Córdoba

El libro que contaba la verdad

- Por José María Pérez Muelas

Con Troya recuperada, excavó en la Argólida y descubrió emplazamie­ntos tan importante­s como Micenas y Tirinto, el origen de la expedición griega hacia las costas de Troya. Con la tríada Ítaca, Micenas y Troya quedaba recompuest­o el mapa históricos­entimental de Occidente.

Los libros estaban en lo cierto. Tal vez no se llamase Aquiles pero era griego, o algo parecido a griego. A lo mejor Hector no era su nombre, pero los defensores de la ciudad amurallada llevaban siglos honrando el comercio. Quizá el caballo fuese una invención para impresiona­r a los niños, pero la fortaleza cayó, fue pasto de las llamas. Ese mundo se olvidó, y alguien a quien hemos llamado Homero, cinco siglos después, tradujo la leyenda al lenguaje del verso. El resto ya fue una repetición incesante de belleza y nostalgia. Troya es la ciudad en la que todos hemos estado alguna vez. Sus calles nos sirven de consuelo, encontramo­s sus plazas en las tardes de sofá y pensamient­o. La intuimos en las sombras como el inicio de nuestra vida. Ilión, Laocoonte, Ayax, Patrocolo, Briseida, Príamo y Paris son todos nombres que nos suscitan una guerra y una estatua de mármol, el pasado clásico como mejor forma de entender el presente. Troya aún sigue ardiendo.

Y nunca dejó de quemar los ojos de Heinrich Schliemann. Era apenas un niño cuando su padre le regaló un libro ilustrado. Las imágenes se parecen a lo que los hombres esperan de la vida, entienden del pasado. En la pintura la ciudad de Troya ardía y un hermoso caballo de madera sobresalía por encima de los palacios. Aquella historia debía ser cierta, porque la imaginació­n corre paralela a la realidad, pero nunca la supera. La vida de Schliemann es de una simpleza abrumadora, pero de una nobleza antigua: demostrar que aquel libro de su infancia contaba la verdad.

Dejó pronto los albaranes y las subastas. Sus días no iban a estar supeditado­s a los cálculos comerciale­s y marchó a París para esmontaban tudiar arqueologí­a. El secreto de la felicidad se encontraba debajo de las piedras, cuando no en ellas mismas. Viajó, siendo aún joven, a la India y a Japón, pasajes de un exotismo propio de mediados del siglo XIX, pero la verdadera pasión viajera se encontraba en el Mediterrán­eo. Lo demostró con breves estancias en Egipto. Quién sabe si Schliemann no murmuró frente a las arenas del desierto cierto acertijo que le animase a descubrir la tumba de algún faraón. Su decisión definitiva llegaría con una visita a Pompeya. Aquel legado clásico era diferente a todos, y no hay resto romano que no haya sido impregnado por el espíritu de Grecia. Marcharía al país heleno para poner en pie la historia más grande jamás contada.

Y viajó a Ítaca, precisamen­te en el final de la historia. Ítaca es una isla minúscula a la que no le sobra belleza. Cuenta Homero que Odiseo llegó a aquel hogar olvidado donde las ovejas corrían camino abajo y los perros dormían a la sombra, pero poco encontró Schliemann de aquellos versos. Sin embargo, sí mantuvo una conversaci­ón decisiva. Se trataba de Frank Calvert, cónsul británico y amante de la historia. Le habló de los Dardanelos, a escasos kilómetros de Constantin­opla, de la colina de Hisarlik, bajo cuya tierra podía estar enterrada una ciudad milenaria. Juraba el cónsul que se trataba de la Troya homérica y que habría que solucionar ciertos trámites administra­tivos con las autoridade­s turcas. Compró un terreno frente al mar y pronto inició las excavacion­es a cielo abierto, con una técnica antigua, moderna para la época a pesar de todo.

En efecto, lo que había ahí era una urbe que había tenido una muralla imponente. Una ciudad que había sido arrasada por el fuego y cuyos estratos de civilizaci­ón se real 3.000 a.c. Schliemann demostró que Troya había sido un lugar recurrente y habitado, con casas y templos ricos, que había tenido que lidiar con terremotos, epidemias, incendios e invasiones. Nueve capas en total que demostraba­n el auge y la decadencia de unos hombres que alguna vez poblaron la colina y creyeron perdurar en el tiempo. Schliemann, por fin, puso rostro a las leyendas que había leído desde niño, la infancia de la humanidad, y demostró que lo que había contado Homero era cierto.

Pero no acabaron ahí sus viajes arqueológi­cos. Con Troya recuperada, excavó en la Argólida y descubrió emplazamie­ntos tan importante­s como Micenas y Tirinto, el origen de la expedición griega hacia las costas de Troya. Con la tríada Ítaca, Micenas y Troya quedaba recompuest­o el mapa históricos­entimental de Occidente.

En tan solo unos años, las evidencias habían saltado del papel a la piedra, aunque siempre habían estado allí, esperando a que un alemán tenaz las desenterra­se. Queda para la posteridad la fotografía de Sophia Engastrome­nos, segunda esposa de Schliemann, posando con las joyas del tesoro de Príamo, hallado por su esposo. Se trata de una diadema dorada y collares, como una Helena en blanco y negro.

Schliemann revivió a los héroes homéricos, les insufló ánima, los hizo hablar. Al igual que Evans con el Minotauro en Creta y Carter con Tutankamon en Luxor, la fe de los hombres en los libros provocó que la historia se hiciese real, cobrase veracidad y dejase de ser un cuento para niños. Hermoso viaje el de Schliemann, de los libros a la vida, a los viajes y al sol de las ruinas, para volver de nuevo a los libros.

 ??  ??
 ??  ?? A la izquierda, Schliemann ante la Puerta de los Leones, 1885. Sobre estas líneas, Sophia Engastrome­nos posando con el tesoro de Príamo.
A la izquierda, Schliemann ante la Puerta de los Leones, 1885. Sobre estas líneas, Sophia Engastrome­nos posando con el tesoro de Príamo.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain