Condé Nast Traveler (Spain)

Quedarse sin habla ante monumentos que nos cuentan historias, la historia, perder la compostura ante un buen plato de babarrunak (¡y qué alubias!), latido del paisaje, escuchar el dormir donde la tradición se mantiene despierta... El interior guipuzcoan­o

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B De no ser por el paso decidido de sus habitantes, podríamos pensar que en el interior de Gipuzkoa el tiempo se ha detenido. Como se detiene el viajero, conmovido, ante lo imponente de su paisaje. Aquí el verde se abre paso como un tsunami y desborda la mirada. También el territorio. El rastro de su influencia se aprecia en el arte, en la arquitectu­ra, en la gastronomí­a e incluso en el carácter de la provincia. Ese verde profundo determina una forma de estar, de hacer, de sentir. Todo lo que vive aquí se aferra a la tierra, como esa insólita fachada del Santuario de Arantzazu, en Oñati, que se mantiene estoica frente al abismo, mientras la brisa levanta las faldas del monte Aizkorri, una de esas cimas que arañan el cielo en Euskadi.

Bajo las impasibles esculturas de Jorge Oteiza y las desafiante­s piedras talladas en punta que se reparten en sus torres, tras esas gélidas puertas de metal ideadas por Chillida, se esconde el calor de una nave y un retablo de madera que, de nuevo, es reflejo de la idiosincra­sia del lugar. Un gigante de piedra con un corazón que late. Con la misma serenidad

aguarda en Azpeitia, al noreste, el Santuario y Basílica de Loiola, construido en el siglo XVIII alrededor de la casa natal de San Ignacio de Loiola. Una arboleda esconde un prodigio barroco de gran cúpula ante el que siempre se hace el silencio, no importa cuántos niños jueguen a su alrededor.

Muy cerca, y de nuevo al abrigo de la piedra, las cuevas de Ekain y su centro de interpreta­ción –Ekainberri– de Zestoa cobijan algunas de las pinturas rupestres más importante­s del norte de la península, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 2008. En Gipuzkoa, lo autóctono se extiende hacia lo universal.

Y entre estos lugares de peregrinaj­e, delimitado por dos ríos –el Deba y el Urola, pues el agua también forma parte de la identidad guipuzcoan­a–, se encuentra el Valle de Hierro, escenario en el que la vida se forjaba a golpe de fundición y donde también Chillida creó parte de su obra artística. El Chillida Lantokia de Legazpi es un museo en el que dos universos colisionan: el creativo y el industrial.

Donde los mercados son museos y los alimentos, preciadas obras de arte

No, el tiempo no se ha detenido en ese interior al que apenas 60 kilómetros apartan del mar. Aquí, como escribió el guipuzcoan­o Bernardo Atxaga en su novela Obabakoak, “todo lo que vive, vive como un río, sin cortes, sin paradas”. La cumbre del Txindoki (1.346 metros), en el Parque Natural de Aralar, no se pierde nada de cuanto acaece a sus pies. Las estaciones se suceden ante sus ojos y las mesas celebran los cambios con buen apetito. Así, el tsunami también desborda el plato, donde no hay más que territorio. Hay paisaje en la huella del pan que ha perseguido a la salsa de unas alubias de Tolosa, en la corteza de una cuña de queso Idiazabal, en las colas amontonada­s de unas piparras fritas de Ibarra en pleno verano, en los restos de ese chocolate que lleva elaborándo­se artesanalm­ente en Mendaro desde 1850. Y es que el color verde nació en estos valles, como ese ritual de carne y fuego que no es otro que el de una buena txuleta –sí, con tx– a la parrilla. Los akelarres, en Gipuzkoa, entienden de producto.

Es posible pasar horas frente a los puestos del mercado de Tolosa admirando los detalles de verduras, frutas, legumbres, panes, quesos, sidras y txakolís nacidos en esos caseríos que apuntalan la tradición a las montañas. Aquí, un mercado es un museo. Y para el guipuzcoan­o, el alimento es tan bello y tan valioso como cualquier obra de arte.

De su gastronomí­a también puede disfrutars­e en otros espacios que la veneran, como la bodega HIKA, rodeada de viñedos de hondarribi zuri, cuyo restaurant­e liderado por Roberto Ruiz acaba de recibir su primer sol Repsol, o como el Bailara de Enrique Fleischman­n en el hotel Iriarte Jauregia. De las noches guipuzcoan­as también pueden encargarse el hotel Torre Zumeltzegi o la Casa Rural Ondarre que, además, es quesería artesanal. Las obedientes ovejas latxas circulan alrededor de este baserri que junto con otros, como el Igartubeit­i de Ezkio, caserío museo del siglo XVI, forman una constelaci­ón en el paisaje. Cuando al escultor Jorge Oteiza le preguntaro­n si todo aquel espacio de fachada del Santuario de Arantzazu iba a ir sin nada, él respondió: “Sin nada no, con nada”. Todo está ahí, latiendo, esperando. Como nos espera Gipuzkoa. Dicen que lo que necesitamo­s ahora es encontrarn­os, pero quizá sea justo lo contrario: perdernos, en el color verde.

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 ??  ?? Izda., santuario en honor a Nuestra Señora de Arantzazu, patrona de la provincia; y (abajo), mercado de Tolosa. Bajo estas líneas, quesos con denominaci­ón de origen Idiazabal. Dcha., embalse de Urkulu, muy cerca del parque natural de Aizkorri-Aratz.
Izda., santuario en honor a Nuestra Señora de Arantzazu, patrona de la provincia; y (abajo), mercado de Tolosa. Bajo estas líneas, quesos con denominaci­ón de origen Idiazabal. Dcha., embalse de Urkulu, muy cerca del parque natural de Aizkorri-Aratz.

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