Condé Nast Traveler (Spain)

Una llama eterna

La escritora Elif Shafak habla de su historia de amor con Estambul.

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Alo largo de la historia, han sido muchos los poetas y artistas que han imaginado Estambul con carácter de mujer. La han personific­ado y han hablado de ella como una mujer poderosa, resiliente, impresiona­nte, testaruda y hermosa. A veces cuesta entender por qué: sus calles sinuosas, sus aceras, sus plazas, sus cafeterías y, en esencia, todo el espacio urbano pertenece de forma innegable a los hombres. Y más aún después del anochecer. Pero pese a esto, a mí me gusta esta tradición artística ancestral, y la conservo por un motivo. Deseo que esta feminidad tome de verdad su espacio, que las mujeres reclamen su presencia pública y conecten con el alma de la ciudad, con esa esencia poderosa y firme que existe bajo todas esas obras, atascos y ruido incesante.

Yo no nací en Estambul. Soy, de hecho, de muy lejos, de Francia. Aunque nací en Estrasburg­o, mis padres se separaron cuando yo era pequeña y mi madre se mudó conmigo a Ankara, donde me crió mi abuela. En aquella casa de Turquía no faltaban las superstici­ones, las historias ni la comida. Cuando cumplí los 18, tenía dos certezas sobre mi vida: que quería hacerme escritora y que necesitaba irme a vivir a Estambul cuanto antes para hacer realidad este sueño.

En mi imaginació­n, Estambul era una ciudad líquida y estruendos­a, un río bravo de montaña que nunca terminaba de estarse quieto, que cambiaba y que fluía, siempre buscando, siempre curiosa. Sentía que me llamaba, era un impulso irracional que no sabía explicarme a mí misma pero que tampoco era capaz de ig

norar. Me mudé a Estambul sola, sin conocer a nadie, a una calle que se llamaba Cuesta de los caldereros. Quedaba al lado de la famosa plaza Taksim, el corazón de la ciudad. La calle era antigua y estrecha, siempre animada y caótica y llena de risas y voces. A la entrada había un santuario que asomaba entre los bloques de apartament­os, donde acudían mujeres de todas las edades a encender velas o a anudar trozos de tela de colores vivos. Cada vez que pasaba por delante me paraba a observar el lugar y a preguntarm­e qué oraciones y plegarias murmuradas llegarían a ese santo sin nombre.

Coloqué mi máquina de escribir amarilla junto a una ventanita de mi piso y empecé a escribir. Terminé una novela allí mismo, y luego otra, mientras el sonido de las teclas se entremezcl­aba con el de la partida de backgammon de la tetería de enfrente. Al final de la calle había un bar de copas, y siempre escuchaba los tacones de las mujeres que trabajaban allí cuando pasaban con cautela sobre los adoquines quebrados. Cuando llovía, el repiqueteo de las gotas en los tejados y, cuando amainaba, el aullido del viento y los graznidos hambriento­s de las gaviotas. Llevo todos estos sonidos conmigo, los dados, las aves, el eco de los pasos de una bailarina en una calle oscura.

Me enamoré, y no solo de la ciudad en sí.Pasaron años, me mudé a casas diferentes, a otros barrios. Me casé, mis dos hijos nacieron en Estambul. Allí conocí el amor, la sororidad, la creativida­d, pero también el dolor, la soledad y la censura. Llevo Estambul al cuello como si fuese un collar de turquesa.

La historia de Estambul es larga y compleja. Cabría pensar que una historia de este tipo iría asociada a una buena memoria, pero no es así en absoluto. La gente en Estambul tiene una especie de amnesia colectiva que hace que la ciudad entera esté llena de historias, pero también de silencios. Y son esos silencios a los que yo quería dar voz. Quería observar la periferia, a la gente marginaliz­ada, oprimida, olvidada. Comprendí con el tiempo que Estambul es mucho más que la deslumbran­te ciudad que venden los folletos del Ministerio de Turismo. Hay muchas capas de Estambul que se enfrentan entre sí, luchan y coexisten, y la ciudad sobre la que yo escribí muestra una cara muy diferente.

Llevo muchísimos años sin volver a Estambul, pero no la he abandonado. Nunca llegamos a irnos del todo de los lugares que amamos, aunque estemos a varios continente­s de distancia. Los pequeños detalles son los más duros cuando eres inmigrante, cuando te encuentras en el exilio. El olor a castañas asadas, el intenso sabor de un panecillo con sésamo, la brisa marina en la cara, todo ello me trae a la memoria esos recuerdos de mis orígenes perdidos.

Cuando empecé a escribir mi última novela, me pregunté qué recuerdo me habría llevado de Estambul si hubiese sabido que no iba a volver. La respuesta fue que me habría llevado un árbol, un retoño que pudiera plantar en Londres. Me habría encantado cuidar de un ser vivo cuyas ramas, ansiosas de libertad, se alzaran hacia el cielo azul, mientras sus raíces, su misma esencia, siguieran pertenecie­ndo a Estambul.

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 ?? ?? Elif Shafak, nominada al Premio Booker, acaba de publicar su decimonove­no libro, La isla de los árboles perdidos.
Elif Shafak, nominada al Premio Booker, acaba de publicar su decimonove­no libro, La isla de los árboles perdidos.

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