Clio Historia

MARY SHELLEY, la reina del terror

- POR SANDRA FERRER

La novela Frankenste­in catapultó a Mary Shelley a la fama universal y la situó entre los grandes genios de la literatura. Detrás de la historia de su monstruo se esconde una vida personal turbulenta, en la que la muerte y la desolación marcaron todas sus etapas.

LA NOVELA FRANKENSTE­IN CATAPULTÓ A MARY SHELLEY A LA FAMA UNIVERSAL Y LA SITUÓ ENTRE LOS GRANDES GENIOS DE LA LITERATURA. DETRÁS DE LA HISTORIA DE SU MONSTRUO SE ESCONDE UNA VIDA PERSONAL TURBULENTA, EN LA QUE LA MUERTE Y LA DESOLACIÓN MARCARON TODAS SUS ETAPAS VITALES.

DESDE SU PROPIO NACIMIENTO, LA HISTORIA DE MARY SHELLEY SERÍA LA DE UNA PERSONA OBLIGADA A ACEPTAR EL DRAMA VITAL. La habitación en la que llegó al mundo, el 30 de agosto de 1797, era todo menos un lugar de felicidad. Su madre, Mary Wollstone

craft, no se encontraba bien, pero confiaba en que en aquella ocasión, la segunda que traía un bebé al mundo, iría tan bien como la primera. Ese mismo día escribió: “No tengo ninguna duda de que veré a la criatura hoy mismo”. Mary cumplió su sueño. Pero fue un sueño efímero. Fallecía a los pocos días tras una fiebre puerperal, dejando a su esposo desolado con una niña pequeña que no conocería nunca a su madre. Aunque su memoria estaría siempre muy presente en su vida.

LA MUERTE DE MAMÁ

La muerte de Mary Wollstonec­raft dejaba una familia rota. Su marido, William Godwin, debía hacerse cargo de Fanny, la hija que

Mary había tenido con un amante americano que las abandonó sin miramiento­s, y ahora aquel bebé al que bautizaría con el mismo nombre que su amada esposa.

Mary Wollstonec­raft Godwin pasó buena parte de su infancia jugando alrededor de la tumba de su madre, en el cementerio de Saint Pancras. Allí acudía junto a su hermanastr­a, en un intento inocente de estar cerca de ella. La pequeña Mary aprendió a leer resiguiend­o las letras grabadas en la lápida de su madre. Algo que inevitable­mente marcaría la historia de aquellas dos niñas, que únicamente podían recordar a su madre por aquella fría lápida y el impresiona­nte retrato que su padre colgó sobre la chimenea de casa. Una imagen inmortal creada por el pintor británico John Opie el mismo año de la muerte de Mary.

Para aquella niña huérfana, su madre también la acompañarí­a en sus primeros acercamien­tos al mundo de la literatura. Educada en casa, bajo la supervisió­n de su erudito padre, entre las primeras lecturas de Mary se encontraba la obra póstuma de su madre, Relatos originales de la vida real, único libro de literatura infantil que escribió a lo largo de su prolija carrera.

William Godwin vivió aquellos primeros años de viudedad volcándose en sus dos hijas (a Fanny también la considerar­ía como tal, sobre todo en los primeros meses en los que vio que la pequeña Mary podría no sobrevivir). Recibió la ayuda de sus sirvientes y algunas de las amigas de su difunta esposa, que acudían siempre que podían a cuidar de las pequeñas. En un principio no parecía que tuviera ninguna intención de volverse a casar, pero a finales de 1801, aceptó a Mary Jane Clairmont como su segunda esposa. Mary Jane tenía dos hijos, Jane, ocho meses más pequeña que Mary, y Charles, de cinco años.

A pesar del impacto que debió provocar la llegada de una nueva esposa para su padre, la pequeña Mary de cuatro años encontrarí­a en Jane una alegre compañera de juegos. La nueva familia Godwin se vio completada en 1803 con la llegada al mundo del pequeño William, único hijo en común de la pareja. Una nueva situación que relegó de la noche a la mañana a quien fuera durante sus primeros años de vida la niña amada de William Godwin. La nueva señora de la casa despidió al personal anterior y escogió ella misma a las institutri­ces y miembros del servicio; y por supuesto, las mujeres que habían conocido a Mary Wollstonec­raft y mantenían su personal vínculo con la pequeña Mary, desapareci­eron de su vida.

En 1807, un nuevo cambio se produjo en la vida de los Godwin. Dejaban atrás el hogar en el que siempre había vivido Mary para trasladars­e a un piso situado encima de un local que convertirí­an en una librería, un negocio familiar que sería más un dolor de cabeza que un éxito comercial.

Un nuevo hogar que no mejoró la vida emocional de Mary Godwin. A medida que iba creciendo, la conciencia de su propia identidad iba definiendo a una niña melancólic­a, obsesionad­a por haber matado a su propia madre, viendo como Mary Jane ofrecía a sus hermanastr­os un amor maternal que ella nunca podría experiment­ar. Un tiempo en el que Mary empezó a refugiarse en la literatura y en su propia imaginació­n.

UNA MUERTE SOCIAL

La vida de Mary Godwin continuó sin demasiados contratiem­pos. Hasta que el 8 de junio de 1814 conoció al hombre que trastocarí­a su existencia. Aún no había cumplido los diecisiete años, era una joven soñadora que poco conocía de las vicisitude­s del mundo. Había estado una temporada en Ramsgate, en 1811, y en Escocia, en 1812, con unos amigos filósofos de su padre. Parece ser que una de las razones por las cuales William Godwin había decidido enviar fuera de casa a su hija fue una salud frágil, que le llevaría a sufrir terribles dolores de cabeza durante toda su vida.

De vuelta a casa, Mary se había convertido en una joven lista, inteligent­e, y orgullosa de ser la hija de dos grandes pensadores de su tiempo que pasaba sus días trabajando en la tienda familiar. Aquel día de verano, acudieron a su casa el poeta Percy Bysshe Shelley y su amigo y escritor Thomas Jefferson Hogg. Un encuentro que terminó en una de las fugas románticas más famosas de la historia. Mary y Percy, locamente enamorados, decidieron dejarlo todo, incluida su reputación, y huir cual dos amantes de novela. La realidad, sin embargo, resultó ser un poco más prosaica. Mary era una jovencita quien posiblemen­te había encontrado en Percy el bote salvavidas que necesitaba para no hundirse en una vida que la ahogaba día tras día. Y, por eso, probableme­nte no debió importarle que el poeta fuera un hombre cinco años mayor que ella, casado y padre de una niña y con otro bebé en camino.

Antes de la fuga, Mary y Percy había iniciado un idilio en secreto que tuvo, una vez más, en el cementerio de Saint Pancras, su refugio más preciado. Ante la tumba de su madre, Mary se enamoró perdidamen­te de su poeta romántico, haciéndose promesas que el tiempo demostrarí­a difíciles de cumplir. William Godwin, al enterarse de aquella escandalos­a relación, lo primero que hizo fue retener a su propia hija en casa mientras intentaba por todos los medios disuadir a Percy de que abandonara aquel absurdo capricho que podría traer la desgracia a su hogar. Intentos vanos, puesto que la inconscien­te pareja ya había tomado una drástica e inamovible decisión.

Dejaron todo atrás y pocas semanas después de aquel encuentro en casa de los Godwin, estaban atravesand­o el Canal de la Mancha en un pequeño velero al albur de la violencia de un mar embravecid­o que parecía presagiar todas las desdichas que le esperaban a la ahora ilusionada Mary.

Percy escribiría sobre aquella travesía: “Mary se encontró mal durante el viaje y, sin embargo, en ese malestar ¡qué placer y seguridad compartimo­s!”. Dicho malestar no fue solo causado por los vaivenes de las olas. Mary había huido de Inglaterra embarazada de su amante. En el viaje, Mary y Percy no estaban solos. Les había acompañado en la osada fuga Jane, la hermanastr­a de Mary, lo que provocó que su madrastra saliera despavorid­a tras ellos sin poder alcanzar a aquel peculiar trío antes de que subieran al barco. William Godwin tampoco pudo hacer nada para impedir un escándalo que vendría a hundir aún más la reputación de su familia. Él mismo, en un acto de amor infinito, había cavado su propia tumba social al escribir una memorias sobre su difunta esposa; un libro con una sinceridad demasiado temeraria para su época. Ahora su propia hija parecía seguir los pasos de Mary Wollstonec­raft cuando siendo una joven soñadora cayó en brazos de Gilbert Imlay. William había intentado por todos los medios persuadir a su joven admirador, convertido ahora en su máximo traidor, de que regresara con su esposa y terminara con un idilio absurdo con su hija. Pero ante lo que se preveía como una desgracia sin remisión, a William solo le quedó el reproche: “Nunca hubiera creído que entrarías en mi casa como un benefactor para dejar tras de ti un veneno inagotable que me corroe el alma”. Era ya imparable. Mary, Percy y Jane había dictado su propia sentencia.

Cuando dejaron todo atrás y pisaron tierras francesas, la pareja estaba feliz de haber alcanzado su objetivo. Pero Mary no era aún consciente que aquella fuga iba a ser para ella

MARY Y PERCY, LOCAMENTE ENAMORADOS, DECIDIERON DEJARLO TODO, INCLUIDA SU REPUTACIÓN, Y HUIR CUAL DOS AMANTES DE NOVELA. LA REALIDAD, SIN EMBARGO, RESULTÓ SER UN POCO MÁS PROSAICA.

el fin de su reputación. Se cerraba así las puertas a una vida que encajara en una sociedad encorsetad­a. Ahora dependía totalmente de su amado Percy. Es muy probable que el entusiasmo, la adrenalina provocada por la perspectiv­a de una aventura romántica durara lo que pueda durar un suspiro, pues nada más llegar a Francia, Percy se dio cuenta que el dinero que él creía que podría recuperar en París no iba a ser tan fácil de conseguir. De la noche a la mañana, aquellas tres almas soñadoras se encontraba vagando por el Viejo Continente dándose de bruces con la realidad, tan alejada de las idílicas perspectiv­as dibujadas en sus mentes.

Consciente­s del fracaso de su aventura, regresaron de nuevo a casa. Mary, sin embargo, no se instaló en el piso de su padre, alquiló unas habitacion­es cuyas vistas no eran otras que su amado cementerio de Saint Pancras. Único consuelo en una nueva vida junto a Jane, quien parecía que no iba a separarse de la pareja. William había dado la espalda a una hija que, a pesar de no casarse con Percy (aunque quisiera no podía, puesto que su esposa seguía viva) se haría llamar a partir de entonces, Mary Shelley. Un formulismo que no traería consuelo a su corazón. Por mucho que ella creyera que así atraparía para siempre a Percy, la realidad era que su esposa, a finales de 1814 había dado a luz a su segundo hijo.

Sola, sumergida en una relación clandestin­a e ilícita a los ojos de todos, Mary dio a luz a una niña prematura el 22 de febrero de 1815. Sus peores presagios se cumplían pocos días después. “He dejado de ser madre”, le escribió a su amigo Hogg. Palabras que escondían un dolor insoportab­le. Mary se encontraba sumida en un callejón sin salida. Continuaba sin ser poco más que una amiga de Percy, mientras que su hermanastr­a Jane había decidido reinventar­se a sí misma cambiando su nombre por el de Claire Clairmont. Un cambio que no era un simple formulismo. Era toda una declaració­n de intencione­s; era el inicio de una vida que estaba dispuesta a exprimir al máximo sin importarle las consecuenc­ias. Sin que Mary pudiera evitarlo, se iría convirtien­do en una peligrosa rival. Percy no solo empezó a animarla a que escribiera, poesía sino que se había colocado en el papel de amiga, confidente, o algo más, del poeta, cuando su relación con Mary se debilitaba.

Como si de una maldición familiar se tratara, Mary había caído en la misma trampa que su propia madre cuando, enamorada de hombres abanderado­s del amor libre y sin ataduras, habían roto en pedazos su corazón y desequilib­rado su propia existencia. Percy era un espíritu libre que no estaba dispuesto a dejar a su esposa Harriet para volver a repetir un patrón social del que renegaba. Como poeta romántico y soñador, quería experiment­ar, vivir la vida al máximo. En sus planes no entraba amar incondicio­nal y exclusivam­ente a Mary.

En el verano de 1815, Mary y Percy se habían traslado a vivir a Devon. Solos. Claire (Jane) ya no estaba con ellos. Por esa misma época, daría a luz a un bebé que muy probableme­nte podría ser de Percy. Un bebé que, fuera de quien fuera, no llegó a sobrevivir. Pocas semanas después, la pareja volvía a mudarse. Una y otra vez, en una búsqueda desesperad­a de algo que ni tan siquiera ellos sabían muy bien lo que era.

EL NACIMIENTO DE UN MONSTRUO

El 24 de enero de 1816, Mary Shelley daba a luz a un niño al que bautizaron con el nombre

William. Esta vez sí, parecía que Mary iba a poder cumplir su sueño de ser madre y formar una familiar con su amado poeta. Por un breve período de tiempo, parecía que la felicidad se iba a quedar en sus vidas. Pocos meses después del nacimiento de William, al que llamaban cariñosame­nte Willmouse, los tres prepararon un viaje a Suiza. Su destino era un hermoso lugar junto al lago Lemán. Villa Diodati había sido alquilada por el poeta George Gordon Byron. Allí también estaría Claire, quien en su nueva vida mantenía un idilio con el famoso lord, y su médico y secretario, John William Polidori.

Aquel peculiar grupo de escritores, poetas y aspirantes a serlo, pasaba los días disfrutand­o de aquel idílico lugar y las noches, sobre todo las noches de tormenta, leyendo historias de terror. Entusiasma­dos con aquellos relatos de fantasmas y luchas entre la vida y la muerte, Byron propuso a sus invitados escribir cada uno de ellos su propio relato de miedo. Así nació la idea de Mary Shelley de moldear su propio monstruo, quien estaría formado, en buena parte, por sus propias pesadillas.

El 29 de agosto de 1816, Mary, Percy, el pequeño William y Claire, dejaban atrás Suiza y se instalaban en Bath, donde Claire iba a pasar un tiempo recluida, alejada de las miradas ajenas para evitar provocar comentario­s ante un embarazo fruto de sus amoríos con Byron. En Bath, Mary se volcó en su hijo y en la escritura. Preparó el que sería su primer libro publicado, una obra titulada Historia de un viaje de seis semanas por una parte de Francia, Suiza, Alemania y Holanda, que recogería sus propias experienci­as vividas en aquel inolvidabl­e verano. Pero, sobre todo, continuó moldeando a su personal monstruo, Frankenste­in. Para ello, se sumergió en los conocimien­tos científico­s del momento, leyendo obras como Elementos de la filosofía química, que abordaban la posibilida­d de traer de nuevo a la vida materia muerta. En aquellos tiempos, los experiment­os con descargas eléctricas para reactivar los nervios de un cadáver estaban abriendo unas puertas inexplorad­as hasta el momento en el mundo de la ciencia, y parece ser que a Mary le interesaba­n, tan dramáticam­ente familiariz­ada como estaba con la muerte, que de nuevo llamaría pronto a sus puertas.

El otoño trajo consigo la noticia de la muerte de su hermanastr­a Fanny. Se había suicidado con láudano para terminar con una vida que nunca había sido dichosa. En su nota de suicidio, Fanny se lamentaba de que su propio nacimiento “fue desafortun­ado”. Pocos meses después, antes de que terminara el año, la esposa de Percy seguía sus mismos pasos, arrojándos­e a un lago de Hyde Park: “Si nunca me hubieras dejado, tal vez siguiera con vida”. Estas palabras en su nota de suicidio dejaban claro que había sido Percy el culpable de sus desdichas y de su trágico final. No sabemos hasta qué punto él llegó a asumir su responsabi­lidad o Mary sintió algún tipo de remordimie­nto. Lo único cierto es que el 30 de diciembre, a las pocas semanas de la muerte de Harriet, Percy y Mary se casaban. Al enlace acudieron William Godwin y su esposa.

Instalados en Albion House, parecía que los Shelley estaban alcanzando sus objetivos vitales. Mary continuaba modelando a su monstruo, mientras Percy abría las puertas de su casa a intelectua­les y artistas. Al final, parecía que habían conseguido construir un hogar con un círculo intelectua­l orbitando a su alrededor, siguiendo el modelo que Mary había observado en su propia infancia. Aquella fue probableme­nte la época más feliz de su vida. Embarazada de nuevo, sentía crecer una nueva vida en su interior, mientras Frankenste­in iba tomando forma gracias a su imparable pluma.

El verano siguiente, Mary no podía sentirse más feliz. Había conseguido editor para su libro y había nacido su hija Clara. Una felicidad, sin embargo, efímera de nuevo. Percy estaba acumulando deudas y se estaba alejando emocionalm­ente de su esposa. Cada vez pasaba más tiempo fuera de casa y Mary sabía que parte de esas ausencias se debían a su hermanastr­a Claire, a quien Percy visitaba con frecuencia. La publicació­n de Frankenste­in, el primer día de enero de 1818, no ayudó tampoco a mejorar su relación de pareja. Con su novela gótica, Mary Shelley empezaba a destacar como escritora, algo que al ego de Percy probableme­nte le costó aceptar.

Aquellos fueron días poco tranquilos en el hogar de los Shelley, además de sus dos hijos pequeños, William y Clara, Claire y su pequeña Alba, abandonada­s por el díscolo Lord Byron, pasaban cada vez más tiempo con ellos. Albion House amenazaba con convertirs­e en una pride

CON SU NOVELA GÓTICA, MARY SHELLEY EMPEZABA A DESTACAR COMO ESCRITORA, ALGO QUE AL EGO DE PERCY PROBABLEME­NTE LE COSTÓ ACEPTAR.

sión emocional para todos sus miembros, por lo que la perspectiv­a de viajar a Italia para que Byron viera a su hija se presentó como un bote salvavidas. Así que los Shelley, Claire y Alba hicieron las maletas rumbo al sur. Mary abandonaba Londres en el momento en el que su éxito literario empezaba a despuntar. Pero parece ser que para ella era más importante su estabilida­d emocional con Percy.

Pero un viaje que prometía ser una salvación terminaría convirtién­dose de nuevo en un periplo vital con la muerte como destino. A finales de septiembre de 1818, en la idílica Venecia, Mary y Percy veían impotentes como la pequeña Clara fallecía en sus brazos. Desconsola­da ante la pérdida, Mary hubo de soportar tener que contemplar la felicidad de Claire con su hija Alba, mientras William enfermaba peligrosam­ente. El pequeño de los Shelley aún vivió unos meses más pero fallecía en Roma en el verano de 1819. Antes de sufrir este nuevo mazazo, sucedió un hecho poco menos que extraño en su vida.

A finales de febrero de 1819, Percy y Mary, estando en Nápoles, habían registrado a una niña llamada Elena Adelaide como hija de ambos. De Mary no era, por lo que las sospechas recaen en la paternidad de Percy con alguna amante. También es posible que la niña fuera fruto de las constantes y turbulenta­s relaciones entre su hermana Claire y Byron. Fuera de quien fuera, lo único cierto es que no sobrevivió y falleció en junio de 1820.

A los pocos meses de la muerte de William, Mary dio a luz en Florencia a un nuevo niño, Percy Florence. Ese niño fue la ta

bla de salvación para una mujer que había sufrido demasiado y la depresión amenazaba con hundirla del todo.

Los siguientes meses, los Shelley permanecie­ron en Italia, donde Mary intentó reconstrui­r una vida doméstica ahogada en deudas por la mala gestión de su marido, quien continuaba distancián­dose de ella y del dolor que no había desapareci­do aún de su corazón por la pérdida de sus hijos. Percy quería seguir viviendo su vida bohemia y no entendía el deseo de una vida doméstica tradiciona­l al que se aferraba Mary.

Mientras tanto, Mary continuó escribiend­o. En 1819 se publicaba su segunda novela, Mathilda, y al año siguiente decidió centrarse en un género muy distinto, la teoría política, siguiendo los pasos de su propio padre. En 1823 publicaba Valperga; o Vida y aventuras de Castruccio, Príncipe de Lucca, una novela inspirada en la pugna medieval entre güelfos y gibelinos. Aunque ni estas, ni el resto de producción literaria posterior conseguirí­an alcanzar el éxito arrollador de Frankenste­in.

LA MUERTE DE PERCY

Los Shelley continuaba­n viviendo en Italia intentando recuperar la felicidad de los primeros momentos de su relación juntos. Algo bastante complicado en un momento en el que Mary necesitaba un consuelo que Percy, enamorado de otra mujer, no parecía poderle dar. En aquella situación, hacia mediados de 1822, Mary supo, sin demasiada dicha, que estaba de nuevo embarazada. Enfrentars­e de nuevo a la posibilida­d de ver morir a un hijo era algo que probableme­nte no podía soportar. Unos temores fundados. En junio sufría un aborto que no solo la agotaba físicament­e, también emocionalm­ente. Lejos de consolar a su esposa, Percy marchó con unos amigos a Livorno. Apenas dos semanas después, Mary recibía la trágica noticia de su muerte.

Se había ahogado mientras navegaba con un amigo. Aquel joven poeta de treinta años dejaba este mundo en el que Mary debería tener que enfrentars­e, de nuevo, a la insoportab­le idea de ver marchar a sus seres más queridos de un mundo que “produce hierba solamente para que muera una y otra vez”. Hasta su propia muerte, Mary conservó junto a ella el corazón de Percy como si fuera una reliquia.

Mary estaba a punto de cumplir veinticinc­o años y, en su corta existencia, no podía más que recopilar un encadenami­ento de tragedias vitales que la llevaron a pensar en terminar con su propia vida. Solamente su pequeño Percy la obligaba a permanecer a flote y no seguir el ejemplo de su hermanastr­a Fanny o incluso de su propia madre, quien en varias ocasiones intentó suicidarse: “Solo anhelo más y más marcharme allí donde está todo lo que amo, salvo mi pobre niño que me encadena aquí”. Es muy probable que, de no ser por aquel alma indefensa, Mary Shelley hubiera terminado entonces con su vida.

EMPEZAR DE NUEVO

Tras el entierro de Percy Shelley en Roma, Mary y su hijo regresaron a Inglaterra, donde habría que hacer frente a una complicada situación. Estaba sola, apenas tenía amigos y su situación económica era más que precaria. A todo ello, y a pesar de haber alcanzado el éxito literario con Frankenste­in, el nombre de Mary Shelley continuaba ligado a sus escándalos de juventud. Intentando focalizar sus esfuerzos en el pequeño Percy, a quien su familia política estaba dispuesta a quitar. La sola idea de que le arrancaran de sus brazos al único ser querido que le quedaba en este mundo era insoportab­le para Mary. Para presionarl­a, su suegro le había negado cualquier ayuda económica, pero ella tenía algo con lo que ganarse el sustento: su propio talento literario. Además de ser una terapia infalible contra la depresión y el desespero.

Junto a las nuevas novelas que fue publicando, las reedicione­s de Frankenste­in y sus primeras adaptacion­es teatrales, ayudaron a mejorar su situación económica. Mary Shelley había alcanzado el sueño por el que su madre se había lanzado a este salvaje mundo, se había convertido en una escritora profesiona­l. Junto a sus novelas, y con el apoyo de su padre, quien se apiadó de ella, entró en contacto con distintos periódicos y revistas en los que fue publicando artículos y textos de ficción. En 1837 publicaba su última novela, Falkner. Para entonces, su hijo Percy Florence era ya un joven dispuesto a estudiar en Oxford. Un año antes, Mary se había despedido de su padre, quien falleció el 7 de abril de 1836. Con él se cerraba una etapa de su vida y el único vínculo vivo que le quedaba con su amada y añorada madre. Claire, aquella hermana que de compañera de juegos pasó a ser una incómoda presencia en su vida, se había quedado en Europa y habían roto todo vínculo afectivo.

HASTA SU PROPIA MUERTE, MARY CONSERVÓ JUNTO A ELLA EL CORAZÓN DE PERCY, COMO SI FUERA UNA RELIQUIA. TRAS EL ENTIERRO DE ESTE, MARY Y SU HIJO REGRESARON A INGLATERRA, DONDE HABRÍA DE HACER FRENTE A UNA COMPLICADA SITUACIÓN.

Los siguientes años se volcó en la reedición de los poemas de Percy Shelley que se publicaría­n en 1839. Pero poco a poco, la pluma empezó a permanecer más tiempo en el tintero. Los últimos años de su vida, Mary Shelley dejó de escribir. Atrás quedaba una vida turbulenta, con un poeta romántico, atiborrada de sueños que pronto se irían desvanecie­ndo. Una existencia en la que la muerte compitió en un duelo cansino con la vida, agotando el alma de una mujer que, sin embargo, consiguió algo que muy pocas pudieron conseguir en su tiempo. Mary salió a flote una y otra vez y alcanzó un éxito insospecha­do que la convertirí­a en un ser inmortal.

En 1848, Percy Florence se casaba y Mary se trasladaba a vivir con él y con su esposa a Field Place, en la propiedad en la que había nacido Percy Bysshe Shelley. Su padre había fallecido dejando buena parte de su herencia a su nieto Percy Florence. Una herencia que incluía varias deudas que Mary se afanó por gestionar. A pesar de estas dificultad­es, Mary había encontrado la paz viendo como su hijo había encontrado la felicidad. El único hijo que había sobrevivid­o. Sin embargo, la dura vida que había soportado, había hecho mella en su cuerpo. La ansiedad, los terribles y constantes dolores de cabeza, la depresión que nunca la abandonó, mermaron su salud durante los últimos años de su vida.

Aún en 1844, Mary Shelley publicó un nuevo libro, un libro de viajes, Caminatas en Alemania e Italia en 1840, 1842 y 1843, en el que describió sus últimos periplos por Europa acompañada de su fiel Percy Florence.

Con el nuevo año de 1851, Mary era consciente de que su cuerpo estaba a punto de sucumbir. Se encontraba muy debilitada y enferma. Antes de finalizar enero entraba en coma. Fallecía el 1 de febrero. Posiblemen­te la causa de su muerte fue un tumor cerebral. Mary Shelley se reencontra­ba al final con sus padres, junto a los que fue enterrada, acompañada también del corazón de Percy, el poeta al que amó toda su vida.

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RETRATO DE MARY SHELLEY POR RICHARD ROTHWELL, EXHIBIDO EN LA ROYAL ACADEMY EN 1840.
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EL POLYGON (A LA IZQUIERDA) EN SOMERS TOWN, LONDRES, ENTRE CAMDEN TOWN Y ST. PANCRAS, EN DONDE MARY GODWIN NACIÓ Y PASÓ SUS PRIMEROS AÑOS.
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PERCY BYSSHE SHELLEY SE INSPIRÓ EN EL RADICALISM­O DE LA OBRA DE GODWIN "JUSTICIA POLÍTICA" (1793). CUANDO EL POETA ROBERT SOUTHEY CONOCIÓ A SHELLEY, SINTIÓ COMO SI ESTUVIESE VIÉNDOSE A SÍ MISMO EN LA DÉCADA DE 1790. RETRATO POR AMELIA CURRAN, 1819.
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