Cornualles
EN EL SUDOESTE DE GRAN BRETAÑA, LA PENÍNSULA DE CORNUALLES, PATRIA CHICA DEL REY ARTURO, AHONDA SUS RAÍCES CELTAS EN SU NATURALEZA FERAZ Y MÁGICA. Y CLARO ESTÁ, NO ES EXTRAÑO ACABAR SOMETIDO A SU EMBRUJO.
El suroeste de Inglaterra nos hechizó con la leyenda del rey Arturo y sus museos, galerías de arte y castillos al borde de los acantilados. Ahora te toca a ti rendirte a sus encantos.
“Este no es un pub inglés. Este es un pub de Cornualles”, me espetó con media sonrisa tras la barra cuando le pregunté qué significa trabajar en la última taberna de Inglaterra. “Cornualles es diferente”, apostilló. Encajé la respuesta como una certeza, aturdido como llegaba, grogui como un boxeador, por la luz y la belleza natural que acababa de contemplar en Land’s End, el finisterre británico, a dos kilómetros del pub. El abanderado de la singularidad de Cornualles –o Kernow, como se esforzó en señalar en honor de los pocos que aún hablan el córnico, la ancestral lengua celta local– era Sam, un mozo que a falta de más clientela nos daba palique. Situada en Sennen, la población más al oeste de Gran Bretaña, la posada First and Last Inn estaba ahí desde 1620, me ilustró el joven, siendo, desde principios del siglo XIX, el cuartel general de raqueros, cuyas linternas colocadas en los acantilados atraían a los barcos para provocar su naufragio y llevarse todo lo útil como botín. “Junto con los contrabandistas de brandy o tabaco, cavaron túneles por donde escapar cuando las autoridades los perseguían. De hecho, estás pisando la boca de uno que mandó construir Ann George, la cabecilla de una cuadrilla de raqueros”, me explicó.
No pude dejar de imaginar el pelaje humano que debió hidratar el gaznate en este pub hace un par de siglos antes de salir a la tormenta para colocar sus faros apócrifos, sus luciérnagas de muerte. No debió de ser muy distinto al que se reunía, al parecer, en la taberna más célebre de Cornualles, en el páramo Bodmin
Moor, el yermo desolado que había recorrido en mis primeros días en Cornualles buscando las huellas legendarias del rey Arturo, el hijo más ilustre del ducado. La escritora Daphne du Maurier (1907-1989), quien vivió y escribió la mayor parte de su vida aquí, retrató ese microuniverso en su novela Jamaica Inn, versionada en el cine por Alfred Hitchcock en 1937.
“Cornualles is different”. Apunté la frase del tabernero en mi cuaderno, no para no olvidarla, sino como moraleja a mi viaje desde hacía un puñado de días por esas tierras. Viaje que acababa justo ahí, en el “fin del mundo” del lugar. Un jirón de tierra entre el norte y el oeste del mar Céltico y el sur con el Canal de la Mancha, donde la mágica aura celta aún late con fuerza. Y con la que uno se topa, de un modo u otro, a cada paso. Quizá sea la bruma o la violencia del océano contra sus costas o su inclinación a vestir la realidad con tintes sobrenaturales, pero lo cierto es que eso explicaría que fuera en Cornualles y no en otro lugar donde germinaron las merveilles (maravillas) de la materia de Bretaña: Arturo, Camelot, Merlín…
Por eso escogimos como primera coordenada del itinerario las ruinas del castillo de Tintagel, en la costa norte, donde Arturo fue concebido. Llegamos con las primeras luces del día, cuando aún no había ni rastro de turistas y las calles estaban desiertas. Mi emoción casi pueril, esa que te hace creer que la soledad de un lugar mítico lo hace un poco tuyo, se topó con lo que parecía un Disneyland medieval. B&B, restaurantes, pubs, todo rezumaba mito artúrico: The Avalon, King Arthur’s Inn... “Donde la historia se encuentra con la leyenda” (y con el marketing, pensé) rezaba el cartel antes de adentrarnos en la pequeña península rodeada de acantilados y escarpaduras sobre la que se levantó un castillo en 1150. EN CORNUALLES GERM NARON LAS ‘MERVE LLES’ DE LA MATER A DE BRETA A
Una escena de Los idilios del rey, de Lord Tennyson, con Merlín acaparando todo el protagonismo, ilustraba el lema. Descubrimos el porqué. Tras deambular por las ruinas, la bajada de la marea permite acercarse hasta una pequeña cala donde se encuentra la Cueva de Merlín, una oquedad natural desde donde la tradición asegura que el mago lanzaba sus encantamientos. No resulta difícil imaginar al actor Nicol Williamson, el magistral Merlín de la película Excalibur, invocando el hechizo con el que el rey Úther Pendragon pudo adoptar la apariencia de Gorlois, duque de Cornualles, y así poseer a la bella Igerna. De esa mezcla de magia y pasión, Arturo llegaría hasta nosotros.
Con la alforja llena de sensaciones artúricas del norte, el objetivo para las siguientes jornadas era recorrer el sur, por lo que el pueblo marinero de Fowey se convierte en perfecto campamento base. Eso me permitió toparme con una buena retahíla de merveilles locales. La primera, con un nombre más que evocador: Eden Project. Desde la A390, un desvío lleva a un altozano donde se pueden contemplar las enormes y futuristas cúpulas geodésicas preñadas con toda la biodiversidad del planeta. Junto a la entrada espera Dan Ryan, biólogo y uno de los jóvenes pilares en los que se sustenta este proyecto iniciado en 2001 por el visionario Tim Smith. En los años 80, Smith amasó una fortuna como compositor y productor de música pop. Pero, lejos de retirarse a una vida solaz, se embarcó en este proyecto titánico. Dan me sitúa frente a una gran fotografía: el cráter obsceno que había dejado una mina de caolín. “Aquí, donde todo el mundo vería un yermo, Tim vio una oportunidad. No una idea abstracta, sino un lugar donde las plantas pudieran cambiar el mundo”. Y así, en el principio, nació un icono de Cornualles.
Lo que queda de día decido invertirlo en descubrir un dédalo de rincones deliciosos entre sus casas eduardianas y sus callejas empinadas sobre el estuario. Mi paseo acaba en la iglesia de St Fimbarrus, rodeada de tumbas centenarias y de un espeso ambiente gótico al que supongo ayuda el diálogo de las cornejas.
Tras una mañana deambulando por la península de Roseland decidí poner rumbo a la ciudad de Falmouth, una de las coordenadas gastronómicas del imperio Stein. Célebre por sus programas de televisión, el chef Rick Stein convirtió la ciudad de Padstow en capital de su reino, para luego extenderlo a ciudades como Falmouth. Situada en la desembocadura del río Fal, el explorador y pirata Sir Walter Raleig tuvo buen ojo cuando a finales del siglo XVI convirtió su puerto natural en epicentro del corso inglés durante dos siglos. Camino rodeado de coquetos cafés, pubs y reputados restaurantes y panaderías en las que brillaba el plato nacional estrella, las famosas empanadillas (cornish pasties) de Cornualles. En una de ellas, un treintañero pega un cartel en la puerta. Learn Cornish now, reza. Jason es un estudiante de Medicina en la Universidad de Exeter y un apasionado de la historia y la lengua local. “La escuela está en Truro y es un intento más por revitalizar una lengua casi en peligro de extinción”, explica. Apenas 3.000 personas conocen y usan el córnico de forma habitual, pese a que, como insiste Jason, la lengua fue el factor que “hacía de Cornualles una entidad separada, diferente de Inglaterra”. Siguiendo el consejo
de Jason, recorro los 40 kilómetros que me separan de Lizar Point, el punto más meridional del Reino Unido. Antes de visitar su mítico faro, el más potente de Inglaterra, sigo el camino hacia la playa de Kynance Cove atravesando senderos abiertos entre la alta maleza. Ahí está otra de esas estampas de Cornualles que no se olvidan fácilmente: el blanco arenal reluciendo entre todas las tonalidades imaginables de azul, el color sanguíneo de las rocas y el brezo morado moteando el monte.
Mis últimos días tendrían la costa sudoeste como escenario, un pedazo de tierra cosido al mar repleto de tesoros. Y allí estaba uno de ellos: St Michel’s Mount. Situado frente a Marazion, el imponente castillo, como su homólogo de Normandía, se despereza erguido sobre la enorme masa rocosa. Es media mañana y delante del embarcadero ya se ha formado cola para subirse a las barcas que salvan la pleamar.
De nuevo en tierra firme, desde Penzance, una de las coordenadas favoritas de la jet set británica, asciendo por la B3283 hasta una de esas alucinaciones inesperadas que Cornualles siempre se saca de la manga. “Anfiteatro de estilo griego construido sobre los acantilados y la famosa playa de Porthcurno”, había leído en una guía. Decir eso sobre The Minack Theatre es como decir que el Partenón es un cobertizo sobre Atenas. Porque cada sillar de granito, cada muro o gradería es fruto de la pasión y sudor de Rowena Cade, la mujer extraordinaria que lo diseñó y construyó con sus manos. Desde el 16 de agosto de 1932, cuando la primera hornada de espectadores disfrutó aquí, frente al océano, de la primera actuación, La tempestad de Shakespeare, este teatro sublime es el mejor homenaje a su artífice.
No está nada mal despedirse de Cornualles con St Ives en la retina: una demostración de que no todo es naturaleza exuberante. Todos los caminos aquí llevan a la Tate St Ives, una extensión de la Tate Gallery de Londres. Arwen Fitch, mi cicerone por las remozadas instalaciones –en octubre de 2017, tras cuatro años de obras, se reabrió la nueva galería–, me permite descubrir a los maestros británicos del arte contemporáneo, pero también otro espacio mágico: el Barbara Hepworth Museum. El estudio y la casa donde durante 26 años trabajara la escultora, figura clave del arte abstracto en Europa, es hoy un goteo de visitantes que decodifican sus obras expuestas. Lyn, una sexagenaria de reluciente pelo cano, dibuja a lápiz la obra de Hepworth que tiene delante. “La tituló Conversation with Magic Stone. ¿No te parecen menhires de bronce en un bosque celta?”, me inquiere en perfecto castellano. Celta, mítico, salvaje... es como si hubiera invocado el finisterre córnico, Lands’End, mi última visita en Cornualles.
Sentado en la posada First and Last Inn, donde empezaba este relato, repasé mi viaje. Y esa contundente certeza: llegué aquí buscando las merveilles de las novelas artúricas, pero volvía a casa sabiendo que esta península azotada por el viento, de páramos solitarios y litoral agreste, era mucho más. Un lugar en cuyos paisajes, como sortilegios de Merlín, se suceden los encantamientos; una tierra donde recalaron gentes extraordinarias, visionarios. Un verso libre en el seno de Inglaterra donde a cada recodo aguarda un prodigio.