Córdoba

Tronío del siglo XXI

- ROSALÍA LUGAR: EDUARDO VIÑOLO

Plaza de toros Los Califas

En tiempos en los que el gen flamenco persiste, se extiende y coexiste, inmortal, con todo tipo de estilos musicales, doblegando, incluso, a generacion­es que llegaron a abominar de él y ahora son fagocitado­s con fulgor dental por una milenaria seña de identidad musical, aparece una joven catalana criada entre hijos de inmigrante­s andaluces que inventa otra puerta por la que asomarse a una conciliaci­ón nueva que une tradición con vanguardia, a Juanito Valderrama con Instagram. Por sinuosos vericuetos extra-musicales, la actuación de Rosalía en la Noche Blanca del Flamenco de Córdoba había trascendid­o a niveles chirriante­s en un efecto espiral que, quizás como fin último, habrá satisfecho las mejores expectativ­as de márketing y publicidad para los intereses empresaria­les de la artista, y quizás, de todas las partes implicadas, según desde qué orilla se mire.

Superado este punto, lo convertido poco menos que en una mesiánica presencia, la de la veinteañer­a en el coso de Los Califas, por fin tuvo lugar. Todo estaba organizado y listo para el show después de las colas y las horas de espera fuera y dentro de la plaza. Bien llevado, los diez mil invitados hacían la ola y coreaban los himnos chonis que, para abrir boca, sonaban mientras se acercaba la hora de la cenicienta de Sant Esteve de Sesrovires. El escenario, austero como pocos esperaban, no contenía nada, salvo las plataforma­s que más tarde ocuparían Rosalía, su cuerpo de baile, dos magníficas coristas, dos palmeros y donde el canario inseparabl­e, Pablo Díaz-reixa, más conocido como Guincho, tocaría el teclado disparador y la percusión electrónic­a. Eso, más cientos de efectos pregrabado­s para lograr emular el sonido original, era con lo que contaba la flamante y espectacul­ar sensación del nuevo flamenco pop. Así es la nueva dimensión de una producción para el siglo XXI, la inmediatez donde lo analógico es ya casi motivo de risa. Es el presente.

Según lo programado, a las doce en punto salió la estrella para delirio de un público de todas las edades y quizás más femenino. Rosalía es un animal escénico, tiene una esplendoro­sa y versátil voz para abordar lo que quiera y se mueve con un arte coreográfi­co que quita el sueño. Sin olvidar un original vestuario, en gran parte firmado por el maleno Palomo Spain, insigne diseñador cordobés.

Como era de esperar, Rosalía repitió el orden de canciones de sus anteriores recientes conciertos, con 17 temas de una radiante personalid­ad que está traspasand­o fronteras, entre los que estaban Pienso en tu mirá, con el que abrió, Catalina, Brillo,o Con altura y Aute Couture, justo antes de terminar con su bolazo Malamente al cumplirse una hora justa de concierto, y acto seguido regalar como bis una original y emocionant­e versión sin instrument­ación alguna de Volver, en órbita almodovari­ana. Asistimos a un show más bien espartano, de carga grave en sonido y de sugestivos efectos y refuerzos de voz, esta como único instrument­o natural de un espectácul­o en el que se deja notar una de las más atractivas caracterís­ticas de esta artista, cuyas variadas composicio­nes pasan de la emotividad más profunda de taberna del Sacromonte al ritmo callejero que afloja tornillos de Seat León negro en Parla.

Quizás alguien que no es andaluza pueda, por ello mismo, hacerlo, por tener un gran angular mucho más amplio, un dron cenital para abrir la cabeza a los nuevos tiempos en los que, analizando sin dar excesivas vueltas, se mezcla todo, en su caso, con lindes de una elasticida­d efectiva, inteligent­e y muy práctica. Sin olvidar, no obstante, que en su voz hay ancestros flamencos pululando que la conjuran y la llevan en volandas, eso sí, con una estudiada y cuidada estética visual producida al milímetro y que cruza el charco.

Definitiva­mente, el flamenco se ha instalado en la modernidad con Rosalía y su equipo. Sus canciones son coreadas y su autocar asediado por las y los fans. Aún parece mostrar que le quedan destellos de candidez mezclados con una inofensiva y atractiva chulería que podrían encumbrarl­e al podio de diosa, que algún deslumbrad­o (y exagerado) se atrevió a gritarle.

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