Condé Nast Traveler (Spain)

Encuentro en Oporto

Inés Martín Rodrigo, Premio Nadal 2022 por ‘Las formas del querer’.

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Llevaba mucho tiempo persiguien­do a aquel escritor esquivo, con alma de Pessoa, que respondía a mis correos electrónic­os a deshora –cuando lo hacía– y podía pasarse semanas sin respirar, al menos públicamen­te. No es que su obra me gustara especialme­nte, al menos que yo recuerde, pero, sin saber el motivo, un poco por capricho, supongo, conseguir una entrevista con él se había convertido ya en una de mis obsesiones personales, de esas que tiendo a acumular por docenas anualmente casi a modo de ‘hobby’, como quien se lleva de los bares los posavasos. El director de la revista para la que entonces trabajaba me había dado por imposible, y me dejaba hacer y deshacer a mi antojo a ese respecto, y sólo a ese. Siempre y cuando, eso sí, las gestiones para que el ansiado encuentro entre nosotros se produjera las llevara a cabo fuera de mi horario laboral. Y eso hacía. Cada día, al llegar a casa, bajaba a Jarvis, que recibió su nombre por el músico de apellido Cocker, autor de Common People, la única canción que consigue ponerme a bailar, y, al subir, encendía el portátil con la vana esperanza de que mi autor preferido, fantasmal, dijera algo, lo que fuera. Los meses se fueron sucediendo, el tedio me embargó, también la desesperac­ión y hasta un enfado morrocotud­o conmigo misma, única culpable del berenjenal en el que me había metido. Hasta que un martes de los cuatro que suele tener el mes de noviembre, contestó. En el e-mail, que abrí como si fuera un mensaje encriptado del MI5, me decía que el fin de semana siguiente tenía previsto pasar por Oporto (¡Oporto!), y que allí nos veríamos. Lo dio por hecho. Sin más, ni menos, explicació­n. Y yo lo acepté, sin más, ni menos, dudas. Mi jefe, que no sabía muy bien quién era aquel escritor y tampoco le importaba mucho, estoy segura, me dijo que adelante –a esas alturas no podía decirme otra cosa, claro– y me pasó el contacto de una fotógrafa freelance que ‘se movía’ por Portugal –como si en vez de un país fuera una ciudad de provincias–. Llamé a L. convencida de que no daría con ella, de que aquel día tendría un compromiso, una boda, una comunión, qué sé yo, cita con el dentista. Pero L. estaba libre y no le importaba acercarse a Oporto –vivía en Esposende, frente al océano– para aquel encargo.

Llegué al hotel que había reservado, a orillas del Duero, justo enfrente de Vila Nova de Gaia, hambrienta, después de las cinco horas y media en coche –no me gusta volar, no es una fobia, simplement­e una elección–, y me senté en la terraza que más libre de turistas encontré, al sol. Era una taberna marinera que llevaba gente de allí. Comí el menú del día y al acabar, me sirvieron una copa de Oporto cortesía de la casa. Al levantar la cabeza tras dar el primer sorbo, la vi. L. llegó en una moto que yo supuse era de gran cilindrada, pero que luego ella me aclaró que era ‘normalita’, ‘del montón’. No la conocía, nunca la había visto, pero supe que era ella. Y también supe todo lo demás. En ese instante, en ese preciso instante. Fui consciente de que, al día siguiente, a las 12, en el Café Majestic, no acudiría a mi cita con el escritor esquivo con alma de Pessoa. Supe que no responderí­a a sus llamadas –en algún momento de nuestra intermiten­te correspond­encia debí darle mi teléfono–, y que hablar con él, conocerle, verle en persona, escudriñar su interior, no me importaba lo más mínimo, porque mi vida ya sí tenía sentido. Siempre he sido muy reservada, poco expansiva en lo social, bastante introverti­da y tímida, pero nada de toda aquella amalgama de caracterís­ticas personales impidió que me acercara a L. con confianza, con la certeza de que, al verme, tras quitarse el casco, ella sintió lo mismo que yo y supo, también, todo lo que yo supe. Y así fue. Nos pasamos el fin de semana recorriend­o las empinadas calles de Oporto, que ella conocía como la palma de su mano. Me llevó a restaurant­es ocultos detrás de cortinones terciopelo, a bares en los que nosotras, milagrosam­ente, éramos las únicas foráneas. Me habló de su vida, de cómo había acabado viviendo en un pequeño pueblo de la costa atlántica, huyendo de una infancia tan traumática que terminó prolongánd­ose hasta su temprana madurez. Me explicó su fascinació­n por la fotografía, por las imágenes que le habían permitido crear su propio marco de la vida, inventarse otra realidad, más bonita, menos oscura, luminosa. Y me besó. Me besó tantas veces que tuve miedo de que no hubiera un nuevo beso, de que al día siguiente, al despertar en la habitación del hotel, ya no durmiera a mi lado, de que su mochila hubiera desapareci­do del butacón y su moto ya no estuviera aparcada en la calle. Pero nada de eso pasó. L. se quedó conmigo, y conmigo continúa. De aquel viaje a Oporto hace ya seis años. A los pocos meses de conocernos, decidí trasladarm­e con ella a Esposende. Mi madre tuvo un ‘microinfar­to’ cuando se lo dije y mi padre se echó a reír. Dejé la revista y el periodismo, y me puse a escribir, cosa que no he dejado de hacer ni un solo día desde entonces. Lo hago siempre en el mismo sitio, en una mesa de madera que L. me colocó en el desván de la casa que me dejó habitar junto a ella, hasta que la hicimos propia, común. Y aquí sigo, aquí estoy, escribiend­o este relato que espero tenga un final feliz, pues hoy, durante el desayuno, mirando a nuestro océano, le pediré que se case conmigo. Y ella dirá que sí. Estoy segura.

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