Condé Nast Traveler (Spain)

Cornualles

EN EL SUDOESTE DE GRAN BRETAÑA, LA PENÍNSULA DE CORNUALLES, PATRIA CHICA DEL REY ARTURO, AHONDA SUS RAÍCES CELTAS EN SU NATURALEZA FERAZ Y MÁGICA. Y CLARO ESTÁ, NO ES EXTRAÑO ACABAR SOMETIDO A SU EMBRUJO.

- Texto DAVID REVELLES Fotos FÉLIX LORENZO

El suroeste de Inglaterra nos hechizó con la leyenda del rey Arturo y sus museos, galerías de arte y castillos al borde de los acantilado­s. Ahora te toca a ti rendirte a sus encantos.

“Este no es un pub inglés. Este es un pub de Cornualles”, me espetó con media sonrisa tras la barra cuando le pregunté qué significa trabajar en la última taberna de Inglaterra. “Cornualles es diferente”, apostilló. Encajé la respuesta como una certeza, aturdido como llegaba, grogui como un boxeador, por la luz y la belleza natural que acababa de contemplar en Land’s End, el finisterre británico, a dos kilómetros del pub. El abanderado de la singularid­ad de Cornualles –o Kernow, como se esforzó en señalar en honor de los pocos que aún hablan el córnico, la ancestral lengua celta local– era Sam, un mozo que a falta de más clientela nos daba palique. Situada en Sennen, la población más al oeste de Gran Bretaña, la posada First and Last Inn estaba ahí desde 1620, me ilustró el joven, siendo, desde principios del siglo XIX, el cuartel general de raqueros, cuyas linternas colocadas en los acantilado­s atraían a los barcos para provocar su naufragio y llevarse todo lo útil como botín. “Junto con los contraband­istas de brandy o tabaco, cavaron túneles por donde escapar cuando las autoridade­s los perseguían. De hecho, estás pisando la boca de uno que mandó construir Ann George, la cabecilla de una cuadrilla de raqueros”, me explicó.

No pude dejar de imaginar el pelaje humano que debió hidratar el gaznate en este pub hace un par de siglos antes de salir a la tormenta para colocar sus faros apócrifos, sus luciérnaga­s de muerte. No debió de ser muy distinto al que se reunía, al parecer, en la taberna más célebre de Cornualles, en el páramo Bodmin

Moor, el yermo desolado que había recorrido en mis primeros días en Cornualles buscando las huellas legendaria­s del rey Arturo, el hijo más ilustre del ducado. La escritora Daphne du Maurier (1907-1989), quien vivió y escribió la mayor parte de su vida aquí, retrató ese microunive­rso en su novela Jamaica Inn, versionada en el cine por Alfred Hitchcock en 1937.

“Cornualles is different”. Apunté la frase del tabernero en mi cuaderno, no para no olvidarla, sino como moraleja a mi viaje desde hacía un puñado de días por esas tierras. Viaje que acababa justo ahí, en el “fin del mundo” del lugar. Un jirón de tierra entre el norte y el oeste del mar Céltico y el sur con el Canal de la Mancha, donde la mágica aura celta aún late con fuerza. Y con la que uno se topa, de un modo u otro, a cada paso. Quizá sea la bruma o la violencia del océano contra sus costas o su inclinació­n a vestir la realidad con tintes sobrenatur­ales, pero lo cierto es que eso explicaría que fuera en Cornualles y no en otro lugar donde germinaron las merveilles (maravillas) de la materia de Bretaña: Arturo, Camelot, Merlín…

Por eso escogimos como primera coordenada del itinerario las ruinas del castillo de Tintagel, en la costa norte, donde Arturo fue concebido. Llegamos con las primeras luces del día, cuando aún no había ni rastro de turistas y las calles estaban desiertas. Mi emoción casi pueril, esa que te hace creer que la soledad de un lugar mítico lo hace un poco tuyo, se topó con lo que parecía un Disneyland medieval. B&B, restaurant­es, pubs, todo rezumaba mito artúrico: The Avalon, King Arthur’s Inn... “Donde la historia se encuentra con la leyenda” (y con el marketing, pensé) rezaba el cartel antes de adentrarno­s en la pequeña península rodeada de acantilado­s y escarpadur­as sobre la que se levantó un castillo en 1150. EN CORNUALLES GERM NARON LAS ‘MERVE LLES’ DE LA MATER A DE BRETA A

Una escena de Los idilios del rey, de Lord Tennyson, con Merlín acaparando todo el protagonis­mo, ilustraba el lema. Descubrimo­s el porqué. Tras deambular por las ruinas, la bajada de la marea permite acercarse hasta una pequeña cala donde se encuentra la Cueva de Merlín, una oquedad natural desde donde la tradición asegura que el mago lanzaba sus encantamie­ntos. No resulta difícil imaginar al actor Nicol Williamson, el magistral Merlín de la película Excalibur, invocando el hechizo con el que el rey Úther Pendragon pudo adoptar la apariencia de Gorlois, duque de Cornualles, y así poseer a la bella Igerna. De esa mezcla de magia y pasión, Arturo llegaría hasta nosotros.

Con la alforja llena de sensacione­s artúricas del norte, el objetivo para las siguientes jornadas era recorrer el sur, por lo que el pueblo marinero de Fowey se convierte en perfecto campamento base. Eso me permitió toparme con una buena retahíla de merveilles locales. La primera, con un nombre más que evocador: Eden Project. Desde la A390, un desvío lleva a un altozano donde se pueden contemplar las enormes y futuristas cúpulas geodésicas preñadas con toda la biodiversi­dad del planeta. Junto a la entrada espera Dan Ryan, biólogo y uno de los jóvenes pilares en los que se sustenta este proyecto iniciado en 2001 por el visionario Tim Smith. En los años 80, Smith amasó una fortuna como compositor y productor de música pop. Pero, lejos de retirarse a una vida solaz, se embarcó en este proyecto titánico. Dan me sitúa frente a una gran fotografía: el cráter obsceno que había dejado una mina de caolín. “Aquí, donde todo el mundo vería un yermo, Tim vio una oportunida­d. No una idea abstracta, sino un lugar donde las plantas pudieran cambiar el mundo”. Y así, en el principio, nació un icono de Cornualles.

Lo que queda de día decido invertirlo en descubrir un dédalo de rincones deliciosos entre sus casas eduardiana­s y sus callejas empinadas sobre el estuario. Mi paseo acaba en la iglesia de St Fimbarrus, rodeada de tumbas centenaria­s y de un espeso ambiente gótico al que supongo ayuda el diálogo de las cornejas.

Tras una mañana deambuland­o por la península de Roseland decidí poner rumbo a la ciudad de Falmouth, una de las coordenada­s gastronómi­cas del imperio Stein. Célebre por sus programas de televisión, el chef Rick Stein convirtió la ciudad de Padstow en capital de su reino, para luego extenderlo a ciudades como Falmouth. Situada en la desembocad­ura del río Fal, el explorador y pirata Sir Walter Raleig tuvo buen ojo cuando a finales del siglo XVI convirtió su puerto natural en epicentro del corso inglés durante dos siglos. Camino rodeado de coquetos cafés, pubs y reputados restaurant­es y panaderías en las que brillaba el plato nacional estrella, las famosas empanadill­as (cornish pasties) de Cornualles. En una de ellas, un treintañer­o pega un cartel en la puerta. Learn Cornish now, reza. Jason es un estudiante de Medicina en la Universida­d de Exeter y un apasionado de la historia y la lengua local. “La escuela está en Truro y es un intento más por revitaliza­r una lengua casi en peligro de extinción”, explica. Apenas 3.000 personas conocen y usan el córnico de forma habitual, pese a que, como insiste Jason, la lengua fue el factor que “hacía de Cornualles una entidad separada, diferente de Inglaterra”. Siguiendo el consejo

de Jason, recorro los 40 kilómetros que me separan de Lizar Point, el punto más meridional del Reino Unido. Antes de visitar su mítico faro, el más potente de Inglaterra, sigo el camino hacia la playa de Kynance Cove atravesand­o senderos abiertos entre la alta maleza. Ahí está otra de esas estampas de Cornualles que no se olvidan fácilmente: el blanco arenal reluciendo entre todas las tonalidade­s imaginable­s de azul, el color sanguíneo de las rocas y el brezo morado moteando el monte.

Mis últimos días tendrían la costa sudoeste como escenario, un pedazo de tierra cosido al mar repleto de tesoros. Y allí estaba uno de ellos: St Michel’s Mount. Situado frente a Marazion, el imponente castillo, como su homólogo de Normandía, se despereza erguido sobre la enorme masa rocosa. Es media mañana y delante del embarcader­o ya se ha formado cola para subirse a las barcas que salvan la pleamar.

De nuevo en tierra firme, desde Penzance, una de las coordenada­s favoritas de la jet set británica, asciendo por la B3283 hasta una de esas alucinacio­nes inesperada­s que Cornualles siempre se saca de la manga. “Anfiteatro de estilo griego construido sobre los acantilado­s y la famosa playa de Porthcurno”, había leído en una guía. Decir eso sobre The Minack Theatre es como decir que el Partenón es un cobertizo sobre Atenas. Porque cada sillar de granito, cada muro o gradería es fruto de la pasión y sudor de Rowena Cade, la mujer extraordin­aria que lo diseñó y construyó con sus manos. Desde el 16 de agosto de 1932, cuando la primera hornada de espectador­es disfrutó aquí, frente al océano, de la primera actuación, La tempestad de Shakespear­e, este teatro sublime es el mejor homenaje a su artífice.

No está nada mal despedirse de Cornualles con St Ives en la retina: una demostraci­ón de que no todo es naturaleza exuberante. Todos los caminos aquí llevan a la Tate St Ives, una extensión de la Tate Gallery de Londres. Arwen Fitch, mi cicerone por las remozadas instalacio­nes –en octubre de 2017, tras cuatro años de obras, se reabrió la nueva galería–, me permite descubrir a los maestros británicos del arte contemporá­neo, pero también otro espacio mágico: el Barbara Hepworth Museum. El estudio y la casa donde durante 26 años trabajara la escultora, figura clave del arte abstracto en Europa, es hoy un goteo de visitantes que decodifica­n sus obras expuestas. Lyn, una sexagenari­a de reluciente pelo cano, dibuja a lápiz la obra de Hepworth que tiene delante. “La tituló Conversati­on with Magic Stone. ¿No te parecen menhires de bronce en un bosque celta?”, me inquiere en perfecto castellano. Celta, mítico, salvaje... es como si hubiera invocado el finisterre córnico, Lands’End, mi última visita en Cornualles.

Sentado en la posada First and Last Inn, donde empezaba este relato, repasé mi viaje. Y esa contundent­e certeza: llegué aquí buscando las merveilles de las novelas artúricas, pero volvía a casa sabiendo que esta península azotada por el viento, de páramos solitarios y litoral agreste, era mucho más. Un lugar en cuyos paisajes, como sortilegio­s de Merlín, se suceden los encantamie­ntos; una tierra donde recalaron gentes extraordin­arias, visionario­s. Un verso libre en el seno de Inglaterra donde a cada recodo aguarda un prodigio.

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 ??  ?? A la derecha y siguiendo las agujas del reloj, estancia del castillo de St Michel’s Mount, contrapunt­o de civilizaci­ón a la feraz costa que rodea la playa de Kynance Cove; Mousehole y sus rincones de postal, tan omnipresen­tes como las galerías de arte en St Ives. Sobre estas líneas, el siempre animado puerto de St Ives. En las páginas anteriores, la afilada costa cercana a Lizar Point y St Michel’s Mount.
A la derecha y siguiendo las agujas del reloj, estancia del castillo de St Michel’s Mount, contrapunt­o de civilizaci­ón a la feraz costa que rodea la playa de Kynance Cove; Mousehole y sus rincones de postal, tan omnipresen­tes como las galerías de arte en St Ives. Sobre estas líneas, el siempre animado puerto de St Ives. En las páginas anteriores, la afilada costa cercana a Lizar Point y St Michel’s Mount.
 ??  ?? A la izquierda, descubrir la arquitectu­ra de los pueblos marineros es tan delicioso como adentrarse en su gastronomí­a. Para comprobarl­o, nada como recalar en cualquiera de los restaurant­es del célebre chef Rick Stein. Sobre estas líneas, paseo por el interior de las cúpulas geodésicas de Eden Project.
A la izquierda, descubrir la arquitectu­ra de los pueblos marineros es tan delicioso como adentrarse en su gastronomí­a. Para comprobarl­o, nada como recalar en cualquiera de los restaurant­es del célebre chef Rick Stein. Sobre estas líneas, paseo por el interior de las cúpulas geodésicas de Eden Project.
 ??  ?? Sobre estas líneas, el éxito de la tradición gastronómi­ca córnica se basa en la calidad de sus productos, como los que nacen de la agricultur­a biológica. En la otra pág., de izda. a dcha. y de arriba abajo, galería The Blue Bramble; acantilado­s de Land’s End sobre el océano; playa de Sennen Cove, un templo para los surfistas; las galerías de arte, una de las señas de identidad de St Ives.
Sobre estas líneas, el éxito de la tradición gastronómi­ca córnica se basa en la calidad de sus productos, como los que nacen de la agricultur­a biológica. En la otra pág., de izda. a dcha. y de arriba abajo, galería The Blue Bramble; acantilado­s de Land’s End sobre el océano; playa de Sennen Cove, un templo para los surfistas; las galerías de arte, una de las señas de identidad de St Ives.

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