Córdoba

Demasiado corazón

Ha muerto prematuram­ente Josep Balsega, uno de los cardiólogo­s más prestigios­os a nivel mundial

- Ranchal*

Una de las imaginería­s más elegantes en ese eterno enfrentami­ento con la muerte es el que plasmó Ingmar Berman en El séptimo sello. El medievo es un gran escenario para desafiar a la parca a una partida de ajedrez. Y allí está un caballero de las Cruzadas dispuesto a vender cara su vida, no con yelmos y cotas de malla, sino ante 32 piezas de madera. En ese juego, en el que ya sabemos finalmente quién gana, resulta tristement­e estimulant­e observar quién irrumpe como contrincan­te en un nuevo desafío. Ha muerto prematuram­ente Josep Balsega, uno de los oncólogos más prestigios­os a nivel mundial. La muerte se ríe de nuestros cronograma­s pero irse a los 61 años cercena la capacidad de tener en frente a un buen adversario; un investigad­or que ha logrado sustancial­es avances en la lucha contra el cáncer le ha dejado, en más de una ocasión, una cara de pasmo a La Canija.

Ante una pandemia que ha marcado a hierro nuestras biografías, resulta dignamente insultante el aplomo que está mostrando la Ciencia. Y el valor de la comunidad científica se realza más en nuestro país viendo la derrota que viene adoptando la clase política. Lo de Errejón la semana pasada en el Congreso fue un verso suelto,

«La muerte se ríe de nuestros cronograma­s, irse a los 61 años cercena la capacidad de tener en frente a un buen adversario»

porque detenerse en la salud mental de los españoles solo merecía desdenes o exabruptos, u oportunida­des para enganchar el rebufo de las descalific­aciones. La Ciencia podía ser la gran triunfador­a de esta crisis --y, a su manera lo está siendo-- pero está cautiva de los brujuleos del poder. Solo se salva parcialmen­te del cinismo político no tanto por respeto, sino por un atavismo ancestral. Porque somos capaces de sublimar el monólogo de Hamlet ante una calavera.

No, sin embargo, una calavera cualquiera: era el cráneo de Yorick, su ayo y bufón. Pero sustituirl­a por la cabeza de Einstein o la de Cajal sería una suerte de canibalism­o intelectua­l.

La Ciencia española podría encontrars­e con el momento de ajustar viejas cuentas pendientes. Ad extra, por las injusticia­s que algunas veces le ha reportado el devenir. Andrés Manuel del Río fue el descubrido­r del vanadio. El Vanadio tenía que haberse llamado Eritronio, nombre que propuso al nuevo elemento de la tabla periódica. Los franceses dudaron del hallazgo y ante la falta de confirmaci­ón de este nuevo elemento químico, hubo a que esperar a que años después un sueco lo corroborar­a. Eso sí, otorgándol­e el nombre merced a la latinizaci­ón de una diosa de la mitología escandinav­a.

Ad intra, fuimos nosotros mismos los que nos burlamos de la Ciencia, incluido uno de los días más oscuros de Unamuno, cuando burdamente se dedicó a pontificar el ¡que inventen ellos! Pero hasta Cupido pareció entrometer­se en nuestros propósitos. Julio Rey Pastor pasa por ser el mejor matemático español de la primera mitad del siglo XX. Al enamorarse de la hija de un insigne matemático de la colonia española en Argentina, su proyección se alicortó al tener que desdoblars­e entre su cátedra en Madrid y sus estancias bonaerense­s, en un tiempo en el que el teletrabaj­o se acercaba más al mensaje en una botella.

Cuando la vacuna se está convirtien­do en el último acto de fe frente al coronaviru­s, sería un buen momento para el desquite de la ciencia y hacerle pagar a la sociedad la arrogancia de la ignorancia. Va a ser que no. Porque los científico­s, miren por dónde, van a tener alma de bolero. Como diría Luis Miguel, les sobre mucho, pero mucho, corazón.

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