Nos buscaremos
El flechazo no solo fue instantáneo, así debe ser cuando Cupido anda atinado: fue también masivo. Ni un corazón del equipo de Condé Nast Traveler se quedó frío ante la foto que ilustra la portada de este febrero, mes siempre un poco enamoradizo de más, siempre pasado de azúcar. Razones sobraban para lo contrario, para que la imagen nos dejase helados, una poética postal de Groenlandia, de acuerdo, pero tomada bajo un frío demoledor –un frío de anorak, palabra prestada del groenlandés–, con esos icebergs de lentísimo divagar salpicando el océano y una barca ahí, en mitad de la nada, que parece buscar algo... que parece buscarte a ti. El guiño a la canción de Los Zombies era obligado, qué hacer cuando no hay estribillo más romántico y trotamundos en todo el planeta pop: “Cruzando amplios mares, escalando altas montañas, descendiendo los glaciares, a través de desiertos, las junglas y los bosques quizá te encuentre alguna vez”. El amor, que nos derrite.
Más allá de dobles sentidos, la fascinación por tierras remotas – que tanto enardece en estos días de mantas, crepitares y planes de ida y vuelta– nos ha puesto de acuerdo incluso con nuestros compañeros de The New York Times, que también han visto en Groenlandia ese viaje a los sueños polares –ahí va otro guiño para melómanos pop– aún por descubrir. Pero ay, el siempre épico afán explorador oculta un reverso tenebroso y menos fotogénico: Groenlandia se derrite a toda velocidad; su hielo se escapa a través de una colosal fuga que, claro está, hemos perpetrado nosotros, los humanos. Y es ahí donde entra en escena Ray Bradbury – quien me conoce sabe que lo saco de bambalinas más que Shakespeare a los remordimientos–, porque en Crónicas Marcianas ya nos advirtió de la vocación destructora de una humanidad a la conquista de Marte: We earth men have a talent for ruining big, beautiful things (“Nosotros, los terrícolas, tenemos un don para arruinar las cosas más grandes y hermosas”). Bofetón de distopía que hoy torna en rotunda realidad porque, como bien sabía Bradbury, al final todo pasa. Vaya si pasa.
Esa melancolía bradburyana que tan bien nos sirve para aprender a ser viajeros conscientes atrapó a nuestro fotógrafo, Niko Tsarev, quien nos contó que la vida a ras del Ártico “es extremadamente severa: los lugareños rara vez llegan a los 50 años, las casas se rompen debido al permafrost e incluso los huesos intentan escapar del cementerio cada primavera con el deshielo. Todo te invita a pensar que no necesitas estar ahí. Pero estás... y te gusta”.
Tanto como nos gusta a nosotros buscarte en todas partes, en cualquier otra parte. Y eso hemos hecho: en los riscos de Islandia con Cecilia Díaz Betz, fotógrafa que ve a Malevich donde otros solo ven nieve, ese “arte de ver las cosas” que defendía John Burroughs; en las ganas, las de todos, de jugar a la pelota vasca en Idaho, porque fue allí, en Boise, donde recalaron decenas de euskaldunes a comienzos del siglo XX y aún hoy mantienen costumbres y montones de apellidos. También en Stavanger, entre madera y diseño; en los bosques de Tohoku y hasta en un palacio de Rajastán con príncipe incluido, no es un cuento. El final feliz ya es cosa tuya. Nuestra. Viajemos mucho, pero conscientes.