MOLENBEEK SE MIMA
El distrito bruselense más vilipendiado ha recuperado su dinamismo cultural gracias a un atractivo museo que comisaría la calle, los cómics y hasta Instagram.
Todo estaba preparado para la inauguración cuando de repente… dos atentados sacudieron el aeropuerto, el metro y la historia reciente de Bruselas. El corte de cinta del flamante museo se pospuso con la misma velocidad con la que las calles de Molenbeek-Saint-Jean se llenaban de una mala prensa que transformaba este municipio en una sinécdoque del terrorismo. Al fin y al cabo, los ideólogos y ejecutores de ese ataque se habían radicalizado en su ‘medina’ de hormigón. El arte tuvo que trabajarse otra efeméride. Hasta aquí el sensacionalismo.
Dos años después de aquel 22 de marzo, el Museo del Milenio de Arte Iconoclasta (MIMA en su acrónimo inglés) ha conseguido lo impensable: que el turismo cruce el canal de Bruselas-Charleroi y se sobreponga a los prejuicios. Esta vía de agua siempre ejerció de frontera natural y psicológica. Desde que se diseñara su cauce en el siglo XIX, las fábricas y los grandes talleres empezaron a ocupar su ribera oeste, impulsando a su alrededor un barrio obrero con idiosincrasia y ley propia. Y, pese a lo suburbial e improvisado de su expansión, está a apenas 15 minutos andando de la icónica Grand Place. Ahora, 48.000 personas al año se acercan a otear qué hay bajo los tejados del Mánchester belga desde la terraza de este iceberg cultural.
La sede del MIMA es toda una declaración de intenciones. Sus salas de exposiciones y su cafetería ocupan uno de los tres grandes edificios de la vieja cervecera Belle-Vue, un complejo industrial que cerró el grifo en 1991. Las otras dos moles de ladrillo naranja se han transformado en un hotel con alma jo-
Para Cruyt, el arte iconoclasta es aquel que “no obedece a categorías, que simplemente resulta atractivo”
ven y murales neoyorquinos y en un restaurante, Bel Mundo, donde todo es kilómetro cero, desde los ingredientes recolectados en huertos urbanos hasta los jóvenes cocineros molen beekois que se forman entre comandas y cacerolas. Para completar la nueva vida de estos hangares, sus dueños buscaron un proyecto cultural capaz de sacudir al barrio. Entonces aparecieron Raphaël Cruyt y sus socios de la galería Alice con una propuesta: enmarcar el arte que está emocionando lejos de los circuitos trajeados.
Desde entonces, la relevancia del museo ha crecido en paralelo a la valentía del mismo. Y también a su indefinición. Porque ¿qué es el arte iconoclasta del nuevo milenio? En palabras del propio Cruyt, aquel que “no obedece a categorías, que simplemente es atractivo. Un museo es como un anuncio: no crea identidad, simplemente informa de que algo existe” define para Condé Nast Traveler. En la práctica esto se traduce en grafitis coloridos, viñetas agigantadas, fotografías expresionistas y caricaturas pop-art de la sociedad actual. Obras con factura artesanal y potencial viral que se desperdigan por las tres plantas del edificio y que establecen diálogos improbables pero resultones. Aquí no chirría que un tomate con piernas y tacones del artista Parra comparta sala con un selfie suicida de Joan Cornellà y con una composición de geometrías fosforitas de Maya Hayuk. Ni tampoco que los retratos espolvoreados de Katsu y los bailarines psicodélicos de Brecht Evens se miren a los ojos. Al final de la visita, la retina no se resiente de ningún tipo de sobredosis ni sufre de extrañamiento. Más bien interpreta los estímulos como si fueran las láminas de un caleidoscopio de nuestro tiempo.
El primer objetivo del MIMA, el de ubicar el barrio en el mapa, ya está conseguido. Otro dilema es el de transformar Molenbeek. El propio Cruyt se refiere a él como “imposible de gentrificar” por lo arraigadas que están aquí sus diversas comunidades y lo difícil que es domesticar su caos solidificado. Por eso, el primer paso es saber si realmente existe o es un compendio