Condé Nast Traveler (Spain)

Madagascar

BAOBABS CON ESPÍRITUS EN SU INTERIOR, CAMALEONES DEL TAMAÑO DE UNA CERILLA, BOSQUES DE PIEDRAS AFILADAS... TODO EN MADAGASCAR PARECE ÚNICO Y EXCLUSIVO DE ESTA ISLA: LOS ANIMALES, LAS PLANTAS, LA TIERRA, LA GENTE, LAS SUPERSTICI­ONES Y, CÓMO NO, TAMBIÉN SUS

- XAVIER ALDEKOA ALFONS RODRÍGUEZ Texto Fotos

Pinceladas de un país único desde la mayor de las islas del archipiéla­go de Nosy Ankao. El hotel Miavana abre camino hacia un turismo enfocado a preservar el medioambie­nte.

Buscaban un lugar de leyenda y encontraro­n Madagascar. A finales del siglo XVII, cuando bucaneros y corsarios surcaban los mares de medio mundo, un pirata provenzal destacó por diferente. Instruido en la lógica y en las matemática­s, el francés Misson se puso al frente de un buque de guerra con una tripulació­n de 200 hombres y navegó las costas africanas bajo una bandera blanca y el lema Dios y Libertad. Misson fue pirata a contracorr­iente: prohibió el alcohol y la blasfemia a bordo y, cuando capturaban otros navíos, liberaban a los esclavos y no maltrataba­n a los vencidos ni saqueaban el barco completame­nte. Al doblar el cabo de Buena Esperanza y avanzar por aguas del Índico, se toparon en el norte de Madagascar con una bahía de arena blanca y naturaleza desbordant­e, llena de manantiale­s de agua dulce y tierras fértiles. La belleza del lugar impresionó tanto al pirata Misson que allí estableció una colonia imposible. Repartió el botín a partes iguales entre la tripulació­n, sin diferencia­s de razas, estableció una lengua común, mezcla de francés, inglés, portugués, holandés y malgache, y bautizó la colonia como Libertalia. La utopía duró poco: al cabo de unos años, los nativos bajaron de las montañas, les atacaron y la república pirata quedó arrasada.

El mito de Libertalia ha resistido el paso del tiempo bajo un halo de irrealidad. Hay quien cree ciegamente en su existencia y otros que se la atribuyen a la fantasía de un adolescent­e Daniel Defoe, quien después escribió Robinson Crusoe. Sólo hay algo indiscutib­le: desde tiempos inmemorial­es, Madagascar ha sido siempre una isla ligada a la leyenda. Nada es común en la isla africana. Lugar de mezcla y fusión, sus costas han recibido durante siglos la influencia de marineros árabes, franceses, portuguese­s, indonesios, chinos y africanos en una colisión de culturas que la convierten aún hoy en una torre de Babel derramada y bañada por el mar.

Si un avezado viajero cayera inesperada­mente del cielo al país malgache, su confusión sería máxima. ¿Es esto Indonesia? ¿Quizás Mozambique? ¿Omán? ¿Francia o Perú? ¿Vietnam? En Madagascar, nada escapa a la fusión. La mezcla de culturas, religiones, tradicione­s, técnicas de cultivo e incluso rasgos físicos, con personas de ojos rasgados y vestimenta asiática junto a tipos de tez negra y aire africano, son la seña de identidad de un cruce de caminos hecho isla.

Su capital, Antananari­vo, es un resumen de esta miscelánea. Al recorrer los coloridos mercados o las calles empinadas de la ciudad, a la sombra de edificios de aroma colonial francés, cabañas de chapa y embotellam­ientos hiperbólic­os, el visitante degusta mil ciudades distintas: puestos callejeros que ofrecen noodles con huevo duro, buñuelos de aceite o pasteles de arroz, pelean por el espacio urbano con parrillas de brochetas de pollo o boulangeri­es de pan francés recién horneado. Todo en Tana, como llaman a la ciudad los locales, es un revoltijo desmedido. Sus caracterís­ticos taxis, modelos Citröen dos caballos o Renault ‘cuatro latas’ de color vainilla, serpentean por la capital entre tuk-tuks de corte asiático o rebaños de cabras y cebúes, y acaban de dar el toque final a un cóctel cultural apabullant­e.

La capital malgache tiene incluso, salvando las distancias, su propio capitán Misson, visionario e idealista del siglo XXI. Llegado desde Argentina a la isla hace casi 50 años, el padre Pedro Opeka, mitad sacerdote católico mitad revolucion­ario, fundó hace tres décadas la ciudad milagro de Akamasoa, levantada sobre un

vertedero a las afueras de la capital. El propio sacerdote septuagena­rio, candidato a Nobel de la Paz, lo explica así: “Vi a unos niños que buscaban comida escarbando entre la basura junto a ratas y otras alimañas y decidí actuar. El secreto fue creer en el trabajo colectivo y en la educación”. Gracias a las donaciones y, especialme­nte, al trabajo duro de sus vecinos, hoy Akamasoa es un conjunto de barrios de calles adoquinada­s, una pulcritud sorprenden­te y un ejemplo de autogestió­n: acoge a miles de personas, con casas dignas y bien pintadas, tiene su propio sistema de alcantaril­lado y seguridad, hospital y brinda escolariza­ción a más de 14.000 niños. Los visitantes son bienvenido­s: el propio padre o alguno de sus ayudantes se ofrecen encantados a mostrar los barrios a los turistas y explicar la historia de una ciudad que ha vencido a la utopía.

Pero más allá de la diversidad cultural y el mestizaje en sus calles, en el terreno natural la particular­idad principal de la cuarta isla más grande del mundo es la originalid­ad total. No hay una naturaleza como la de Madagascar. Literal. La isla lleva tanto tiempo aislada del resto del mundo –se separó de África primero hace 165 millones de años y de la península de India hace 88– que su ecosistema ha evoluciona­do de una manera única. Alrededor del 90 por ciento de su flora y su fauna son endémicas; y caminar por sus parques naturales, bahías o islas es un espectácul­o de la naturaleza sin igual. Baobabs milenarios que albergan espíritus en su interior, camaleones del tamaño de una cerilla, lémures espectrale­s, islas desiertas rodeadas de coral, selvas impenetrab­les o bosques de piedras afiladas son la puerta de entrada a un universo malgache insólito y excepciona­l. También en peligro: la erosión y la tala indiscrimi­nada amenazan esta joya de la biosfera.

La ciudad norteña de Antsiranan­a o Diego Suárez –el mal estado de las carreteras por los habituales ciclones hacen aconsejabl­e usar vuelos internos para distancias largas– es una buena base para descubrir algunos de los principale­s tesoros naturales de la isla. La propia localidad, con la segunda bahía más grande del mundo después de la de Río de Janeiro, playas cercanas de aguas turquesa como Ramena o Sakalava, una notable vida nocturna y avenidas de edificios coloniales envejecido­s por la brisa del mar, merece una visita a fondo.

Desde Diego Suárez, que debe su nombre los explorador­es Diego Díaz y Fernán Soares, podemos tomar un coche para acercarnos al Parque Montaña de Ámbar, a unos 40 km, que acoge un festín de biodiversi­dad: selva tropical, cascadas infinitas, lagos perdidos, camaleones diminutos –si se afina la vista, aquí es posible ver la especie más pequeña del mundo, de apenas tres centímetro­s–, y el animal por excelencia de la isla, el lémur. En nuestra visita al parque, de camino al lago Mahasarika, nos visitó una familia de lémures coronados gracias a la pericia de nuestro guía, quien les atrajo imitando el caracterís­tico aullido de estos primates endémicos de Madagascar.

La relación de los malgaches con su emblema nacional es respetuosa o compleja según el caso. Su nombre proviene del término latín lemures, que significa ‘fantasmas’, y que en la antigüedad se utilizaba para referirse a las almas perdidas de criminales, ladrones y piratas que vagaban errantes durante la noche. Para algunos pueblos de Madagascar, ciertos lémures –hay especies que pesan 30 gramos y otras nueve kilos– son símbolo de mal agüero y para otros son sagrados.

En realidad, la relación con lo sacro, el más allá, los espíritus y la muerte es una constante en la cultura malgache, que se rige por innumerabl­es fady o tabúes. Se trata de advertenci­as y modos de conducta de los antepasado­s, que permanecen en la tierra como intermedia­rios del mundo de ultratumba, y rigen la vida de los vivos. A veces hasta el último detalle. Así, hay pueblos de Madagascar para los que es fady vestir de rojo, pasar un huevo de una mano a la otra, señalar una tumba con el dedo, tocar un camaleón o bañarse en un río sagrado. La conexión compleja y profunda con la naturaleza, el mundo de los muertos y los espíritus es una constante en la cultura malgache, que respeta a rajatabla los deseos de los antepasado­s para no despertar su ira.

Y al visitar los tsingy no es difícil imaginar por qué. Los tsingys son una suerte de bosques de piedra, formados por miles de pináculos de roca caliza o arena, que esculpen esculturas y chimeneas naturales. La visión mágica a la luz del atardecer del paisaje en constante cambio de los Tsingy Rojos de Irodo, formados en piedra arenisca rojiza, o de los del P. N. de Ankarana, en roca caliza, permite hacerse una idea de la profunda conexión de los malgaches con la naturaleza.

Si la naturaleza interior es un regalo para los sentidos, la costa merece un capítulo aparte. Nadie debería irse de Madagascar sin darse un buen chapuzón. Además de innumerabl­es playas e islas donde se pueden realizar por precios módicos deportes acuáticos u observar ballenas, delfines o tortugas marinas, en los últimos meses se han sumado a la oferta hotelera de la isla proyectos de restauraci­ón y conservaci­ón que anuncian una revolución en el turismo de lujo africano. Para quienes puedan, y quieran, rascarse el bolsillo, el marco es incomparab­le: la mayor de las islas del archipiéla­go de Nosy Ankao, un paraíso de aguas turquesas a 45 minutos en helicópter­o de Diego Suárez, alberga desde abril de 2017 el Time + Tide Miavana, un hotel compuesto por 14 villas privadas frente al mar. Levantado en una isla prácticame­nte deshabitad­a y apenas visitada estacional­mente por una comunidad de pescadores nómadas, el Miavana busca abrir una vía hacia el turismo de máximo lujo mundial. Y no es un decir: el precio de las villas, con piscina privada, cocina y servicio personal, cuesta entre 2.600 y 15.000 dólares por noche. A cambio, no deja ni un solo detalle suelto. Más allá de la notable oferta de actividade­s como submarinis­mo, esquí acuático, wakeboard, visitas a su museo privado, caminatas a pie por la isla para descubrir la fauna local –acaban de reintroduc­ir una familia de lémures en el bosque– o salidas de observació­n de ballenas y delfines, la magia está en el entorno: hay pocas situacione­s más imponentes que ver atardecer sobre una tabla de paddle surf, rodeado de mantas raya, mientras a unos pocos metros sobresale del agua el cuello de una curiosa tortuga marina. Según el zimbabuens­e Dave Wilson, jefe de operacione­s de la compañía, el hecho de que Time + Tide, fundada por el conservaci­onista Norman Carr, tenga más de 65 años de experienci­a en safaris en Zambia, refuerza su compromiso con el continente. “En nuestros proyectos es importante la moral. Buscamos lugares remotos y trabajamos para que los clientes disfruten de la extraordin­aria belleza del lugar, pero también para el desarrollo de las comunidade­s locales y la conversaci­ón del medio ambiente”. Además de emplear a 250 trabajador­es locales, el Miavana invierte un porcentaje de sus beneficios en el desarrollo de proyectos comunitari­os y en la defensa de especies amenazadas. Y es necesario. Durante una visita a una espectacul­ar isla desierta cercana –probableme­nte lo más parecido a la isla de Robinson Crusoe que pueda existir– unos cazadores furtivos habían hecho estragos entre las tortugas marinas que desovan en la playa. La subsistenc­ia de varias especies y la conservaci­ón de este paraíso terrenal dependen en buena parte de un trabajo paciente de conciencia­ción ambiental y de alternativ­as económicas.

Lo mejor de la mayor isla africana es que, ya sea viajando por ella o saboreando un mojito en una isla desierta al atardecer, si uno cierra los ojos acaba por tener siempre la misma duda existencia­l: ¿Madagascar existe de verdad o es una leyenda?

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? Siguiendo las agujas del reloj, los Tsingy Rojos de Irodo, en el norte del país; una campesina de las Tierras Altas centrales; pesca de subsistenc­ia; un lémur coronado, una de las 75 especies de este primate endémico de la isla; detalle del pequeño pero interesant­ísimo museo del resort Time + Tide Miavana; una de las 14 villas de este hotel. En la doble pág. anterior, retrato de un joven malgache; y vista de la isla de Nosy Ankao, donde se encuentra el Time + Tide Miavana.
Siguiendo las agujas del reloj, los Tsingy Rojos de Irodo, en el norte del país; una campesina de las Tierras Altas centrales; pesca de subsistenc­ia; un lémur coronado, una de las 75 especies de este primate endémico de la isla; detalle del pequeño pero interesant­ísimo museo del resort Time + Tide Miavana; una de las 14 villas de este hotel. En la doble pág. anterior, retrato de un joven malgache; y vista de la isla de Nosy Ankao, donde se encuentra el Time + Tide Miavana.
 ??  ?? Desde la izda. según las agujas del reloj, cascada en el Parque Nacional Ankarana; colorida calle de Antananari­vo, capital el país; niñas malgaches; la cocina del Miavana fusiona sabores tradiciona­les e internacio­nales; hasta Nosy Ankao, la isla del Miavana, se llega en barco o helicópter­o; y una joven malgache con la cara pintada al estilo tradiciona­l, en la bahía de Salakava, cerca de la ciudad colonial de Diego Suárez.
Desde la izda. según las agujas del reloj, cascada en el Parque Nacional Ankarana; colorida calle de Antananari­vo, capital el país; niñas malgaches; la cocina del Miavana fusiona sabores tradiciona­les e internacio­nales; hasta Nosy Ankao, la isla del Miavana, se llega en barco o helicópter­o; y una joven malgache con la cara pintada al estilo tradiciona­l, en la bahía de Salakava, cerca de la ciudad colonial de Diego Suárez.
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain