleada para la transmisión de información eran los avisos de confidentes que vivían de forma permanente en un espacio ajeno a la jurisdicción de su soberano –Bartolomeo Brutti, agente doble de España y Venecia, por ejemplo–. Aunque formaban un conjunto muy heterogéneo, los condicionaba la escasa movilidad de las personas durante esa época, y eso limitaba mucho su utilidad en caso de urgencia.
En cualquier caso, en los momentos de mayor crispación con los otomanos, la casa de Austria invirtió enormes sumas para pagar a agentes que residieran en Estambul. En 1569, con las Alpujarras revueltas por la sublevación de los moriscos, la corte de Nápoles llegó a financiar la actividad de 112 espías en la Sublime Puerta. En ocasiones, incluso con confidentes decididos a establecer su residencia permanente en ciertos territorios –como los "durmientes" de la Guerra Fría–, por orden directa de la autoridad virreinal. Es muy conocido el caso de Baltasar Prohotico, enviado por el marqués de Trevico como responsable de una red local de espionaje a la isla griega de Zante, donde al menos dos generaciones de su familia trabajarían en los servicios secretos de los Habsburgo.
Otro grupo importante de colaboradores eran los cautivos de las prisiones de Estambul y Argel, como Simón Masa o el renegado genovés Gregorio Bregante de Sturla, célebre autor de la relación enviada a un notable de Génova llamado Ottavio Sauli en 1565, durante el asedio de Malta, desde las filas turcas.
Hay decenas de historias semejantes a las hazañas de Bregante. Nacido en Santa Margarita Ligure, acabó en la capital otomana apresado por corsarios berberiscos, donde se convirtió al islam. Bajo el nombre de Mustafá Agá, consiguió ponerse bajo la protección de dignatarios otomanos, y merced a sus contactos dentro del palacio de Topkapi, ser una pieza clave de la red que el también genovés Juan María Renzo –era de San Remo– desenredó para Felipe II en el círculo más próximo al sultán. Desafortunadamente, lo descubrieron a mediados de 1571 y lo ahogaron por traición.
Los redentores de cautivos participaban de manera análoga en las tramas del espionaje español. Miembros de órdenes
religiosas como los trinitarios y los mercedarios informaban a las autoridades cada vez que regresaban de los puertos turcos o berberiscos. Laicos o eclesiásticos cerraban tratos en favor de la Corona con mandatarios de la Sublime Puerta insatisfechos con el gobierno del sultán. De hecho, los escalones más bajos de la sobredimensionada y mal pagada administración otomana resultaban muy productivos a la hora de captar activos dispuestos a trabajar para los Habsburgo. Por ejemplo, en la década de los años setenta, poco antes de Lepanto, los servicios secretos de Felipe II consiguieron hacerse con los servicios del renegado procedente de Luca Hurren Bey, dragomán mayor de la corte turca –el oficio del dragomán solo podía ser desempeñado por extranjeros, pues a los nativos del imperio les estaba vetada la práctica de lenguas propias de los infieles– y traductor del sultán con los emisarios europeos por su conocimiento de diversos idiomas, lo que le colocaba en una posición de incalculable valor.
De entre los espías residentes en el exterior destacaban los mercaderes. Los hombres de negocios disponían de más argumentos que nadie para justificar desplazamientos de un lado a otro del Mediterráneo. Asimismo, la falta de relaciones comerciales entre la Monarquía Hispánica y la Sublime Puerta obligaba a los encargados del espionaje a emplear mercaderes que no eran vasallos de Su Majestad. El ejemplo más significativo de esta clase de hombres fue Aurelio Santa Croce, un comerciante de los dominios venecianos que logró dirigir la inteligencia hispana en Estambul.
Finalmente, en las posesiones europeas del sultán la Corona respaldaba siempre a las comunidades que mantenían conflictos con su autoridad. Durante décadas, la región de Himara, en Albania, fue un foco de rebelión contra el poder otomano, que la corte de Nápoles sostenía directamente con dinero y armas a cambio de información militar. Aunque, en ese sentido, la acción que más valoraba la corte virreinal era siempre la destrucción de instalaciones, en la mayor parte de los casos acciones prácticamente suicidas. En 1571, un agente chipriota del virrey de Nápoles desató el pánico en el puerto de Estambul, cuando provocó por la noche el incendio en un polvorín de las atarazanas. Las autoridades otomanas apresaron a los conjurados y días más tarde ya estaban empalados.
Al igual que hacía la inteligencia del sultán, los agentes de la Corona también se dedicaban a identificar espías a sueldo del enemigo. Por ejemplo, Diego de Mallorca, un franciscano que en la segunda mitad de los años setenta del siglo XVI organizó una nueva red de información secreta en Estambul, advirtió a la corte napolitana en uno de sus primeros avisos de que había en la ciudad italiana varios confidentes del sultán. Entre otros, los contactos de Mallorca señalaron a un morisco de Valencia que vivía en Castel Nuovo a las órdenes de Uluch Alí, un personaje al que ya conoceremos más adelante. Además, la inteligencia de los Habsburgo operaba cada vez que iba a realizarse un acto diplomático entre los dos imperios. Antes de cualquier negociación, los espías sondeaban el terreno para que los representantes de la Monarquía Hispánica no cayeran en una trampa de los otomanos que permitiera desacreditar al soberano. El temor a un engaño del sultán estaba tan arraigado que los espías se transformaron en la vanguardia diplomática. Sin ir más lejos, si no se hubiera contado con la labor previa de esos agentes, el enviado milanés Giovanni Marigliani no habría tenido nunca la oportunidad de iniciar las negociaciones que finalizaron en
DE UN EMBAJADOR SE ESPERABA QUE EJERCIERA DE ESPÍA, SOBORNARA A FUNCIONARIOS EXTRANJEROS Y SE HICIERA CON DOCUMENTOS FUNDAMENTALES PARA LAS CAMPAÑAS MILITARES.
1581 con el importante, aunque ambiguo, armisticio entre Felipe II y Murad III.
COSAS DE ESPÍAS
Muchos agentes alentaban proyectos más o menos irrealizables, en los que solían tener algún interés, a los que la corte no prestaba demasiada atención. Desde asesinar a un determinado opositor a sublevar las provincias balcánicas del Imperio otomano o quemar su flota cuando estuviera en puerto. Poco después del armisticio entre turcos y españoles, cuando los otomanos dieron la espalda al Mediterráneo y a la frontera imperial del este y se concentraron en combatir en los límites de Persia, también el centro de gravedad de la política española buscó otros horizontes y se desplazó al Atlántico.
En ese frente los agentes españoles se involucraron en todo tipo de posibles desembarcos en la costa de Inglaterra, Escocia o Irlanda o en conspiraciones para asesinar a Isabel I, como la protagonizada por Anthony Babington en septiembre de 1586 que pretendía poner a María, reina de Escocia, la prima católica de Isabel, en el trono inglés.
Los servicios secretos de uno y otro país se devolvían los golpes, pero Madrid siempre contaba con la ventaja de sus recursos financieros, inmensamente superiores. Uno de sus mayores éxitos fue captar para su causa al embajador inglés en París, sir Edward Stafford, tercer barón Stafford –no confundir, con su antecesor de mismo nombre, el tercer duque de Buckingham, que fue ejecutado por Enrique VIII–, un ludópata muy bien relacionado en los círculos del poder, pero que carecía de fortuna personal para hacer frente a sus deudas de juego.
Por dinero –nada más clásico que eso– Stafford enviaba a su homólogo español datos referentes a aspectos cruciales de la estrategia de su país, como los planes diseñados para atacar Cádiz o Lisboa. Además, engañaba a su propio gobierno tergiversando las intenciones de Felipe II. Algo similar a lo que se hacía en Francia, donde la espesa red de confidentes que España mantenía en el país galo, recababa todo tipo de información confidencial.
Pese a todas las dificultades de su reinado y la extensión de sus dominios Felipe II todavía pudo controlar buena parte del mundo desde El Escorial. Cierto que ya se dejaban ver preocupantes síntomas de decadencia, pero los tercios constituían todavía una baza importante a la hora de poner orden, y los diplomáticos de la monarquía aún eran capaces de imponer en muchas cortes extranjeras la voluntad de su rey.
La monarquía hispánica fue siempre muy consciente de que solo conservaría sus múltiples dominios si impulsaba los servicios secretos. Por eso, Felipe II aconsejó a su hijo y sucesor que procurara estar informado "de las fuerzas, rentas, gastos, riquezas, soldados, armas y cosas de este talle de los reyes y reinos extraños". Así, con datos precisos sobre sus enemigos, Felipe III sabría sus puntos fuertes y dónde estaban sus debilidades, conocimiento que le permitiría diseñar su política exterior.