LA PRIMERA GUERRA PÚNICA
GRANDES CIVILIZACIONES
Primera Guerra Púnica, una contienda que no les afectaba directamente. Si los romanos se habían caracterizado al principio de su historia por conformar sus ejércitos casi exclusivamente con tropas propias, Cartago prefirió una estrategia opuesta. Con la intención de evitar que los suyos murieran en combate buscó en todo momento la contratación de mercenarios ajenos. Y resultó que los íberos eran excelentes guerreros. Aguerridos, templados como infantería y mejor aún como caballería pesada. En mi novela "El espíritu del lince" –recién reeditada este año–, relato en los primeros capítulos la participación íbera en las batallas entre Roma y Cartago por el control de Sicilia. Por desgracia para estos bravos luchadores en tierra extranjera la victoria cayó del lado romano, que asfixió tanto a los cartagineses que estos no pudieron pagar las soldadas de los contratados, dando lugar a la Guerra de los Mercenarios.
Los pueblos íberos podrían haber permanecido un tiempo más apartados de todas estas guerras, salvo por su participación voluntaria como soldados de fortuna, de no ser por un hombre que se adelantó a todos los demás a la hora de dar el siguiente paso: Amílcar Barca. Ante la penosa situación en la que había quedado Cartago, su ya por entonces mejor general tuvo la visión –y la osadía– de idear una gran empresa para escapar de las duras condiciones de paz impuestas por Roma: conquistar Iberia. No una simple creación de colonias dispersas, como había ocurrido hasta ese instante, sino una auténtica expansión territorial. Una estrategia totalmente extraña para los cartagineses, antinatural se podría decir. No resulta sorprendente que el patriarca de los Bárquidas tuviera que enfrentarse a las élites más inmovilistas que dominaban el Consejo de Cartago y sufragar de su propio bolsillo la marcha hasta la Península. Marcha que no podía darse por mar, pues una de las imposiciones romanas impuesta tras la Primera Guerra Púnica era la prohibición de fletar barcos de guerra o el transporte de tropas por mar. Así pues, Amílcar realizó una hazaña que solo su propio hijo superaría años después, la travesía a pie de su gran ejército por la costa norteafricana hasta llegar al actual Estrecho de Gibraltar. Allí, al otro lado, los esperaban sus hermanos de la colonia de Gadir, nuestra Cádiz.
LOS PUEBLOS ÍBEROS PODRÍAN HABER PERMANECIDO UN TIEMPO MÁS APARTADOS DE TODAS ESTAS GUERRAS DE NO SER POR UN HOMBRE QUE SE ADELANTÓ A TODOS LOS DEMÁS A LA HORA DE DAR EL SIGUIENTE PASO: AMÍLCAR BARCA.
Así, de este modo, los íberos se vieron de la noche a la mañana invadidos por un grupo armado muy distinto a lo que estaban acostumbrados. Una gran potencia pretendía arrancarles las riendas de su destino, bien fuera mediante alianzas pacíficas o a través de las armas, cuando hubiera oposición. Y la
hubo, aunque fuera aislada, sin organización alguna. Los distintos clanes y etnias no fueron capaces de establecer una estrategia común de defensa, sencillamente porque siempre habían vivido aislados entre sí, enfrentados. Sin más contacto entre ellos que el mercadeo. Las hazañas de quienes se resistieron en primer término, como los caudillos turdetanos Istolacio e Indortes, no fueron suficientes para lograr una reacción común. Jamás existió una gran nación o Imperio íbero, nada que se le pareciera, ni siquiera un líder que aunara a los distintos pueblos en una coalición. Ese es de hecho el pivote argumental sobre el que gira la novela "El espíritu del lince".
LA RESISTENCIA ÍBERA
La resistencia íbera fue, por tanto, de poca entidad. Y aun así pusieron en apuros en más de una ocasión a los cartagineses. Sin ir más lejos, Amílcar cayó en una famosa escaramuza en las cercanías de Helike –actual Elche de la Sierra–, en el 228 a.C. Los oretanos del caudillo Orison lanzaron contra los cartagineses una manada de toros, vacas y bueyes de carga con las astas prendidas en fuego. La locura animal se propagó a la caballería púnica, de tal modo que en la huída Amílcar cayó en el río, ahogándose. O al menos eso dice la tradición popular, pues ciertos aspectos de esta historia no están muy claros.
Tras la muerte de Amílcar la expansión púnica en la Península se suavizó. Su sucesor, Asdrúbal el Bello, tenía un talante menos beligerante y buscó en todo momento afianzarse y extender su dominio de otras maneras. Estableció con gran acierto pactos con los clanes del este mediante el diligente uso de la diplomacia, hasta el punto incluso de fundar una ciudad propia que tomó el nombre de su urbe de origen: Qart Hadasht. Cartagena. Dicha ciudad fue un ejemplo fascinante de concordia con el pueblo íbero. No olvidemos que la presencia de cartagineses de nacimiento era testimonial en la Península, así que la primigenia Cartagena estaba poblada sobre todo por autóctonos.
EL GRAN ANÍBAL
Aquellos años de relativa calma fueron la transición perfecta hacia el mandato del personaje que aunaría lo mejor de sus predecesores, el gran Aníbal. Sus primeros pasos consolidaron la expansión cartaginesa hasta su máxima expresión. Poco después de tomar las riendas, tras el asesinato de Asdrúbal, casi toda la mitad sur de la Península estaba bajo la influencia púnica, hasta alcanzar incluso las regiones de la Meseta Central, territorio de tribus celtíberas como los carpetanos, los vacceos y los olcades. El nuevo estratega tenía una visión muy personal sobre los pueblos íberos. No en vano, había crecido entre ellos. Su niñez y adolescencia la pasó rodeado tanto de mercenarios como de enemigos íberos. Correteando entre ellos en los campamentos. Aprendiendo de sus maneras de luchar. Blandiendo incluso las tradicionales falcatas. Los conocía muy bien, sabía de sus particularidades. Tanto es así que siguiendo las premisas de Asdrúbal no dudó en tomar como esposa a una princesa oretana, Himilce, de la que tan poco sabemos. Un alianza, la de los oretanos, que no duraría mucho tiempo.
¿Y qué había estado haciendo Roma mientras tanto? Dormidos en los laureles, nunca mejor dicho, se entretuvieron en conflictos menores con sus vecinos los ligures. La expansión de Cartago por la Península no fue muy tenida en cuenta al principio, mientras los púnicos se mantuvieron en la mitad sur. Pero conforme Aníbal se iba extendiendo hacia el norte, los romanos empezaron a preocuparse. El tratado del Ebro firmado en tiempos de Asdrúbal –y que tan de cabeza ha llevado a los historiadores actuales– fue un primer intento de frenar el auge púnico, en un acuerdo en el que Cartago aceptaba no rebasar el susodicho río y Roma prometía lo mismo hacia el sur. Resultó insuficiente. Todo se precipitó de manera inexorable con el Sitio de Sagunto, ciudad de influencia griega y, por tanto, aliada de Roma. Que aun así no acudió en su auxilio cuando los arsetanos lo pidieron. Se limitaron a enviar a unos cuantos senadores como intermediarios, que exigieron a Aníbal la retirada inmediata o una nueva guerra.
El estratega púnico eligió guerra. Porque para eso se había preparado. Siempre había sido el objetivo que su familia tuvo en mente, bien porque sabían de su inevitabilidad y querían llevar la iniciativa, o bien porque realmente existía un ansia de venganza por la derrota de Sicilia. Lo que estaba claro es que la Historia no iba a permitir que dos potencias semejantes convivieran en el mismo rincón del mundo.
EL SEGUNDO CONFLICTO
En este segundo conflicto entre púnicos y romanos, los íberos iban a tener un papel mucho más relevante. No solo porque el casus belli se había originado en sus tierras, sino porque iban a conformar el grueso del ejército de Aníbal, junto con la siempre presente caballería ligera libia. No podía ser de otro modo. Todas las conquistas, alianzas y dádivas de los Bárquidas habían tenido como objetivo contar con una fuerza capaz de enfrentarse a los romanos, apoyados por una potencia económica y territorial adecuada. Ahora, la civilización púnica ya no era una simple ciudad estado arrinconada en un pedacito de tierra. Aníbal tenía a su disposición una casi ilimitada capacidad de reclutamiento entre los íberos, igualando en ese sentido la principal ventaja romana. Unos soldados a los que se había adaptado y que al mismo tiempo estaban preparados para una auténtica guerra.
Resulta complicado para nuestra mentalidad actual entender por qué los íberos
lucharon en el ejército de Aníbal, teniendo en cuenta lo que habían hecho los cartagineses en la Península. ¿Cómo iba alguien a aliarse con los mismos que invadieron sus tierras, y que en no pocas ocasiones los masacraron? Quizás fuera porque el control púnico era mucho más laxo y permisivo con las culturas invadidas de lo que lo sería Roma años después. O tal vez se tratara de un simple reconocimiento de la grandeza de un hombre como Aníbal Barca, que para entonces se había convertido ya en una leyenda viva. Ese líder carismático que los íberos jamás habían tenido entre los suyos. Alguien que se ganó su admiración hasta el punto de hacerles luchar por él, y no por Cartago. O simplemente se trató de una cuestión práctica de conveniencia: del mismo modo que sus padres lucharon para Amílcar en Sicilia, por una paga y la promesa de los botines saqueados, también ellos hicieron lo mismo.
Pero hay otra explicación, un factor más sutil pero que podría resultar más determinante de lo que pueda parecer: la escasa fiabilidad como aliado de Roma. Tras su inoperancia a la hora de acudir en auxilio de Sagunto, los latinos habían demostrado que cualquier pacto establecido con ellos bien podía ser desoído. Su palabra, pues, no valía nada. Y no había nada más importante para un íbero que la palabra dada. En su concepción social, el honor era la moneda más preciada, no olvidemos la famosa devotio, por la que los íberos eran capaces de morir por aquellos con los que se comprometían. Darle la espalda a un aliado era algo despreciable dentro de su forma de ver la vida.
De este modo, cada uno de los pueblos locales con los que unos y otros contactaron, iniciada la nueva guerra, se decantó o bien por los cartagineses o bien por la neutralidad. Aníbal, que tan bien conocía a los íberos, supo ganárselos a todos para que le permitieran el paso durante su legendario viaje a suelo itálico. Las etnias locales del interior de Cataluña lo recibieron con los brazos abiertos y el asombro ante aquel poderoso ejército encabezado por esas moles andantes llamadas elefantes. Y en cada poblado, los jóvenes guerreros se apresuraban a ofrecer el servicio de su falcata y su lanza, fascinados por semejante poderío.
El ejército de Aníbal creció al mismo tiempo que avanzaba. El ejército de Aníbal, que no de Cartago. Pues ninguno de sus soldados, ya
EL PRIMER CONTACTO DE PESO ENTRE
ROMANOS E ÍBEROS LLEGÓ CUANDO ROMA DECIDIÓ TRASLADAR EL CONFLICTO A LA PENÍNSULA, CON LA IDEA DE AISLAR A ANÍBAL DE SUS TROPAS EN IBERIA.
fueran íberos, celtíberos o incluso africanos, luchó jamas por la bandera púnica. Lo hicieron por un hombre, un líder aguerrido que hablaba su mismo idioma, el del honor. Alguien que no los abandonaría, en quien se podía confiar. No hay otra manera de explicar cómo es posible que lo siguieran durante tantos años, a través de tierras ignotas y enfrentando retos más terribles incluso que los ejércitos de Roma. El paso de los Pirineos, y sobre todo el de los Alpes, fue una empresa que solo soportaría aquel que confía ciegamente en su comandante. Aquel que está dispuesto a seguirlo hasta la muerte.
Pero quizás me estoy llevando por el romanticismo. Porque no es menos cierto que, con la llegada de los Escipiones a la Península, muchos pueblos íberos se apresuraron a romper los compromisos establecidos con Aníbal para decantarse por los romanos. Los oretanos de Himilce, sin ir más lejos. O los edetanos del régulo Edecón. La lejanía de Aníbal, ya en la región itálica, había debilitado su influencia. Sus hermanos, que se habían quedado atrás con parte del ejército para salvaguardar la retaguardia y asegurar el flujo de suministros, carecían por completo del carisma del estratega y fueron incapaces de evitar estas deserciones.
El primer contacto de peso entre romanos e íberos llegó cuando Roma decidió trasladar el conflicto a la Península, con la idea de aislar a Aníbal de sus tropas en Iberia. Los itálicos nunca habían sido defensores de utilizar mercenarios en sus ejércitos, así que su relación con los pueblos de la Península se había limitado al comercio, fomentado por las colonias griegas en plazas como Sagunto o Ampurias. Ni siquiera habían sentido la inclinación de crear su propio sistema de colonias. Pero con la llegada de los hermanos Publio y Cneo Escipión iban a descubrir a fondo cómo eran aquellos a los que siempre habían tenido por bárbaros. A pesar de alternar victorias con derrotas, Asdrúbal Barca, hermano menor de Aníbal y encargado de las tropas púnicas en Iberia, acabaría por vencerlos.
Lo cuál sería su perdición, pues provocaría la llegada del más relevante de los Escipiones, Publio Cornelio, al que la Historia apodaría "El Africano". En una maniobra fulgurante, digna del que ya por entonces era su mayor rival por la gloria, tomó Qart Hadasht privando a sus enemigos de su principal base de operaciones, haciendo huir de paso a Asdrúbal hacia Italia. Cartagena se convirtió en Cartago Nova. Para el 206 a.C., los cartagineses habían perdido casi por completo la influencia que tantos años habían tardado en consolidar. Las tribus íberas, del mismo modo que reconocieron en su momento la grandeza de los Barca, se rindieron ahora a la de Escipión. Este fue el comienzo de la etapa hispano-romana de la Península.
La relación entre romanos e íberos fue mucho más truculenta de lo que había sido con los cartagineses. Resulta evidente que, a diferencia de los cartagineses, los romanos nunca llegaron a entender del todo el carácter íbero. Si Amílcar y sus sucesores tardaron menos de veinte años en establecer un dominio sobre los autóctonos, los itálicos tuvieron que guerrear durante doscientos antes de lograr someter a los últimos defensores cántabros. Para entonces la gobierno republicano había dado paso ya a un nuevo imperio, y gran parte de la sociedad íbera del sur y el este había aceptado, a regañadientes, aquellos nuevos señores. Unos gobernantes que, a diferencia de los púnicos, trataron en todo momento de ahogar la naturaleza íbera para convertirla a las formas latinas, lo cual explicaría tal oposición. La arquitectura, la tecnología, la religión y, sobre todo, la lengua sustituyeron a sus contrapartidas íberas. Iberia dejó de ser Iberia y se convirtió en Hispania, una provincia más de una bestia gorda y aún así siempre hambrienta.
La resistencia resultó ser fútil. Más tarde que pronto, todos los pueblos autóctonos acabaron por ser sometidos. En mayor o menor medida, la población local fue siendo sustituida por colonos llegados de la Península itálica durante un largo proceso de romanización. Se trataba de grandes terratenientes, generalmente militares recompensados con tierras por sus méritos, que uno tras otro fueron asentándose en grandes fincas. Eran los auténticos hispanos, que de manera inevitable acabaron por mezclarse con los locales. De este modo, el legado íbero se difuminó hasta desaparecer. En cualquier caso, no hay que llevarse al engaño: si los cartagineses no hubiesen sido desalojados también se habrían impuesto culturalmente.
Aunque esta pérdida de la cultura íbera puede parecer horrible, una reflexión sosegada nos debería hacer ver el increíble avance que supuso la presencia romana para nuestros antecesores. Quizás perdimos el indómito carácter de aquellos guerreros de leyenda –idealizados del mismo modo que hacemos con esos galos cabezotas de los cómics–; quizás ya no hubo más Damas ni queda rastro alguno que nos desvele el significado de su idioma, pero todo cuanto ocurrió nos ha llevado a la sociedad que ahora mismo somos. Somos hijos de Roma… aunque también nietos de Iberia.
Queda patente, pues, la importancia que tuvo la sociedad íbera y su peso en las decisiones que tomaron tanto cartagineses como romanos. Por mucho que el protagonismo de estas dos grandes civilizaciones sea casi absoluto en la literatura y en la mayoría de manifestaciones culturales, la historia de aquellos siglos no podría entenderse sin el pueblo íbero. Aníbal nunca habría sido Aníbal sin Escipión, pero ninguno de los dos habría sido lo mismo sin los hombres y mujeres de Iberia.