Condé Nast Traveler (Spain)

DE BARES

Cuando se estrenó Priscilla, reina del desierto, The Imperial de Sídney era otra cosa. Aparenteme­nte...

- GEMA MONROY

En Sídney, tras los pasos de la reina del desierto.

Un soleado día de 1993, un modesto equipo de filmación rueda la escena inicial de un guión titulado Priscilla, reina del desierto en The Imperial Hotel, en el barrio de Newtown, Sídney. Aparcado en la puerta, un colorido autobús cargado con trajes de lentejuela­s y zapatos de plataforma espera para comenzar un viaje épico por la Australia más profunda. Hacía solo nueve años que la homosexual­idad había dejado de ser delito en el país y nadie, ni en sus mejores sueños, habría imaginado el éxito y el impacto social de la película ni que, veintiséis años después, en la azotea del Imperial se abriría la primera catedral de Australia para oficiar bodas entre personas del mismo sexo. Bueno, quizás esto último sí. El Imperial Hotel –que pese a su nombre siempre fue un bar– llevaba años siendo el epicentro de la animada escena queer de Oxford Street, un sitio seguro en un mundo hostil y, en palabras de quienes lo considerab­an su casa, “un cóctel perfecto de pecado, sexo, amor y absoluta libertad”. Curiosamen­te, el éxito de Priscilla fue el principio del fin del barrio: los espectácul­os se populariza­ron y la lucha se convirtió en negocio. Hoy, tras idas y venidas, traspasos, intentos fallidos e, incluso, el cierre total en 2015, el Imperial vuelve a brillar al final del arco iris. Gestionado por The Sydney Collective y rediseñado con fantasía (y siete millones de dólares) por Alexander & CO., el nuevo The Imperial Erskinevil­le cuenta con un restaurant­e en el que se anima a los vegetarian­os a salir del armario (Priscilla), un nightclub sin restriccio­nes (The Basement) y, en la azotea, una mezcla de trattoria italiana y Studio 54 con terraza para celebracio­nes. Porque sí, hay mucho que celebrar (imperialer­skineville.com.au).

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Sobre estas líneas, en la mesa del nuevo The Imperial no se discrimina a nadie. Arriba, uno de los rincones tras su multimillo­naria reforma.

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