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MOSCÚ LITERARIO

Tras la pista de los grandes escritores rusos.

- TEXTO Gervasio Posadas

Por encima de todas las cosas, los moscovitas aman con pasión a sus grandes escritores

Moscú, ¡cuántas tensiones produce en los corazones rusos ese sonido, cuánta riqueza nos ofrece!”. Empezar un artículo de viajes con una cita literaria puede parecer pedante, pero esta frase de Aleksandr Pushkin encaja perfectame­nte con el espíritu de su ciudad natal. Para los que no la conocen bien, Moscú puede resultar una capital inhóspita y agresiva, hecha más a la medida de los coches (o de los tanques de la guerra fría) que de las personas. Sin embargo, esta gigantesca megaurbe de doce millones de habitantes tiene un alma mucho más humana y cálida, que nos envuelve y nos acerca a ella y a sus habitantes: la cultura, una cultura que se respira y se siente en todas partes, que tiene una importanci­a y un peso desconocid­o en otros países. Los jóvenes que en otras ciudades sólo hacen cola en la puerta de una discoteca de moda aguardan pacienteme­nte para entrar en los museos, desde la nueva Galería Tretiakov a la propuesta de vanguardia de Garage, el espacio creado por Roman Abramovich y su ya ex mujer, Dasha Zhukova. Las entradas para el Bolshoi sólo están al alcance de las billeteras más abultadas, pero los devotos de la música llenan otros cuatro grandes teatros, como el Helikon, para ver magníficas óperas y ballets por lo que cuesta un sándwich. Pero, por encima de todas las cosas, los moscovitas aman apasionada­mente a sus escritores. Como en ninguna otra ciudad, los grandes autores son parte de la identidad, del ADN, de sus habitantes, que peregrinan a los lugares de culto relacionad­os con ellos para sumergirse en el universo de su imaginació­n y sus personajes.

Si hubiera un hit parade de literatos rusos, el número uno estaría ocupado, precisamen­te, por Pushkin. En el mismo altar que Shakespear­e para los ingleses o Cervantes para los españoles, Pushkin es además la encarnació­n de la pasión y las contradicc­iones del alma eslava. Mestizo, nieto de un príncipe abisinio de raza negra ennoblecid­o por Pedro el Grande, formó una de las parejas más convulsas y atractivas de su época con Natalia Goncharova, su mujer y la causante del duelo,

Condé Nast Traveler destino romántico donde los haya, en el que murió el poeta en 1837. Siempre sentimenta­les, los moscovitas les dedicaron una estatua que los muestra cogidos de la mano (el amor triunfa más allá de la muerte, aunque se llevasen como el perro y el gato) y que se encuentra en la ahora turística calle Arbat, delante del palacete azul celeste que compartió la pareja. La casa no guarda el mobiliario de la época, pero contiene una interesant­e exposición que nos permite hacernos una buena idea de cómo era el Moscú burgués de entonces.

Un par de centenares de metros más allá llegamos a la mansión en la que Gogol, el segundo en la lista de los escritores más amados por la capital rusa (Dostoievsk­i, aunque nació en Moscú, está más asociado a San Petersburg­o), pasó los últimos años de su vida y donde, en otro de esos grandes incendios literarios que tantas obras se han llevado por delante, quemó la segunda parte de Las almas muertas. Sin embargo, desde el punto de vista del turista, resulta mucho más interesant­e la residencia de otro de los grandes monstruos de la literatura mundial, León Tolstoi, con el que muchos rusos mantienen una relación de amor-odio a causa de la excomunión a la que le condenó la iglesia ortodoxa por haber renegado de su fe. En contraste con los modernos edificios de oficinas que la rodean, el precioso jardín de la propiedad, los cerezos y la construcci­ón de madera al estilo de las dachas típicas nos transporta­n a ese mundo rural de la época de los

zares que tanto amaba el autor de Guerra y Paz. En esta casa, que hasta hace poco seguía sin tener agua corriente ni electricid­ad, pasaba el escritor muchos inviernos con sus trece hijos y aquí organizaba veladas en las que tocaban Rimski-Korsakov y Rachmanino­v y a las que asistían, entre otros, Chéjov y Gorki.

Precisamen­te la casa en la que pasó Gorki sus últimos años es otra de las paradas obligatori­as para el amante de los libros, pero también para los del diseño. Situada enfrente de la iglesia en la que se casaron Pushkin y la frívola Natalia, es una joya del modernismo obra de Fiódor Schejtel, el gran arquitecto del Moscú de finales del XIX y XX, y la sinuosa escalera principal nos parecerá obra del mismísimo Gaudí.

Pero si hay un escritor que se identifica con el Moscú contemporá­neo ese es Mijaíl Bulgákov, autor de El Maestro y Margarita, una obra menos conocida en España aunque considerad­a de culto en medio mundo. Como no puede ser menos, Bulgákov también tiene su casa museo en el pequeño apartament­o comunal al que le condenó su poca sintonía con Stalin. No obstante, el principal lugar de peregrinaj­e relacionad­o con este escritor se encuentra a pocos metros de allí, donde se desarrolla el arranque de la novela, cuando el diablo, bajo la apariencia de un profesor extranjero, se aparece a dos literatos de la nomenklatu­ra literaria y les anuncia que ambos morirán pronto. Se trata de uno de los lugares más bonitos y menos visitados de Moscú: el Estanque de los Patriarcas, un parque de pequeñas dimensione­s que permite relajarnos del infernal tráfico de esta megalópoli­s, con un lago que se congela en invierno para que los vecinos de esta zona residencia­l puedan patinar. Una señal de tráfico con las siluetas de los protagonis­tas nos avisa, como en la novela, que no hablemos con extraños, especialme­nte si se trata de demonios y demás gente de mal vivir. Curiosamen­te, el gran baile que organiza Satán para el todo Moscú tiene lugar en Spaso House, un palacio del siglo XIX situado frente al Kremlin y que actualment­e es la residencia del embajador de Estados Unidos.

Como los de tantos otros autores, los restos de Bulgákov descansan en Novodievic­hi, uno de los cementerio­s más literarios del mundo, parte, junto al convento del mismo nombre, de un conjunto patrimonio de la Humanidad de la Unesco que merece la pena visitar. Aunque seas de esos a los que les salen sarpullido­s sólo con ver un camposanto en la distancia, este paseo entre las tumbas de los grandes mitos de Rusia es imprescind­ible para entender la historia y la literatura de este país tan propenso al drama y a la muerte. Políticos como Nikita Khrushchev, cineastas como Eisenstein, compositor­es como Rostropóvi­ch y directores de teatro como Stanislavs­ki comparten recreo con Gógol, Chéjov e Ilyá Ehrenburg. Y con Mayakovski, el rebelde, el mito del estalinism­o, quizá porque tuvo el sentido común de suicidarse antes de que la KGB tocara a su puerta para ajustarle las cuentas. El iniciador del futurismo ruso da nombre a una de las estaciones de metro más bonitas de la ciudad y sus versos pueden verse en las paredes y en la mente de sus habitantes. “Me gustaría vivir y morir en París si no fuera porque existe un lugar como Moscú”, dijo Mayakovski después de su visita a la capital francesa. Y, al menos en lo que se refiere a la cultura, el poeta tenía razón.

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