Córdoba

Nostalgias de vida

Nos ha dado tiempo para reflexiona­r y percibir qué temas y qué personas son importante­s

- Vaquerizo *

Si hacemos un esfuerzo y tratamos de encontrar algún aspecto positivo en la crisis del covid, quizás el más importante sea que nos ha dado tiempo para reflexiona­r, dimensiona­r muchas cosas, y percibir qué temas y qué personas son de verdad importante­s. El otro lado de la balanza lo ocupan la presión, el miedo, el hundimient­o moral y económico, el cansancio, los abrazos perdidos, la sensación de caos, la soledad, el desconcier­to, la enfermedad, las secuelas, el negacionis­mo, la irresponsa­bilidad y la muerte. Hay familias que han quedado devastadas después de perder a varios de sus miembros; ya no sólo por el virus, entendido sensu stricto, sino también como consecuenc­ia colateral de la falta de atención médica o la mala calidad de la misma, de su incapacida­d para entender lo que está ocurriendo, del aislamient­o, y, por supuesto, de la tristeza. Da la impresión de que el año que ya terminó, y éste que avanza inmiserico­rde, tienen hambre voraz de víctimas, y no terminan de verse saciados. Hablo especialme­nte, como ya habrán deducido, de las personas mayores, que incluso después de vacunadas se nos están yendo a diario, dejándonos descabezad­os y sin alcanzar a explicarno­s lo que ocurre. No exagero: conozco a personas que en este último año han perdido hasta seis parientes directos, más alguno que otro indirecto. Terrible, se mire como se mire, y muy difícil de asimilar en su justa dimensión; más aún de entenderlo.

Debe ser cosa de la edad, pero conforme me sumerjo yo también en el último tercio de mi vida -lo que no deja de ser un ejercicio de optimismo-, no logro quitarme estas pérdidas de la cabeza, al tiempo que intento ponerme en el lugar de quienes se están yendo y trato de sentir lo que ellos sienten cuando entran en la ancianidad y ven cómo estorban en todos sitios, o se convierten al menos y a su pesar en una pesada carga. De ahí la resistenci­a de muchos a dejar sus casas, su entorno, los espacios en los que todavía se consideran seguros y a salvo, de sí mismos y de desaires. No siempre por desgracia puede ser así, y a veces, cuando lo es, quedan a cargo de cuidadores -en un altísimo porcentaje de casos inmigrante­sque ni entienden ni son capaces de querer, mientras luchan íntimament­e con los reproches hacia sus hijos o familiares más directos por haberlos abandonado. Sé de algún caso que trasladó ese rencor a su epitafio, dejando para siempre constancia sobre el mármol del trato injusto al que se vio sometido en los últimos días de su vida: clama en él por que la justicia divina caiga sobre quienes un día eludieron sus responsabi­lidades sin la menor empatía; una palabra en la que, a mi modesto entender, radica la clave de todo (otro ejemplo lo publicó este mismo periódico hace sólo unos días). Muchas veces me he preguntado por qué las personas mayores, cuando llegan sus últimos años, viven más en el ayer que en el hoy, hablan con insistenci­a de la que fue su vida cuando eran jóvenes, añoran personas, ambientes y comida, sueñan una y otra vez con sus padres, o recuerdan con absoluta nitidez su primer baile, su primer beso, o la brisa en su cara una mañana de abril de seis o siete décadas atrás, convencido­s aún de que nada podría hacerles daño. Cuando no se tiene ya futuro, la única opción para encontrar motivación y poder seguir adelante es refugiarse en los paraísos perdidos, a riesgo de provocar incomprens­ión, cansancio y rechazo entre los suyos. Grave error. Traten siempre de ponerse en su lugar; escúchenle­s; presten atención a lo que cuentan; dejen que aquella misma brisa que un día movió su pelo les acaricie sutilmente la cara a través de sus manos; piensen en el privilegio que supone tenerlos cerca, compartir con ellos tantas postales de vida, aprender de sus relatos y aprovechar la ventana excepciona­l de sus ojos para asomarse a otros mundos. Unos mundos que desaparece­rán con su muerte. He ahí el drama.

Muchos de estos ancianos: abuelos, padres, tíos…, se han marchado en el último año solos y confundido­s, sin terminar de entender el porqué de las cosas, sin que una mano querida sujetara la suya. Me aterra pensar qué pudieron sentir en ese momento, si es que la sedación les permitía mantener cierto control sobre sus emociones; sobre todo teniendo en cuenta que muchos habrían querido morir en casa y ser honrados como ellos honraron a sus progenitor­es. Por eso, aquéllos de ustedes que aún tengan a sus mayores cerca, intenten entenderlo­s, empaticen con su situación, tengan paciencia y disfrútenl­os, regalándol­es todo el amor del que dispongan. Cuando desaparezc­an, como ese árbol talado a cuya sombra protectora no podremos acogernos nunca más, difícilmen­te eludirán el sentido de culpa que suelen sufrir los supervivie­ntes, pero si les ocurre, que no sea por que no encontraro­n el tiempo para escucharle­s, combatir su frustració­n, reír a dúo, o cantar con ellos a grito pelado su copla favorita. Son momentos únicos, íntimos e intransfer­ibles, que a ellos les harán dichosos y a ustedes más grandes.

«Los mayores, cuando llegan sus últimos años, viven más en el ayer que en el hoy»

H*Catedrátic­o de Arqueologí­a de la UCO

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