Algo habrán hecho
La división entre los que respetan el derecho propio y ajeno y los que solo reivindican el derecho propio
Pablo Iglesias tiene derecho a dar un mitin donde le dé la gana sin que nadie le tire ni una sola piedra. Es totalmente libre de escoger ese lugar por los criterios que estime convenientes, de nostalgia o de romanticismo, de estrategia o de provocación. Cuando uno ejerce un derecho, la primera línea del debate no es entrar a valorar los motivos por los que lo hace, sino permitirle ejercerlo. Es como si al entrar en un colegio electoral debiéramos superar antes una muralla de gente que nos impidiera votar; y luego, encima, se pusieran en tela de juicio las razones por las que pretendíamos introducir la papeleta en la urna. Déjeme usted votar tranquilo, que ya votaré yo luego a quien me parezca. Así, si Pablo Iglesias o cualquier otro candidato decide presentar su campaña electoral en cualquier avenida o plaza de Madrid, con independencia de las supuestas connotaciones melancólicas del lugar elegido o la representación lograda en las elecciones más recientes, más allá de sus cifras de paro, la climatología o el número de poetas tabernarios o jueces de halterofilia por metro cuadrado, tendrá todo el derecho a comenzar su acto y terminarlo sin que nadie le lance un adoquín. Tratar de excavar zanjas de análisis político dentro de ese lodo levantisco para escudriñar las posibles razones que lo han llevado allí, que le han hecho buscar ese emplazamiento en detrimento de otros, siendo un acto legal, no es que no tenga sentido jurídico -que no lo tiene-, ni común -que tampoco lo tiene-, sino que no viene a cuento. Porque no está en el tema. Él tiene derecho a dar un mitin, a llevar coleta o moño dónde y cuándo quiera. Y a los demás nos pueden gustar más o menos sus foros escogidos, su coleta o su moño, y podemos protestar, y criticarlo, dentro de los márgenes del derecho al honor; pero lo que no podemos hacer es impedirle que ejerza su derecho.
España no se divide hoy entre fascistas y antifascistas. Esa clasificación se deja fuera demasiados factores de la realidad. España se divide, hoy, entre gente que respeta el derecho propio y ajeno para la convivencia y otra gente que sólo reivindica el derecho propio. Nada más. A partir de ahí están las ideologías, los tintes de pelo y las preferencias por la poesía gongorina o confesional, por decir algo tan residual como simpático. Y cada vez tengo más la impresión de que siempre ha sido así: gente dispuesta a defender sus derechos, pero también el derecho de los otros, y gentes que están dispuestas a imponer, como sea, su propio derecho a los demás. Eso sí: revistiendo su causa de nobles ideales, que nunca faltan en ninguna épica de victoria o derrota. Pero lo más peligroso no es la turba tarada -que no era tanto el barrio de Vallecas como unos escuadrones violentísimos- dispuesta a reventar cualquier acto de uno o de otro, sino los bravos agitadores de Twitter que no habrán acudido a la algarada -son demasiado listos para exponerse a eso-, pero sí han encontrado los famosos relatos de justificación si los que tiran piedras son los suyos.
Ni Vallecas es un barrio que pertenezca solamente a la izquierda -nada menos que un 12% de voto para Vox en las últimas elecciones-, ni, aunque lo fuera, eso significa que ningún partido en otro espectro tiene derecho a presentarse allí. Lo más descorazonador que he leído estos días ha sido aludir al prestigio que tiene aún haber corrido delante de los grises, y que ahora no se comparta cómo los vecinos de un barrio de izquierdas se estaban defendiendo contra los fascistas. Pues bien: el que tira la primera piedra, el que no deja hablar, el que arroja una botella, es el fascista. Y quien lo justifica es otro fascista.
Me sigue pareciendo alucinante que se confunda la protección del derecho de todos con un presunto blanqueamiento del fascismo, mientras esos mismos llevan años blanqueando al terrorismo vasco. Y si se trata de equiparar el viejo fascismo con el nuevo, o Mussolini con hoy, lo único en común es la violencia. El tapar la boca a tu oponente a pedradas. Y se ha perdido una oportunidad para ganar no ya cohesión, sino coherencia democrática. Porque no es que no lo hayan condenado, sino que lo justifican. Como en el País Vasco, cuando aparecía una pintada con una diana sobre la persiana de un comercio, y los vecinos se encogían de hombros y culpabilizaban a la víctima: «Algo habrá hecho».
La verdadera gran batalla ideológica de España es recuperar la democracia para propios y extraños. Y entender que el derecho o se pierde o existe para todos.h
«...los bravos agitadores de Twitter no habrán acudido a la algarada, son demasiado listos»