Más de siete mil islas de ensueño
Los surfistas descubrieron sus bondades en el siglo XX y los viajeros del XXI se disputan los encantos de este extraordinario país compuesto por 7.107 islas tapizadas de verde tropical y alfombradas con playas vírgenes que mueren en fondos de coral.
Este país se ha convertido en uno de los destinos más deseados del año. De Manila a Luzón, Palawan, Siargao y a otros bellos rincones del país, se nutre de la herencia española, también en su mesa, con platos como la paella, el lechón y la ensaimada.
Mejor saberlo cuanto antes: si vas a un karaoke en Filipinas, no se te ocurra pedir My way. Desde el año 2000 son varias las personas que han muerto a tiros por intentar cantar esta canción que popularizó Frank Sinatra. Hay quien dice que fue porque desafinaban, otros dicen que la letra es arrogante y unos cuantos piensan que incita a la violencia porque es propia de los funerales. En cualquier caso, para evitar problemas, los karaokes del país la han suprimido de sus listas. Fue en un local playero de la isla de Siargao, al sur del país, donde me enteré del curioso nexo que une a My way con la muerte. Fue decir el título de esta canción y notar que nacía a mi alrededor un silencio incómodo. Una amiga filipina, Judy, me confió entonces, muy seria, que una docena de personas habían muerto en lo que se conoció como ‘the My way killings’.
“Me contaron que un filipino estaba cantando My way en un bar cuando el guardia de seguridad del karaoke le pidió que parara, ya que según él lo estaba haciendo mal”, añadió. “El hombre no le hizo caso y siguió cantando, hasta que el guardia, hastiado, sacó su pistola y lo mató de un tiro allí mismo. Más adelante, vinieron más muertos. Es mejor que la olvides”.
Se cuentan más historias de asesinatos ocasionados por My way, algunos con tintes de leyenda urbana, pero nada en aquel agradable ambiente playero llevaba a pensar en la cercanía de la muerte. Habíamos empezado la noche contemplando una preciosa puesta de sol en una playa con palmeras, para comer después unos baluts comprados a un vendedor ambulante por unos céntimos. Un balut, por cierto, es un huevo de pato fertilizado, con su embrión. Al romper la cáscara aparece un feto en el que las plumas, los ojos y el pico ya han empezado a formarse. Los filipinos lo encuentran delicioso, pero confieso que, aunque ataqué el mío con los ojos cerrados, no conseguí acabármelo.
Cenamos después en un chiringuito de la misma playa un excelente cerdo a la brasa, con los pies en la arena y muchas risas y cervezas sobre la mesa. La vida puede ser muy fácil en Filipinas y, por lo visto, todo iba bien hasta que llegamos a las barracas de karaoke bajo las palmeras. Pedimos una botella de ron y varias Coca-Colas, al estilo filipino, y nos preparamos para vivir la fiesta. Y en esto llegó Sinatra…
Pensé al principio que me tomaban el pelo, pero luego me di cuenta de que los filipinos que nos acompañaban estaban hablando en serio. Además, en el amplio catálogo de canciones disponibles, no estaba My way. Sonaron otras muchas canciones, y voces que desafinaban a gritos, pero nada de Sinatra. Mejor no tentar a la suerte, y mucho menos a la muerte. A pesar de todo, este episodio violento es una anécdota de Filipinas. En este maravilloso país, formado por más de siete mil islas con millones de palmeras y playas de ensueño, la música, las sonrisas y la alegría son la nota predominante.
Antes del buen ambiente de Siargao, el viaje empezó en Manila, una ciudad de trece millones de habitantes en la que los atascos suelen ser la norma y en la que sientes la herencia española de las islas, que fueron descubiertas por Magallanes en 1521 y bautizadas como Filipinas en homenaje al rey Felipe II. Más tarde, en 1565, Miguel López de Legazpi fundó el primer asentamiento en la isla de Cebú.
Pasados 333 años, en 1898, el dominio pasó a los norteamericanos, hasta la Segunda Guerra Mundial. Su máximo logro fue organizar el sistema de enseñanza, lo que explica que hoy sea el inglés, junto con el tagalo, el idioma más hablado. Del castellano quedan
EN FILIPINAS, LA HUELLA ESPAÑOLA DE MÁS DE TRES SIGLOS LATE HOY EN SU IDIOMA: EN SUS MESAS SE SIRVE PAELLA, LECHÓN, ADOBO O ASADO.
sólo palabras, como ‘aeroplano’, ‘mesa’, los números y los días de la semana. Algunos vocablos sorprenden por su grafía, como pulysia (policía), gwapo (guapo), huwebes (jueves) o byernes (viernes). Los apellidos son otra de las cosas que quedan del período español, pero es evidente que la sociedad bebe del modelo de Estados Unidos.
También en la comida se nota el aporte de los más de trescientos años de presencia española con platos como paella, lechón, adobo y asado, además de ensaimadas y mamón (pan dulce). A media mañana y a media tarde, los filipinos hacen un alto para ‘la merienda’.
En Manila aprendes que lo mejor se encuentra en las islas, pero el problema está en la elección: hay nada menos que 7.107 islas en Filipinas. En los últimos años, el turismo va al alza, aunque la climatología limita la afluencia. “Si no fuera por los tifones que nos castigan entre junio y noviembre”, se lamenta Willy, un guía veterano, “vendría mucha más gente”. Antes de zarpar para las islas, no está de más explorar la preciosa isla de Luzón, donde se encuentra la capital, Manila.
Al norte de la reconocida isla de Luzón, las terrazas de arroz de Banaue son una maravilla proclamada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Se encuentran a unos 370 kilómetros de Manila, a unas diez horas por carretera –viajar por tierra es una opción lenta–. El paso por sus pueblos y la visión de los numerosos triciclos tuneados por sus propietarios amenizan el viaje, así como las numerosas sedes de la Iglesia Ni Cristo. ‘Ni’ significa ‘de’ en tagalo, pero el nombre de esta secta se presta a la confusión, ya que parece sugerir que esta organización cristiana filipina, fundada en 1914 por Félix Y. Manalo, no cuenta con fieles.
“No es así”, me aclara serio Willy. “En Filipinas la religión cristiana siempre ocupa un lugar destacado, y la Iglesia Ni Cristo cuenta con muchos fieles. Cada uno tiene que dar el 10% de sus ingresos a la iglesia, lo que explica su gran expansión”.
En Banaue, a primera hora del día, deslumbra el esplendor verde de unas terrazas de arroz que abrazan la montaña desde hace unos dos mil años. Hace frío –estamos a 1.500 metros de altura–, pero la vista es maravillosa. La elaborada construcción y el hábil sistema de ingeniería hidráulica cubren la montaña de agua y muestran la perfección de los indígenas de Ifugao.
Cerca de Banaue, a poca distancia en jeepney, se encuentran las terrazas de arroz de Batad y Hapao, en un escenario montañoso ideal para la práctica del senderismo. “El 80% de los turistas que vienen aquí son mochileros alemanes, suizos o franceses”, apunta Willy. “La temporada alta va de diciembre a mayo; después las lluvias lo complican todo”.
7.107 ISLAS FILIPINAS SE EXTIENDE EN QUE ATESORAN PLAYAS VÍRGENES, VEGETACIÓN EXUBERANTE Y FONDOS DE CORAL
Para desplazarse de isla a isla, el mejor medio de transporte es el avión. También funcionan los ferries, por supuesto, pero hay que saber elegir, ya que algunos pueden ser vetustos, lentos y poco fiables. De Manila a la isla de Palawan, en las Bisayas Occidentales, se tarda sólo una hora de vuelo. Una vez allí, el paisaje se transforma en el de una isla paradisíaca, con vegetación exuberante, playas vírgenes, islas mínimas y fondos de coral. Es aquí donde el viajero certifica las grandes posibilidades turísticas de Filipinas.
En Puerto Princesa, la capital de la isla, está prohibido construir por encima de los tres pisos, lo que hace que la ciudad parezca mucho más extensa de lo que es en realidad. Abundan los hoteles junto al mar, pero merece la pena desplazarse a zonas más bellas de la isla, como el Parque Nacional del Río Subterráneo, la isla de Corón o la costa de El Nido. Es allí donde se encuentran las playas de arena blanca, la costa escarpada y las palmeras que han hecho famosa a Palawan.
En el camino hacia Río Subterráneo, desde los miradores de Salvación y Buena Vista, se pueden contemplar las catorce islas (o dieciséis, según la marea) cercanas a la costa, que parecen paraísos particulares. La selva es exuberante y en algunos lugares sorprenden los pilares de caliza festoneados de vegetación.
Río Subterráneo, una preciosa playa escoltada por palmerales y con las montañas al lado, sirve de prólogo a una de las atracciones estrella de la isla: un río que surge de las entrañas de la tierra, en la base de un acantilado, tras recorrer una distancia de unos ocho kilómetros. Las barcas que se adentran en la cueva permiten contemplar un paisaje onírico en el que las estalactitas adoptan formas caprichosas y en el que los murciélagos provocan más de un susto.
En otra cueva de Palawan, la de Tabón, en el municipio de Quezón, los arqueólogos encontraron huesos humanos con más de 20.000 años. Por esta razón, a Palawan se la conoce como “la cuna de la civilización filipina”. Los españoles, en el siglo XVII, la llamaron isla de la Paragua, adaptando el nombre de Palawan.
En el norte de la isla, a unos 240 kilómetros de Puerto Princesa, El Nido presenta un paisaje espectacular y la cercanía del archipiélago de Bacuit, una serie de islitas con playas de ensueño y una estructura kárstica que recuerda a las de Krabi y Phi Phi, en la costa de Tailandia, o a las de la bahía de Halong, en Vietnam.
Al norte de Palawan, la isla de Corón está reconocida como paraíso para submarinistas de todo el planeta y muy solicitada entre los viajeros. La isla de Boracay, al sur de Manila, es otro paraíso turístico, pero son tantas las islas y tantos los rincones maravillosos de Filipinas que no resulta fácil decidir a cuál viajar.
A una hora y media de vuelo desde Manila se encuentra otro destino con encanto, Surigao. Se trata de una provincia del norte de la gran isla de Mindanao, que en el pasado fue escenario de la violencia de una guerrilla integrada por musulmanes radicales. El norte de la isla, sin embargo, es tranquilo, con una costa sinuosa, buenas playas y ambiente tropical.
Una lancha rápida nos traslada en apenas tres horas, de Surigao a Siargao, una de esas pequeñas islas que parecen haber nacido para proporcionar la felicidad a los que la visitan. Durante la travesía, las playas vírgenes, los bosques de palmeras, los manglares, los poblados de pescadores, los saltos de los delfines y el agua cristalina confirman que vamos en la buena dirección.
Siargao son unos trescientos metros cuadrados de buenas playas, fondos de coral, pequeñas islas y una gran ola: Cloud 9 (Nube 9), que atrae a surfistas de todo el mundo. La famosa ola –a la que se llega por una pasarela que se adentra en el mar en zigzag– está tan llena de surfistas que ya la llaman Crowd 9 (Multitud 9).
Sea como sea, el ambiente en la playa de Cloud 9 es bueno, con surfistas que llegan en motos equipadas para llevar la tabla, bares donde suena reggae, tiendas surferas, chiringuitos y hasta un pub donde los habituales se reúnen, se relajan y siguen por televisión lo que ocurre en la ola, mientras disfrutan de cervezas bien frías.
SIARGAO LA REVISTA SURFER HABLÓ DE LA OLA DE POR PRIMERA VEZ EN 1993 Y FILIPINAS SE CONVIRTIÓ EN MECA SURFERA
En otra zona de la isla, la playa de Magpupungko, con las numerosas piscinas naturales que forma la marea junto a una gran roca que parece estar sentada, atrae a un turismo tranquilo y familiar, con bares que ofrecen buena comida bajo las palmeras.
“Los que nacimos en esta isla”, comenta Karlo, un surfista local, “hemos visto cómo iba en aumento la presencia de turistas. Al principio estaban la ola, la selva y la playa. Los hoteles llegaron con el tiempo. Todo se disparó a partir de 1993, cuando un fotógrafo norteamericano publicó un artículo en la revista Surfer en el que hablaba de la Cloud 9. A partir de entonces, muchos surfistas soñaron con venir a Siargao. La isla ha cambiado, pero sigue siendo un paraíso”.
Una navegación por los alrededores de Siargao permite descubrir pequeñas islas coralíferas, como Naked Island, en la que sólo encontrarás arena blanca y aguas transparentes, además de Guyam Island o Daku Island. En esta última hay unas cuantas cabañas para alojar viajeros y una plácida comunidad de pescadores que se hacen a la mar, cosen redes, limpian el pescado y entrenan a sus gallos de pelea.
La isla de Bucas Grande es, sin duda, otro lugar imprescindible del entorno de Siargao. Se llega allí en barca por un paso estrecho repleto de manglares, entre las islas de Bucas Pequeña y Bucas Mediana. Dominan las colinas con plantaciones de palmeras, con alguna cabaña aislada de vez en cuando, según los esquemas de las islas paradisíacas. Aparece en el horizonte un extraordinario acantilado kárstico que adopta formas rocambolescas, al tiempo que van surgiendo, a la sombra de las palmeras, blancos arenales de ensueño. El agua es completamente transparente, de un agradable color verde esmeralda.
En Bucas Grande se encuentra Sohoton Cove, una misteriosa cueva que da acceso a un laberinto de agua que es algo así como un mar secreto, lleno de brazos, rodeado de pilares recubiertos de una espesa vegetación. El turismo local hace cola pacientemente para acceder a este espacio único y singular, y para lanzarse desde lo alto de una piedra que ejerce de trampolín. Al cabo de un rato en la cueva, los ojos parecen llenarse de un verde desbordante.
A un paseo de la cueva, en el restaurante de Simeón, junto al mar y al pie de un colosal acantilado, comemos una sopa llamada tinoya, gambas frescas y un estupendo pescado crudo parecido al ceviche, el kilawin. Mientras, Simeón va desgranando recuerdos de la tranquilidad que se vive en estas islas.
No muy lejos, después de una breve excursión por la montaña, llegamos al lago de Tiktikan, de una belleza y una serenidad que no parece de este mundo. Está rodeado de una espesa vegetación y sus aguas verdosas apenas parecen moverse. Se puede decir que este lugar es mágico, donde el viajero puede pensar que el paraíso quizá no sea tan distinto al paisaje que mira.
De regreso a Siargao, a media tarde, nos encontramos de nuevo con el surfista Karlo, que parece estar siempre al acecho, no muy lejos de la Cloud 9. “Esta ola es mi dios”, nos dice. “Siempre la respetaré, como respeto a todas las olas, pero ésta me fascina de un modo especial. Las olas son en la mayoría de ocasiones buenísimas y, en otras, asustan por su intensidad. Yo siempre disfruto mucho de ellas”.
Mientras nos habla, Karlo fija la mirada en la Cloud 9, envuelta, cuando se pone el sol, en una cálida luz amarillenta que la hace aún más atractiva, como si tuviera una entidad diferenciada del resto de la isla.
“Yo nací aquí y, desde que iba al instituto, vengo a surfear”, añade. “Mi madre me decía que con este deporte nunca me ganaría la vida, pero no pudo hacer nada para detener mi pasión. Me gustaba demasiado. Ahora trabajo en un hotel y doy clases de surf. No me gano mal la vida, pero mi sueño es ir algún día a Hawái, a Australia… para ver otras olas. No he salido nunca de Filipinas. Por suerte, aquí también tenemos olas muy buenas. No sabría vivir en otra isla”.
Cuando nos despedimos de Karlo, decidimos ir a cenar a una playa cercana, con palmeras, arena fina, deliciosa comida filipina, cerveza fresca… y una cabaña con karaoke. La vida parece bastante sencilla en Siargao, siempre que tengas en cuenta un aspecto importante: no caer en la tentación de cantar My way en público. Podría acabar mal.