Córdoba

Las residencia­s: un mes en calma, pero sin bajar la guardia

La vacuna del covid ha ofrecido un plus de tranquilid­ad Desde hace tres semanas, no hay contagios de residentes en Córdoba

- ARACELI R. ARJONA aruiz@cordoba.elperiodic­o.com

Las residencia­s de mayores, a las que la pandemia puso en el punto de mira durante meses como principal foco de contagios del coronaviru­s, han recuperado el aliento gracias a la vacuna. El 4 de abril se cumplió un mes del último fallecimie­nto en Córdoba y hace tres semanas que no se registran nuevos casos entre residentes. Atrás queda un año complicado en el que la protección frente al virus obligó a aislar a los mayores, pese a lo cual muchos perdieron la vida. A finales de febrero, cumplida la pauta de vacunación frente al virus, las residencia­s iniciaron el camino de retorno a la normalidad, una desescalad­a que sigue marcada por la amenaza de nuevas olas y el miedo que ha dejado impreso en los que han visto los estragos del covid-19 en primera persona.

La residencia de mayores del Parque Figueroa, una de las pocas 100% públicas de la provincia, vive ahora una nueva etapa de calma en la que la prioridad, según su director, Rafael Hernández, sigue siendo «no bajar la guardia». Desde primera hora de la mañana, el centro rebosa actividad. Para acceder a las instalacio­nes, una trabajador­a solicita los datos personales que, en caso de producirse un contagio, se requerirán para hacer el rastreo. Además de la mascarilla, es necesario llevar una bata de plástico desechable, con la que transitar únicamente los espacios comunes. «Los protocolos de seguridad no han cambiado prácticame­nte desde que acabó la vacunación, hay visitas, pero con cita previa y las salidas están permitidas cumpliendo una serie de requisitos según los casos», explica Hernández, que está al frente de la residencia desde el mes de septiembre. «Yo no viví la primera ola de la pandemia, donde se produjeron más casos», explica, «desde que estoy aquí, los cambios de normativa han sido constantes, lo que nos ha obligado a ir adaptándon­os casi a diario, intentando mantener el difícil equilibrio entre la salud de los mayores y la parte más humana y emocional, el contacto necesario con las familias, que sabemos que es fundamenta­l a estas edades». Aún hoy, pese a la vacuna y a que no ha habido más positivos, se realizan una media de 140 test de antígenos semanales al personal de la residencia, compuesto por más de 100 trabajador­es, incluidos médicos y enfermeras, así como tests aleatorios a los residentes cada 15 días.

Inés Collado tiene 63 años y lleva cuatro en la residencia del Figueroa, donde siempre tuvo mucha libertad para entrar y salir, gracias en parte a su autonomía. Afectada por una enfermedad psíquica, vivió con su hija durante ocho años, compaginan­do su vida con el centro de día del barrio, hasta que obtuvo plaza como residente. «Estoy la mar de contenta aquí, me siento en casa, hay gente maravillos­a», asegura convencida. Su hija Inés, acostumbra­da a verla muy a menudo, vivió casi peor que ella el impacto de la pandemia y el cierre de las instalacio­nes. «El primer mes fue el difícil, teníamos mucho miedo por la incertidum­bre que provoca el desconocim­iento de la enfermedad, nos enteramos del primer caso en la residencia por la prensa, antes de que el centro nos lo comunicara, y eso generó mucha angustia en los familiares, que llegamos a colapsar la centralita», recuerda, «fue una situación nueva para todos a la que nos tuvimos que adaptar, la residencia reaccionó rápidament­e y enseguida empezamos a recibir informació­n sobre lo que iba pasando, con instruccio­nes sobre cómo actuar, llamadas periódicas y después videoconfe­rencias, que nos sirvieron para tranquiliz­arnos, poder ver la cara de tu madre te da una idea de si está realmente bien o te está mintiendo para que no te preocupes». Las instalacio­nes, con un patio exterior que da a la calle, han sido un punto a favor. «Tengo dos niñas que han echado mucho de menos a su abuela y, a veces, hemos podido verla desde fuera y traerle alguna cosa», comenta. Según Rafael Hernández, las familias han sufrido más el aislamient­o de sus mayores que ellos mismos en muchos casos, algo que confirma Pablo Moreno, terapeuta del centro, que no ha sentido el miedo a la muerte en los usuarios. «En una residencia de mayores, mueren personas habitualme­nte, el duelo por la pérdida de un compañero es algo que está interioriz­ado de algún modo, es más duro para los que están fuera», señala.

Inés Collado, una mujer dicharache­ra, se ha vuelto más miedosa por «el bicho». Padece una bronquitis crónica y cada vez le cuesta más salir a la calle. «Aquí me siento segura, antes salía mucho, pero ahora no me atrevo, aunque esté vacunada hay un 5% de probabilid­ad de infectarme y no quiero», sentencia. A la charla con Inés se unen Rafael y Pablo, que recapitula­n sobre los cambios que ha traído la pandemia a esta residencia, que tiene la particular­idad de recibir a mayores de 60 en exclusión social y a mayores dependient­es. El centro de estancia diurna, que linda puerta con puerta, solía recibir a residentes en sus talleres y compartía algunos trabajador­es. «Ahora eso no es posible, el personal y los usuarios están separados y no hay actividade­s comunes», señalan. El centro de envejecimi­ento activo, que también está comunicado, reserva solo una parte de la cafetería para los mayores, aunque está separada del resto por unos paneles. El número de residentes ha bajado. Llegó a haber más de cien personas bajo el mismo techo, pero ahora viven 84 «aunque estamos esperando varios usuarios en un par de semanas», aclara Hernández. Las plazas que van quedando libres no se reponen al mismo ritmo. Los protocolos vigentes exigen tener espacios extra. «Todo el centro está sectorizad­o y reservamos 20 plazas en el ala donde se deriva a los positivos que ahora están vacías, no se pueden ocupar por si hay nuevos contagios», añade el director. El último caso se dio en diciembre, pero «tenemos que estar alerta porque el virus sigue ahí», insisten. La crisis sanitaria también ha cambiado la vida de los trabajador­es. «Esto nos ha obligado a a restringir nuestra vida social y a extremar las precaucion­es en casa para evitar contagios de nuestros familiares», comentan.

Rafaela Córdoba tiene 91 años y vive en la residencia desde que murió su marido, hace dos. No tiene

«Aquí me siento segura, antes salía mucho, pero ahora no me atrevo aunque esté vacunada»

▷ hijos y aunque pasó un tiempo con sus sobrinos, solicitó plaza en el Figueroa, su barrio de toda la vida, y en junio del 2019 se instaló en ella. «Lo que llevo peor es la mascarilla porque me dio un paralís facial, pero no queda más remedio que aguantarse, el tiempo que hemos pasado sin salir lo he pasado bien, aquí hay muchas actividade­s y yo estoy acostumbra­da a estar sola, no me aburro», confiesa. La acompaña a todas partes Pepi, otra residente con la que ha hecho buenas migas. Natural de La Carlota, se define como una mujer de campo. En su juventud tuvo «17 abortos y 2 cesáreas», detalla, pero no hubo descendenc­ia, así que sus sobrinos son como sus hijos. «Ellos son muy buenos y me quieren mucho, pero son jóvenes y tienen su vida, en la residencia estoy más entretenid­a que en su casa», comenta sincera. La rumás tina no ha cambiado sustancial­mente con la vacuna. «Yo antes me iba con mis sobrinos a comer o lo que sea, pero ya no porque es un extravío, luego hay que quitarse toda la ropa y quedarte aislada por si has cogido algo, así que mejor me quedo aquí». No le faltan ocupacione­s. «Juego a los bolos, hago la gimnasia, charlo con la gente y como bien, la comida está muy buena y los días pasan rápido», asegura, «hay gente aquí que está mal (dice, señalando la cabeza), pero yo, gracias a Dios, con los años que tengo,

«El primer mes fue el más difícil para las familias, nos enteramos del primer caso por la prensa»

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Las actividade­s y la rehabilita­ción se mantienen.
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Está viuda y vive en la residencia desde que murió su marido.
Rafaela Está viuda y vive en la residencia desde que murió su marido.

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