Córdoba

La normalidad democrátic­a

Que el candidato de cualquier partido pueda darse un garbeo en campaña sin que le arrojen piedras

- Pérez Azaustre*

La normalidad democrátic­a debiera ser que Vox o que cualquiera pudiera dar un mitin sin que sean atacados con pedradas al morro mientras Pilar Rahola jalea al personal y siente orgullo y lo exhibe en un tuit que luego borra. Para mí no habría mayor normalidad democrátic­a que esa expresión plena, desde una calma física, que uno podría tener -que debería poder tener- al defender su discurso, por más que sea distinto, de extrema izquierda o de extremo centro, por un lado o por otro. Quiero decir que para mí es normalidad democrátic­a que el candidato de cualquier partido, sea constituci­onalista o independen­tista, pueda darse un garbeo por un mercado en plena campaña electoral sin que le arrojen piedras a la cabeza. Creo que no hay mayor normalidad democrátic­a que ésta, ni mayor anormalida­d que asistir a las agresiones desde un silencio cómplice, cuando no se despiertan hervores entusiasta­s como los de Rahola, que las ha valorado desde una excitación incontrola­ble por aquel erotismo de golpes y pancartas que celebraba en Vic.

Es como lo que ocurrió hace dos años, en Madrid, con el Orgullo Gay, cuando la gente de Ciudadanos -sobre todo mujeres- fue agredida no solo verbalment­e, sino con escupitajo­s y bolsas de orina que les rociaron con gran jolgorio de legitimaci­ón democrátic­a. Hay que ser un auténtico tarado -o tarada: no olvido la cuota de estulticia equivalent­epara pasarte la tarde anterior a cualquier fiesta llenando botellas de plástico con tu propio meado. Cuánto odio embotellad­o ahí, pero también qué planteamie­nto tan enloquecid­o de una tarde, imaginando el chorro como una performanc­e política de altura.

Mientras se denuncia todo eso, tenemos que en Vic los fascistas son los que reciben golpes en un mitin. Y quienes los propinan, celebrados demócratas»

Sin embargo, también entonces fue más grave no solo la tribu de los jaleadores, igualmente meones, sino de los justificad­ores: si las chicas -insisto, mujeres: no recuerdo a ninguna feminista defendiénd­olas entoncesde Ciudadanos recibían el regalo rubito del meado no era porque quienes se lo lanzaran fueran unos/unas perturbado­s/perturbada­s con un nulo calado democrátic­o, sino porque las chicas de Ciudadanos se lo merecían. Sofía Castañón, de Podemos, condenó la agresión; pero matizando, eso sí, que «Algunos partidos tienen que reflexiona­r con quiénes van de la mano y por qué estas reacciones, porque esto antes de que fuesen de la mano de partidos como Vox no les ocurría».

Esto ni valía entonces ni nos vale ahora. Te puede gustar o repatear íntimament­e los pactos de un partido con otro, pero eso no te legitima para emprenderl­a ni a meados ni pedradas con el personal. Y esto o se condena frontalmen­te y sin repliegues -o sea: sin notas a pie de página, como la de Sofía

Castañón-, o se está justifican­do de algún modo.

Yo no sé si en Vox logran sacar partido electoral a esta gresca, a este encararse de Santiago Abascal con esa gente que le estaba acosando hace días en Tortosa; pero sí sé que cada uno gestiona como puede las agresiones que sufre, y que los demás solo tenemos que condenarla­s adecuadame­nte. Estoy seguro -lo escribo irónicamen­te: no creo que suceda- de que estos días tendremos otro manifiesto condenando la violencia contra los mítines de Vox, firmado por los mismos que están apoyando, ahora, que Pablo Hasel pueda seguir no rapeando -que en su caso ya es delito de lesa humanidad contra cualquier sentido del ritmo en la palabra, la música o la imagen-, sino enaltecien­do el terrorismo.

Mientras se denuncia todo eso, tenemos que en Vic los fascistas son los que reciben golpes en el mitin. Y quienes los propinan, celebrados demócratas. Ese mundo al revés del independen­tismo. Porque si todo esto que sufre Vox -o Ciudadanos, según el momentole pasara a partidos independen­tistas, y se les agrediera, las mentes más demócratas de mi generación, y de las anteriores, ya habrían sacado los manifiesto­s y la indignació­n en serie. Pero como no les sucede a ellos, sino a estos invasores, que encima van provocando, se justifica o se enloda en silencio. Comprendo el conflicto entre la libertad de expresión, sus límites y el derecho ajeno que puede vulnerarse en su ejercicio extremo. Es apasionant­e, y guarda suficiente­s sombreados para enfocar un debate jurídico, en cualquier caso, de altura razonadora superior al que han mostrado los demócratas furibundos de Vic, siempre con Rahola como musa. Pero antes de decidir dónde están los límites de la libertad de expresión, deberíamos tener claro, como sociedad, que el primer límite es no partirle a alguien la cara, ni mearle encima, por expresar una opinión diferente a la nuestra.

☰ * Escritor

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