El perfumista Serge Lutens nos abre su misteriosa casa de Marruecos.
Serge Lutens nos abre las puertas de su misteriosa casa de Marrakech, donde transforma palabras en fragancias.
En Marruecos es frecuente que los hombres se perfumen con rosas y las mujeres con notas amaderadas, pero Serge Lutens fue pionero al incorporar estas últimas en 1992 a la fragancia Feminité du bois de Shiseido, que elaboró junto al nariz Christopher Sheldrake. Lutens se enamoró de la madera de cedro la primera vez que vino a Marrakech, que le atrapó por sus aromas, “la distancia y la extrema diferencia con Francia”. Ahora es su retiro. “Cojo el avión, enseño el pasaporte, digo que no cuando me ofrecen algo a bordo... Viajar me parece horroroso, hoy se viaja mal. Los aviones se han convertido en transporte de animales y ni siquiera veo el interés de desplazarse porque es lo mismo en todas partes. Era interesante en los 60, sentías que cambiabas de universo”, asevera y, al hilo, nos recomienda revisar la película Film socialisme, de Godard.
Este francés de 76 años cuyo único proyecto ya, bromea, es morirse –“además, cuando los he tenido, nunca los he llevado a cabo...”–, nació en Fives, cerca de Lille, y lleva 40 años trabajando en esta casa cuyas puertas se nos abren, de forma casi confidencial, en la Medina de Marrakech. Cada dibujo de letras coránicas que la viste lo diseñó él mismo; cada rincón, contraste de oscuridad protectora y luz exterior que sólo asoma por el jardín (no hay ventanas) forma parte del circuito cultural más exclusivo de Marrakech, que incluye el nuevo Museo Yves Saint Laurent o el Royal Mansour, el hotel de lujo ideado por Mohammed VI. En la madraza, parte embrionaria de la vivienda que luego creció hasta una hectárea con las propiedades adyacentes, respiramos el aroma, silencio y misticismo propios de un templo. Es el embriagador Marruecos de Lutens, un espacio de perspectivas matemáticas, arte y recogimiento... en el que es imposible vivir: “Todas mis casas me acaban echando. Me pasa igual con las mujeres. Sería interesante para el señor Freud”. Da la impresión de que algo atesoran estas paredes que tanto recuerdan a la Alhambra, ¿pero el qué? “Cuando lo encuentre te aviso”, contesta con una enigmática sonrisa. Hombre para todo y elegante caballero, Pierre Bergé dijo de él que era el mayor coleccionista de arte orientalista. Lutens trabajó con la maison Dior de 1967 a 1980 y, desde 1980, con Shiseido, y hoy rememora, sin prisa, cómo empezó a dibujar mujeres en un intento de invocar a su propia madre, que le concibió en una relación adúltera y de quien fue separado durante la II Guerra Mundial. “Me inventé una suerte de mujer universal. En realidad, pintaba vestidos
de gala que llevaban señoras dentro y me preguntaba quién era aquella persona que había engañado a su marido: ¿una reina? ¿una puta?”. Luego madre e hijo se reunieron. “Un día que ella hacía limpieza dejó sobre la cama un vestido negro con los puños ajustados, el cuello con tres botones por detrás y perlitas de azabache. ‘Está desgastado’, sentenció. No sólo lo estaba el vestido, quizá ni siquiera se refería a eso sino a sí misma. Se suele actuar así cuando algo cambia o se acaba. La prenda parecía una piel de serpiente cuando muda y mi imaginación se disparó”. Nació así su carrera como maquillador, estilista y director creativo de firmas y revistas, durante la que adornó la alta costura con retazos de muerte y duelo –“siempre van ligados”–, ecos de España –“me atrae Picasso, la violencia... no hay arte sin crueldad”– y pinceladas de inspiración oriental a modo de máscara. “No buscábamos chicas guapas sino sorprendentes. Ahora las hacen con molde”. Empezó a sentirse menos libre en los 90 y se derrumbó en el año 2000. “Estaba destrozado. Fue entonces cuando encontré el perfume. Pasé de la imagen a la palabra”. Sus fragancias –Dent de lait, que evoca el fin de la niñez, De profundis, con crisantemos...– son auténticas narraciones. “El perfume es orgánico, se desplaza. A veces le digo ‘ve hacia allí’ y está contento. Otras, desobedece y es horrible. Es como en el arte”. Lutens tardó doce años en crear Chêne (‘roble’). “¿Sabías que en la Revolución Francesa decapitaron estos árboles porque eran símbolo de la realeza? ¡Qué tontería! No hay nada más tonto que una revolución, no sirve para nada. Lo bueno desaparece, queda lo peor. Y eso se llama progreso”, se ríe. El sentido del humor puede sanar... ¿igual que el perfume? “No, no tiene virtudes afrodisíacas ni de ningún otro tipo. Sólo acompaña nuestra fragilidad, nos da confianza”.
Aunque él, en su maleta vital, no necesita ni eso, rien du tout. “Sólo me ata la gente, ése es mi defecto”. Y su gran pasión... “Amo las palabras, leer es el último gran placer que me queda”. Devoto acérrimo del papel, habla de canibalismo y salvajes al mencionarle internet –“luz proyectada, no es nada”–, y resalta que las editoriales publican obras cada vez más sofisticadas, en contraste con una edición general cada vez más común. “Es la vulgarización voluntaria. A fuerza de creer que los demás son imbéciles, te conviertes en uno”. Pero tal vez llevaría libros en esa hipotética maleta, “aunque fuera para hacer barquitos de papel”. ¿Y un perfume? “No necesito perfumes. Justo eso es lo que no necesito”.