Baudelaire, una fascinación que no cesa
Baudelaire, cuya función primordial, según él mismo manifestara en un esbozo de prefacio exculpatorio, es «extraer la belleza del mal». Poesía del mal fruto de la constatación del desgarro profundo que sufre el alma humana sacudida, como nos explica en su libro Mi corazón al desnudo, por «dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán». El poeta nos confiesa también en esas páginas que, siendo muy niño, «había sentido ya en su corazón dos sentimientos contradictorios: el horror de la vida y el éxtasis de la vida».
Jean-paul Sartre comienza su ensayo sobre Baudelaire, de 1947, con esta máxima consoladora: «No ha tenido la vida que merecía». Y ciertamente así fue. No mereció tener la familia que le tocó en suerte, nos dice el filósofo existencialista, ni esa amante mezquina, ni la sífilis que terminó con su vida prematuramente. Pero nada de eso lo redime de una vida disoluta, de una existencia llena de errores y contradicciones, abocada a la más completa soledad, a pesar de frecuentar salones, cultivar amistades y practicar ese dandismo con el que pretendía gozar de un estatus de superioridad moral y social en el París del Segundo Imperio. Una triste biografía llena de desdichas que constituye la base y la fuente originaria de toda su poesía. Porque los poemas de Las flores del mal lo que nos vienen a mostrar es el itinerario del alma atormentada del poeta que se debate, nos dice Bonnefoy, «entre el horror y la belleza, el abismo y el ideal, la embriaguez de la carne y el