El libro que contaba la verdad
Con Troya recuperada, excavó en la Argólida y descubrió emplazamientos tan importantes como Micenas y Tirinto, el origen de la expedición griega hacia las costas de Troya. Con la tríada Ítaca, Micenas y Troya quedaba recompuesto el mapa históricosentimental de Occidente.
Los libros estaban en lo cierto. Tal vez no se llamase Aquiles pero era griego, o algo parecido a griego. A lo mejor Hector no era su nombre, pero los defensores de la ciudad amurallada llevaban siglos honrando el comercio. Quizá el caballo fuese una invención para impresionar a los niños, pero la fortaleza cayó, fue pasto de las llamas. Ese mundo se olvidó, y alguien a quien hemos llamado Homero, cinco siglos después, tradujo la leyenda al lenguaje del verso. El resto ya fue una repetición incesante de belleza y nostalgia. Troya es la ciudad en la que todos hemos estado alguna vez. Sus calles nos sirven de consuelo, encontramos sus plazas en las tardes de sofá y pensamiento. La intuimos en las sombras como el inicio de nuestra vida. Ilión, Laocoonte, Ayax, Patrocolo, Briseida, Príamo y Paris son todos nombres que nos suscitan una guerra y una estatua de mármol, el pasado clásico como mejor forma de entender el presente. Troya aún sigue ardiendo.
Y nunca dejó de quemar los ojos de Heinrich Schliemann. Era apenas un niño cuando su padre le regaló un libro ilustrado. Las imágenes se parecen a lo que los hombres esperan de la vida, entienden del pasado. En la pintura la ciudad de Troya ardía y un hermoso caballo de madera sobresalía por encima de los palacios. Aquella historia debía ser cierta, porque la imaginación corre paralela a la realidad, pero nunca la supera. La vida de Schliemann es de una simpleza abrumadora, pero de una nobleza antigua: demostrar que aquel libro de su infancia contaba la verdad.
Dejó pronto los albaranes y las subastas. Sus días no iban a estar supeditados a los cálculos comerciales y marchó a París para esmontaban tudiar arqueología. El secreto de la felicidad se encontraba debajo de las piedras, cuando no en ellas mismas. Viajó, siendo aún joven, a la India y a Japón, pasajes de un exotismo propio de mediados del siglo XIX, pero la verdadera pasión viajera se encontraba en el Mediterráneo. Lo demostró con breves estancias en Egipto. Quién sabe si Schliemann no murmuró frente a las arenas del desierto cierto acertijo que le animase a descubrir la tumba de algún faraón. Su decisión definitiva llegaría con una visita a Pompeya. Aquel legado clásico era diferente a todos, y no hay resto romano que no haya sido impregnado por el espíritu de Grecia. Marcharía al país heleno para poner en pie la historia más grande jamás contada.
Y viajó a Ítaca, precisamente en el final de la historia. Ítaca es una isla minúscula a la que no le sobra belleza. Cuenta Homero que Odiseo llegó a aquel hogar olvidado donde las ovejas corrían camino abajo y los perros dormían a la sombra, pero poco encontró Schliemann de aquellos versos. Sin embargo, sí mantuvo una conversación decisiva. Se trataba de Frank Calvert, cónsul británico y amante de la historia. Le habló de los Dardanelos, a escasos kilómetros de Constantinopla, de la colina de Hisarlik, bajo cuya tierra podía estar enterrada una ciudad milenaria. Juraba el cónsul que se trataba de la Troya homérica y que habría que solucionar ciertos trámites administrativos con las autoridades turcas. Compró un terreno frente al mar y pronto inició las excavaciones a cielo abierto, con una técnica antigua, moderna para la época a pesar de todo.
En efecto, lo que había ahí era una urbe que había tenido una muralla imponente. Una ciudad que había sido arrasada por el fuego y cuyos estratos de civilización se real 3.000 a.c. Schliemann demostró que Troya había sido un lugar recurrente y habitado, con casas y templos ricos, que había tenido que lidiar con terremotos, epidemias, incendios e invasiones. Nueve capas en total que demostraban el auge y la decadencia de unos hombres que alguna vez poblaron la colina y creyeron perdurar en el tiempo. Schliemann, por fin, puso rostro a las leyendas que había leído desde niño, la infancia de la humanidad, y demostró que lo que había contado Homero era cierto.
Pero no acabaron ahí sus viajes arqueológicos. Con Troya recuperada, excavó en la Argólida y descubrió emplazamientos tan importantes como Micenas y Tirinto, el origen de la expedición griega hacia las costas de Troya. Con la tríada Ítaca, Micenas y Troya quedaba recompuesto el mapa históricosentimental de Occidente.
En tan solo unos años, las evidencias habían saltado del papel a la piedra, aunque siempre habían estado allí, esperando a que un alemán tenaz las desenterrase. Queda para la posteridad la fotografía de Sophia Engastromenos, segunda esposa de Schliemann, posando con las joyas del tesoro de Príamo, hallado por su esposo. Se trata de una diadema dorada y collares, como una Helena en blanco y negro.
Schliemann revivió a los héroes homéricos, les insufló ánima, los hizo hablar. Al igual que Evans con el Minotauro en Creta y Carter con Tutankamon en Luxor, la fe de los hombres en los libros provocó que la historia se hiciese real, cobrase veracidad y dejase de ser un cuento para niños. Hermoso viaje el de Schliemann, de los libros a la vida, a los viajes y al sol de las ruinas, para volver de nuevo a los libros.