Ciencia sin apellidos
Algo está fallando en la política de Estado, que no solo no erradica, sino que deriva a la relación paternofilial la violencia de género
Existen muchas cartografías de la infamia y desgraciadamente Córdoba aportó no hace mucho uno de sus más tristes topónimos. Es muy difícil medir el mal absoluto, pero instrumentarlo a través de los hijos se consensúa como uno de los patrones más abyectos. Es lo que hizo Bretón con Ruth y José, practicando la sevicia narcisista de inmolar al rencor la relación más sagrada.
En Canarias hemos asistido a otra espantosa vuelta de tuerca de la violencia machista. Estas movilizaciones masivas muestran la repulsa, la condena y el hartazgo de la sociedad frente a ese grado extremo de la egolatría de los sentimientos, aquélla que vende su alma al despecho utilizando como pago la paternidad de unas niñas cuyos cuerpos un criminal ha hundido en el fondo del océano.
Algo está fallando en esta política de Estado, que no solo no consigue erradicar, sino que deriva a la relación paternofilial la violencia de género. Es cierto que la sensibilización de la colectividad ha girado varios grados respecto a la cosmogonía machista imperante hasta hace un santiamén. Sin embargo, en la batería de acciones que persiguen una regresión integral del machismo se incluyen episodios que despliegan argumentaciones erróneas. Acabar con esta lacra apoyándose en una suerte de ojo avizor que escrute la omnipresencia del sexismo puede distorsionar el mensaje, contribuyendo a situaciones cuando menos estrafalarias. El último error de bulto ha sido retirar de los Premios Nacionales de la Ciencia al ilustre que daba nombre al galardón. Han caído Santiago Ramón y Cajal, Gregorio Marañón y Juan de la Cierva. La puñetera querencia oscilante de este país. Nos hemos pasado media vida sin ponerle nombres y apellidos a las estaciones de trenes o a los aeropuertos. Y ahora que entendimos que esa distinción tenía mayor rango que una avenida de copete, el Ministro Duque ha quedado subyugado frente a esta variante del papanatismo, la que retorna a la fría estética de las disciplinas científicas sin asociarla con ilustres investigadores que sirvieron de estímulo para que la Ciencia no fuese un erial en nuestro país. Ningunear a Cano tiene nombre, pues el eco de su magisterio sigue presente como referente en los nuevos avances de la neurociencia. A Juan de la Cierva le han podido pesar las mixtificaciones ideológicas, como si el inventor del autogiro tuviese que pagar el exceso de pragmatismo que los americanos tuvieron con von Bräun. Llevados a esa intoxicación de la Ciencia, tiempo ha que deberían haberse cargado el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, a pesar de sus evidentes logros -entre otros, haber puesto una pica en territorio antártico-. Pero es que el CSIC fue el heredero tormentoso de la Junta de Ampliación de Estudios, el anatema del Movimiento y la purga de los científicos españoles que defendieron la legitimidad de la República.
Caerá también Alejandro Malaspina en el área de Ciencias y Tecnologías de los recursos naturales, extirpando a ese premio la evocación aventurera de las expediciones del siglo de las Luces. Y, duele, cómo no, mandar a un cuco ostracismo a Marañón, negando que pudiese fraguarse esa vocación humanista en la España de la posguerra, a pesar de ser un referente de la medicina, o haber escrito sus particulares estudios de don Juan, Amiel, o el tránsfuga por antonomasia, ese Antonio Pérez como verdadero quebradero dolor de cabeza de Felipe II. Unos galardones que también merecen un referente femenino -Margarita Salas, pongamos por caso- pero de los que no podemos extirpar a aquellos insignes que zarandearon, no sin esfuerzo, a un país más propicio a las supersticiones. Premios sin apellidos, mal confundida esta Ciencia a secas.
* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor
«El último error de bulto ha sido retirar de los Premios Nacionales de la Ciencia al ilustre que le daba nombre...»
H