Condé Nast Traveler (Spain)

No es Bora Bora.

SENTIRÁS VÉRTIGO CUANDO LA ENCUENTRES EN EL MAPA Y, EN UN ABRIR Y CERRAR DE OJOS, DESAPAREZC­A, TAN MINÚSCULA, EN LA INMENSIDAD DEL PACÍFICO. PERO MÁS VÉRTIGO TENDRÁS CUANDO LLEGUES A MAUPITI Y DESCUBRAS LA FELICIDAD ABSOLUTA DE LA VIDA LENTA.

- Texto Dani Keral Fotos Eva Abal y Dani Keral

Aquella noticia golpeó la isla como un maremoto. Ocurrió en 2004: el ayuntamien­to de Maupiti, la isla más occidental del archipiéla­go de la Sociedad, recibió la solicitud de una cadena hotelera para crear un resort en su laguna oceánica, el primero de su historia. El negocio parecía redondo: una isla virgen de hoteles y geografía similar a Bora Bora que se vería catapultad­a a la primera línea del mercado turístico internacio­nal, generando así numerosos puestos de trabajo.

La oferta provocó un intenso debate entre los habitantes de Maupiti, hecho que llevó al alcalde a convocar un referéndum para que fuesen ellos mismos quienes decidiesen el destino de la isla: el “no” ganó con más del 80 por ciento de los votos. Maupiti renunció a los cantos de sirena del turis“Polinesia”, mo masivo y decidió seguir viviendo como siempre lo había hecho. Como sigue haciendo hasta ahora.

Esto no es Bora Bora

A Maupiti la llaman la pequeña Bora Bora, un apelativo que, a priori, debería ser uno de los mayores piropos que se le pueden dedicar a una isla. Y es que Bora Bora es un icono: un lugar remoto del planeta vinculado a términos como “paraíso”, “resort” y “lujo”. Su carácter único ha logrado, incluso, reconfigur­ar nuestras mentes: si se pronuncia la palabra la primera imagen que nos vendrá a la cabeza será, segurament­e, la de una pareja escultural bebiendo champán sobre un fondo de cabañas flotantes y agua azul turquesa. Sin embargo, esto no es más que una fantasía mercadotéc­nica. Porque Maupiti quiere ser todo menos Bora Bora. Para su desgracia, esa no es la única comparativ­a que recibe: otro de los tópicos más repetidos es el de “Maupiti es como Bora Bora hace 60 años”. Esta frase, que intenta ser una suerte de elogio, le hace un flaco favor a ambas. Por un lado, a Maupiti, que ya decidió definirse por sí sola sin necesidad del paralelism­o con su vecina; por otro, a Bora Bora, que no sale muy bien parada en una comparativ­a donde el pasado libre de resorts es utilizado como reclamo turístico al ser sinónimo de pureza y autenticid­ad.

Vamos a intentar, pues, describir Maupiti huyendo de las comparativ­as con su omnipresen­te vecina. Lo vamos a hacer retrocedie­ndo a aquel tiempo

en el que la palabra era el principal vehículo de transmisió­n y en el que, tal y como escribe Patricia Almarcegui en su ensayo Los mitos del viaje, el lenguaje se tensaba, se ensanchaba e intentaba “recoger con mil sustantivo­s y frases subordinad­as lo visto por primera vez”. Para ello, empezaremo­s por una de las cualidades más singulares de esta región del mundo: el vértigo de estar sobre su superficie.

Cómo sentir aquí el vértigo

Antes de nada, siéntate, ponte cómodo/a y, sobre todo, no temas: lo que vas a sentir a partir de este momento no tendrá efectos secundario­s:

1. Coge tu móvil, abre Google Maps, escribe “Maupiti” y déjate llevar en vuelo rasante. Mira la pantalla: te encuentras a 16.000 kilómetros de distancia, sobre un montículo de tierra rodeado por unas extrañas formas alargadas.

2. Sitúa los dedos índice y pulgar en los bordes de la pantalla y deslízalos hasta que se encuentren en el centro. Ahora podrás ver la geografía de Maupiti en su totalidad: un conjunto de isla, laguna e islotes alargados con forma de miocardio. Te encuentras a 380 metros de altura sobre el océano Pacífico, en la cima del monte Teurafaati­u, el punto más alto de Maupiti.

3. Repite el paso anterior. En la pantalla han aparecido las primeras islas vecinas. Bora Bora y Tupai, las más próximas, se encuentran a 40 kilómetros; Tahaa y Raiatea, algo más alejadas, a 82 y 95 kilómetros, respectiva­mente. Quizá no te das cuenta aún, pero ahora es cuando comienzan a aparecer, poco a poco, casi impercepti­bles, los primeros síntomas del vértigo.

4. Repite de nuevo el movimiento anterior. La pantalla se ha vuelto azul. A Maupiti ya ni se la ve, aplastada por el, ahora mastodónti­co, marcador de Google. Minúsculas, como si fuesen motas de polvo que ensucian la pantalla, aparecen el

En 2004, el alcalde convocó un referéndum para que fuesen los habitantes de Maupiti quienes decidieran si querían un resort: el 80% votó en contra. Y hasta hoy.

resto de islas de Polinesia Francesa. Alrededor solo hay agua, miles de kilómetros de vacío acuoso anegan la pantalla. Y tú te encuentras en medio, en un pequeño esquife de roca de cuatro kilómetros de largo por 380 metros de alto que, además, se hunde, milímetro a milímetro, bajo el océano. Ahí está, ahí lo tienes: el vértigo. El vértigo de estar en uno de los escasos espacios de tierra que el Pacífico nos cede a los humanos para que no muramos ahogados de infinito.

Ya hemos experiment­ado el vértigo de encontrars­e en Maupiti. Ahora toca entender qué es, en realidad, Maupiti.

Maupiti en el espacio/tiempo

En abril de 1836, un joven inglés de tez pálida, mirada sedienta y alopecia incipiente que navegaba alrededor del mundo escribió en su diario algunas observacio­nes sobre un grupo de islas con una enigmática forma de anillo: “Al descender la isla, el agua va inundando la costa pulgada a pulgada; las cimas de alturas aisladas formarán en un primer período islas distintas dentro de un gran arrecife y, finalmente, desaparece­rá el último y más elevado pico. En el instante de verificars­e esto queda formado un atolón perfecto”.

Ese joven inglés era Charles Darwin y lo que acababa de enunciar era la teoría de formación de las islas coralinas de origen volcánico. Es decir, la mayoría de islas que podemos encontrar en Polinesia Francesa. Y es que, algún día, gran parlas te de lo que hoy conocemos como Maupiti habrá desapareci­do bajo las aguas. Es el trágico destino de haber nacido atolón, un ejemplo más de cómo la Tierra se reorganiza a cámara súper lenta en un espectácul­o geológico vetado a los humanos. No obstante, si vemos este hecho de forma práctica, se podría decir que navegar por las islas de la Polinesia Francesa es como viajar en una máquina del tiempo. Podríamos hacer, por ejemplo, un viaje de corta duración a las islas más jóvenes (Tahití, Moorea) y, desde allí, dar un gran salto al pasado, desplazánd­onos entre los atolones planos de Tuamotu. A medio camino de este hilo temporal se encuentra el equilibrio entre ambos estados insulares, la combinació­n más pura de isla montañosa y atolón circular: Maupiti.

Situémonos ahora dentro de esa máquina del tiempo sobre la cima del monte Teurafaati. Vamos a hacer un viaje al futuro de la isla y a observar su evolución a modo de timelapse, como en

las escenas de El tiempo en sus manos, aquella película de 1960 basada en la novela de H.G. Wells donde Rod Taylor huía de los morlocks.

El contador de años comienza a avanzar con frenesí y el anillo de islotes alargados (o motus) va creciendo por momentos. Mientras, la altura desde la que observamos es cada vez menor, como si descendiés­emos en un inmenso montacarga­s: 380 metros. 270. 145... Así hasta 0. El agua ahora nos llega ya por las rodillas, todo lo que antes eran cocoteros, ceibas, bananos, flamboyane­s, buganvilla­s y tiarés ahora es macomo teria orgánica que yace en el fondo de la laguna. La isla se ha transforma­do en alga, en mar, en comida para seres subacuátic­os. Y junto a toda esa materia orgánica, deformados y medio destruidos por el óxido, los restos materiales de los humanos que habitaban Maupiti: la iglesia protestant­e, las pequeñas casas con sus tumbas familiares, los vehículos con los que se desplazaba­n. Y los marae, Vaiahu y Ofera, es decir, los rastros humanos de aquellos primeros habitantes de Polinesia.

El derecho de acceso perpetuo a Maupiti

Las islas del Pacífico son, hoy día, como la Samarcanda de los viajeros antiguos, aquellos que, como dice Patricia Almarcegui en su ensayo, “buscaban en los destinos más remotos la presencia más placentera”. Los que escribimos sobre estos lugares contribuim­os a esa imagen porque pretendemo­s “crear un asombro mayor en el lector”. Pero también hay otro motivo que va más allá de enseñar geografías insospecha­das: mostrar la alteridad de esos lugares, la esencia del Otro.

Tras la colonizaci­ón francesa de Tahití en 1842, la diferencia cultural entre Europa y Polinesia Francesa se redujo de forma notable, aunque hoy día se pueden encontrar

Algún día, gran parte de lo que hoy conocemos como Maupiti habrá desapareci­do bajo las aguas. Así es el trágico destino de haber nacido atolón.

rasgos de ambas tradicione­s, sobre todo en Maupiti. Uno de los puntos de encuentro cultural es la muerte. En Maupiti, los difuntos se entierran bajo el rito cristiano, con la diferencia de que la inhumación no tiene lugar en el cementerio sino en los jardines de las casas. Esto no solo sucede por la ausencia de camposanto en la isla a causa del déficit de espacio, sino por la tradición polinesia de devolver a los humanos a la fenua, a su tierra. En la cultura del Pacífico, los antepasado­s son sagrados. Esto también incumbe a la propiedad de la tierra: tener un familiar enterrado cerca de una casa valida de forma simbólica y legal el hecho de que ese espacio de tierra pertenece a sus descendien­tes. Así de claro lo explica la guía de legislació­n y operacione­s funerarias de Polinesia Francesa: “El entierro autorizado en terreno privado es perpetuo, inalienabl­e e intransfer­ible, lo que prohíbe a los dueños del predio poder exhumar los cuerpos y actuar sobre el monumento funerario. […] los herederos de la persona enterrada en el lugar privado se benefician de un derecho de acceso perpetuo, incluso si las familias ya no son propietari­as de la tierra”.

En Maupiti, como en toda Polinesia, la religión predominan­te es el protestant­ismo. En el templo protestant­e de Vaiea, la única población de la isla, las celebracio­nes dominicale­s son un auténtico zumo cultural, donde el rito protestant­e se combina con el colorido polinesio, tanto a nivel visual (con los vestidos, los colgantes de flores y los vistosos sombreros de palma de las feligresas), como sonoro (con los cantos en idioma polinesio que se suceden a lo largo de las dos horas que dura la ceremonia).

Como contraste a estos ritos de origen europeo, la isla también muestra reflejos de la cultura ancestral polinesia. Estos se encuentran repartidos a lo largo de la carretera circular que bordea Maupiti: los marae o centros ceremonial­es de época precristia­na, plataforma­s de piedra volcánica donde los antiguos habitantes invocaban a sus dioses.

Lejos quedan aquellos tiempos en los que los ancestros polinesios recorriero­n en sus va´a las inmensas aguas del Pacífico. Ahora, la vida en Maupiti transcurre pausada, en pantalones cortos y zapatillas de playa, a caballo entre la tierra, donde las gallinas campan a sus anchas, y el mar, donde tienen lugar las principale­s actividade­s de la isla: la pesca y el turismo. Porque Maupiti vive del turismo, por supuesto que sí, pero de una forma muy diferente a Bora Bora.

Aquí los alojamient­os no son cabañas artificial­es construida­s sobre el agua sino las casas de los propios habitantes: las pensiones familiares, una curiosa mezcla de alojamient­o, restaurant­e y centro sociocultu­ral.

Gracias a estas modestas pensiones, los turistas que llegan a la isla no solo se alojan en Maupiti, también viven (de verdad) en ella, permitiend­o así el intercambi­o cultural con los nativos. Durante las conversaci­ones, el mar es el principal protagonis­ta. La mayoría te dirá que el océano es su núcleo, su fuente. Afirmarán que en la laguna coralina se pueden encontrar infinitos tonos de azul y que, según afirmaban los antiguos, los antepasado­s, es en ella donde se aprenden todas las lecciones del cielo.

Insistirán en que te acerques a los motus que la rodean y que comas pan de coco, i’a ota o poisson cru –pescado crudo marinado en jugo de cítricos y leche de coco– y que vivas la experienci­a del ahi ma’a, el horno de tierra tahitiano. Convertido­s en guías locales, te recomendar­án sin dudarlo que te bañes en la playa de Tereia, que pruebes el bizcocho de banana de Chez Mimi y que cruces caminando –con el agua hasta la cintura y, esto es importante, únicamente cuando la marea lo permita– hasta el motu Auira.

Y te dirán, volviendo a mencionar su océano, que contemples la laguna sin mirar el reloj (ni el móvil), que la bucees, que la navegues, que la vivas y, si puedes, la observes desde lo alto del monte Teurafaati­u, el techo sagrado de Maupiti. Porque ese lugar, el último punto que desaparece­rá de la isla dentro de unos cuantos millones de años, es el único de toda la isla desde el cual se comprende que la inmensidad oceánica que te rodea no es, en realidad, tan hostil como parecía cuando sentiste aquel vértigo inicial. Ni mucho menos.

Solo es demasiado poderosa para un par de ojos humanos.

Aquí los alojamient­os no son cabañas arti ciales construida­s sobre el agua sino las casas de los propios habitantes, las pensiones familiares

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Abajo, de izda. a dcha., ofrenda loral polinesia; mujer de Maupiti asistiendo a una celebració­n litúrgica en el templo protestant­e de Vaiea, única localidad de la isla. En la doble pág. anterior, vista aérea de la isla y cabaña típica.
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Abajo, de izda. a dcha., el azul casi transparen­te del atolón de Maupiti marca una línea con el azul del océano Pací ico; vista de Vaiea, capital de la isla, con la iglesia como único edi icio que sobresale.
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Abajo, de izda. a dcha., dos viajeros como únicos ocupantes de una playa desierta; tradiciona­l monumento funerario. En la doble pág anterior, relieve de la isla coronada por el monte Teurafaati­u, considerad­o el techo sagrado de Maupiti.
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