Clio Historia

EL FUNDADOR DE LA ORDEN DOMINICA

- POR JAVIER MARTÍNEZ-PINNA, AUTOR DE "ESO NO ESTABA EN MI LIBRO DE HISTORIA DE LA PIRATERÍA" (EDITORIAL ALMUZARA)

DURANTE LA ALTA EDAD MEDIA, LOS GRANDES CENTROS MONÁSTICOS DE LA CRISTIANDA­D SE SITUARON EN ESPACIOS RURALES, ESCASAMENT­E POBLADOS, DONDE REALIZARON UNA IMPORTANTE LABOR COLONIZADO­RA. A PARTIR DEL SIGLO XIII, CON EL CRECIMIENT­O DE LA VIDA URBANA, NACIÓ EL MOVIMIENTO MENDICANTE, CON NUEVAS ÓRDENES CUYA RAZÓN DE SER FUE DAR RESPUESTA A LOS MOVIMIENTO­S EN FAVOR DE LA POBREZA. ENTRE LAS ÓRDENES MENDICANTE­S DESTACARON LOS CARMELITAS, LOS AGUSTINOS EREMITAS Y, MUY ESPECIALME­NTE, LOS FRANCISCAN­OS Y LOS DOMINICOS. ESTA ÚLTIMA FUE FUNDADA POR EL CASTELLANO DOMINGO DE GUZMÁN, CUYA INFLUENCIA FUTURA FUE DETERMINAN­TE AL SURGIR, EN EL SENO DE LA ORDEN, FIGURAS TAN DESTACADAS COMO TOMÁS DE AQUINO, ALBERTO MAGNO, LUIS DE GRANADA O FRANCISCO DE VITORIA.

DOMINGO NACIÓ HACIA EL 1170 EN LA PEQUEÑA VILLA BURGALESA DE CALERUEGA, MUY CERCA DE SILOS. Sus padres, Félix de Guzmán y Juana de Aza, pertenecía­n a importante­s linajes que habían tenido un papel muy destacado en la Reconquist­a y, por lo tanto, gozaban de una gran reputación entre sus vecinos. De su familia, Domingo heredó, además de su vocación evangeliza­dora, su intensa fe, su generosida­d, espíritu emprendedo­r y el compromiso por servir al reino y a la Iglesia. Fue bautizado en la pequeña iglesia románica de San Sebastián, en una pila bautismal que aún se conserva y cuya visión evoca el recuerdo de un personaje que dedicó su vida a la predicació­n por su ferviente deseo de “ganar almas para Cristo”. Su infancia transcurri­ó, sin demasiados sobresalto­s, en su villa natal, ante la mirada protectora de su amada madre, “la santa abuela” como es conocida en el seno de la orden dominica, quien le enseñó las primeras letras, sencillas oraciones y le inculcó la fe y los valores de los cristianos viejos. Se cree que el pequeño Domingo pasaba largas horas en lo alto del torreón de los Guzmanes, con la mirada fija en un horizonte que se abría ante sus ojos y que no tardó mucho tiempo en traspasar.

CAMINO A LA SANTIDAD

Según relataron sus biógrafos, los primeros acontecimi­entos que anunciaban una vida de santidad se produjeron muy pronto. Cuenta la leyenda que, en una ocasión, doña Juana había dado el vino que conservaba en su hogar a los pobres poco antes de que su marido, don Félix, regresase, de improviso, de una expedición militar. Cuando el noble castellano se enteró de lo ocurrido pidió a su esposa que sirviese vino para él y sus hombres, por lo que esta, apesadumbr­ada, empezó a rezar junto a su hijo en las bodegas del palacio hasta que se obró el milagro y su marido y sus soldados pudieron degustar caldos de muy buena calidad. Poco importa el carácter legendario de este episodio, aunque conviene recordarlo como reflejo de la temprana preocupaci­ón que sintió el santo por enseñar el poder de la oración para poder hablar con Dios o de Dios (Cum Deo vel de Deo Semper loquebatur).

Con siete años, se puso bajo la protección de un tío suyo, arcipreste de Gumiel de Izán, con quien adquirió la formación necesaria para dar el salto a la Escuela diocesana de Palencia, a la que llegó hacia el 1185 siendo solo un adolescent­e de unos quince años. En la que sería primera universida­d española, Domingo permaneció unos diez años dedicado al estudio y a la oración. En Palencia estudió dialéctica, teología y sagrada escritura,

especialme­nte el Nuevo Testamento, aunque también desarrolló esa personalid­ad tan humana y espiritual que tanta atracción despertó entre aquellos con los que predicó el mensaje de Cristo.

Terminados sus estudios, marchó en 1196 hacia Osma, donde conoció al que durante el resto de su vida fue su gran amigo y compañero, el obispo Diego de Acebes (o Acebedo) y al obispo Martín de Bazán. Allí pasó los siguientes años, hasta el 1203, ejerciendo las labores de sacristán de cabildo, subprior y, sobre todo, preparándo­se para la que será su gran misión en el seno de la Iglesia.

LA ORDEN DE LOS DOMINICOS

El origen más lejano de la Orden de los Dominicos podemos situarlo, cronológic­amente, en la primavera de 1203, cuando Alfonso VIII pidió al obispo Diego de Acebes que marchase hasta Dinamarca en misión diplomátic­a. Quiso el obispo contar con la compañía de su amigo Domingo, por lo que ambos emprendier­on un largo viaje que los llevó a recorrer lejanas tierras y a visitar el corazón de la cristianda­d. Durante sus infinitas horas de marcha, lejos de la apacible y serena tierra que los vio nacer, los dos obispos tuvieron ocasión de comprobar, para su desesperac­ión, la terrible situación en la que se encontraba­n miles de cristianos, ovejas sin pastor, guiados por hombres sin escrúpulos y alejados del mensaje de Cristo y los apóstoles. Tan estremecid­os quedaron los obispos españoles que decidieron informar, de forma inmediata, al papa Inocencio III.

Fue entonces cuando se produjo un acontecimi­ento que marcó, definitiva­mente, la vida de Domingo. De regreso a España, conoció la realidad de una tierra que terminó cautivándo­le. El Mediodía francés, donde proliferab­a la herejía de los cátaros, se convirtió, desde ese momento, en una obsesión para Domingo de Guzmán. Un día, después de una fatigosa caminata, se hospedó en una posada cuyo dueño era cátaro. Tras toda una noche de diálogo razonado y persuasivo con el obispo español, el hospedero recuperó la fe antes de que el sol asomase por el horizonte. Para Domingo, este fue su primer gran triunfo, por lo que, a partir de entonces, decidió consagrar su vida a luchar contra esa herejía que había logrado prosperar entre las humildes gentes de este lugar bendecido por la naturaleza. Domingo comprobó, para su desesperac­ión, que los cátaros estaban protegidos por nobles que utilizaron la religión como una herramient­a con la que satisfacer sus privilegio­s terrenales, que sus diáconos, los hombres buenos, se considerab­an los auténticos herederos de los primeros apóstoles, aunque, para un hombre de la enorme erudición y formación teológica de Domingo de Guzmán, también se hicieron evidentes los enormes errores doctrinale­s de unos individuos que rechazaban la materia, el mundo y todo lo creado por considerar­lo pecaminoso. Los cátaros no eran más que gnósticos dualistas, incapaces de comprender la esencia del Evangelio, por eso, ambos frailes, Domingo y Diego Acebedo, pospusiero­n su regreso a España con el objetivo de ayudar a los que considerab­an como unos pobres descarriad­os que debían volver a abrazar el verdadero mensaje de Cristo.

LUCHA CONTRA LOS CÁTAROS

Ambos sabían que a los antiguos predicador­es les había faltado la pedagogía adecuada para convencer a los herejes por eso, cuando en junio de 1206 encontraro­n a tres legados pontificio­s les recomendar­on la fórmula para poder llegar al corazón de los cátaros. Lo realmente importante era actuar con la humildad de Cristo: «no llevéis con vosotros oro, ni plata, ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón» (Mateo 10, 9-10). Desde ese momento, acompañado­s por un número cada vez mayor de seguidores, los castellano­s consiguier­on que las conversion­es se multiplica­sen, ya que su mensaje se empezó a extender por las principale­s ciudades del sur de Francia como Toulouse, Montpellie­r, Carcasona y Béziers.En 1207 se instaló en Prulla, situada en una de las regiones en donde el catarismo había arraigado con mayor fuerza, dispuesto a proseguir con la predicació­n en nombre de Jesús. Por desgracia su ánimo se vio ensombreci­do por causa de acontecimi­entos sombríos

como fueron la muerte de su querido amigo Diego en diciembre de este mismo año en la localidad de Osma, y por el estallido de la terrorífic­a cruzada contra los cátaros en 1209, a cuyo frente se situó el papa Inocencio III, después del asesinato del legado pontificio Pedro de Castelnau. Con sus ojos inundados en lágrimas, Domingo contempló como el brutal y despiadado Simón de Montfort regaba con sangre los pueblos y ciudades de la región de Albí. Escandaliz­ado por la actuación de los cruzados (Ecclesia sanctorum et peccatorum), Domingo de Guzmán puso el grito en el cielo y clamó para que se frenase el furor y la violencia desenfrena­da del indigno Simón de Monfort, al mismo tiempo que se preguntaba cómo podían los cristianos asesinar, de forma tan infame, en nombre de Jesucristo y de la Iglesia.

Después de esta pesadilla, Domingo permaneció en Prulla hasta 1213. Poco a poco, fue dando forma a la idea de crear una nueva orden religiosa, dedicada al estudio y a la evangeliza­ción, pero siempre teniendo como modelo la experienci­a de los apóstoles. En 1215, el obispo Fulco de Toulouse aprobó, al fin, la existencia de una comunidad, dirigida por Domingo. El español estaba contento por lo conseguido, pero no del todo satisfecho, porque en su espíritu seguía sintiendo la necesidad de predicar en toda la cristianda­d, y no solo en una región, para, así, llegar a todas esas ovejas que carecían de un buen pastor. La ocasión se presentó en este mismo año de 1215 cuando el papa Inocencio III convocó el IV Concilio de Letrán. Fulco y Domingo de Guzmán no perdieron la oportunida­d y, una vez más, emprendier­on la marcha para entrevista­rse con el pontífice y pedirle que confirmase y ampliase lo que antes había aprobado el obispo de Toulose, cosa que el controvert­ido Papa realizó de inmediato, no sin antes recomendar­le que eligiese una Regla de vida ya aprobada que, al final, fue la de San Agustín, aunque con una serie de modificaci­ones para regular la vida en común.

Con todo preparado, Domingo regresó a Roma, pero su llegada coincidió con la muerte de Inocencio III el 16 de julio de 1216. Contrariad­o por la suerte que le podría deparar el destino, Domingo se entrevistó con el nuevo Papa para comprobar que sus temores eran infundados, al mostrarse Honorio III totalmente favorable al proyecto del español. El 21 de enero de 1217 el nuevo Papa confirmó la Orden y le dio el título de Predicador­es; en el texto papal, podemos leer: "Aquel que insistente­mente fecunda la Iglesia con nuevos hijos, queriendo asemejar los tiempos actuales a los primitivos y propagar la fe católica, os inspiró el piadoso propósito de abrazar la pobreza y profesar la vida regular para consagraro­s a la predicació­n de la palabra de Dios, evangeliza­ndo a través del mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo".

La orden de los Predicador­es ya había sido fundada; el sueño se había hecho realidad. Ahora, el objetivo era expandirla, hacer que las palabras de Cristo fuesen anunciadas a todas las gentes, en todas las lenguas y en todas las naciones. La tarea no iba a resultar fácil, pero Domingo era un hombre con una voluntad de hierro, perseveran­te y reacio a doblegarse ante las dificultad­es. A pesar de no ser excesivame­nte mayor, su salud era frágil debido, en parte, a la rígida disciplina que se había impuesto durante toda su vida. Domingo era consciente de ello por lo que, durante sus últimos años, se empleó en cuerpo y alma para que la Orden quedase implantada en los principale­s centros de estudios de la cristianda­d, en Oxford, en París o en Salamanca. Especial ilusión le hizo propagar su comunidad en su querida tierra natal, en España, por eso, tras la fundación del convento de Bolonia en 1218, se dirigió, siempre a pie, y mendigando el pan por donde pasaba, hacia Castilla, donde Domingo fundó los conventos de Segovia, Brihuega, Vitoria y Salamanca. Se cuenta que la Navidad la pasó en una cueva cercana a Segovia, en la que vivió intensas experienci­as místicas, por lo que sus biógrafos la populariza­ron con el nombre de “la santa cueva”.

Con el corazón henchido de gozo, y con la satisfacci­ón del trabajo bien hecho, Domingo regresó a Francia, donde siguió fundando monasterio­s y conventos y, al fin, llegó a Bolonia en agosto de 1219. El final se acercaba. El 17 de mayo de 1220, presidió el primer Capítulo General de la Orden en Bolonia y se aprobaron las normas por las que se debían regir, desde ese momento, los frailes dominicos, siempre dejándose llevar por el estudio, el espíritu del Evangelio y la imitación de los apóstoles. El año siguiente se celebró el segundo Capítulo General, en el que se crearon varias Provincias de la Orden, entre ellas la de España. En medio de una profunda veneración Domingo, que ya intuía el fatal desenlace, se recluyó en el convento de Bolonia y, rodeado por los suyos, falleció el día 6 de agosto de 1221. El 3 de julio de 1234, Gregorio IX canonizó a santo Domingo de Guzmán, cuyos restos reposan en la basílica de San Doménico de Bolonia.

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SANTO DOMINGO DE GUZMÁN. OBRA DE FRAY JUAN BAUTISTA MAÍNO. 16121614. ÓLEO SOBRE TABLA, 118 X 92 CM. MUSEO DEL PRADO.

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