El olor de la envidia
El amor es la esencia que da cuerda a la vida y concede armonía al motor del universo
Para dignificar la arquitectura de la conciencia e iluminar sus sombras, debemos desembarazarnos de la bruma que enturbia, a diario, la vida cotidiana y poner amor un día sí y otro también, como dijo un gran místico, donde no lo haya. No hay modo mejor de sentir felicidad. El amor es la esencia que da cuerda a la vida y concede armonía al motor del universo. El amor siembra luz donde hay materia oscura y amplifica el temblor de los actos más minúsculos. A veces destella en medio de la niebla, rodeado de odio, lo mismo que un zafiro entre las ovas sinuosas de un estanque. Así obra el amor: conduce a la alegría que nace en el otro, no dentro de uno mismo. Destella a la vez en su alma y en la nuestra. Al contrario, la envidia, erizada de egoísmo, posee la textura de un agujero negro que deshace y engulle el fulgor de la esperanza. Uno entiende estas cosas antes de llegar a adulto, desde antes incluso de la adolescencia. Nuestro modo de ser se fragua en la niñez, cuando apenas empezamos a contemplar de bruces el mundo y a nombrar de puntillas todo lo que nos rodea. Nuestra personalidad se fragua ahí, en el espacio agradable de esos años, y uno empieza de pronto, sin saber muy bien por qué, a sentir compasión, dolor, tristeza, duda, pero también alegría y emoción ante cosas sencillas como el crepitar del aire en las hojas de un álamo a la hora del crepúsculo o la ternura serenamente añil que destila un cachorro pequeño de mastín aferrado con brío a las ubres de su madre. Un niño de pueblo madura en la naturaleza, rodeado de cosas que le hacen percibir amargura o piedad, alegría, amor o miedo. Y de todas esas sensaciones variadísimas que uno empieza a sentir en la edad de la inocencia la mejor es sin duda, al menos para mí, la de compartir la alegría, el bienestar, que le inunda a un amigo, incluso a un desconocido, a cualquier ser del mundo, cuando recibe algo, una dádiva, un premio, un regalo inesperado, que le hace feliz. Todo ocurre de repente, con naturalidad, sin darnos cuenta. Palpar la alegría de alguien, compartirla, y sentirla como algo propio que te eleva, es donde reside la felicidad, y no en el desprecio o la envidia miserable de aquellos que sufren viendo la felicidad en los ojos del otro, incluso aunque este sea su amigo, o un familiar cercano que le ama.
El olor que la envidia despide es puro cieno, el pestilente perfume de una ciénaga rodeada de estiércol. Yo la he visto alrededor, a unos pasos de mí, desde que era muy pequeño millares de veces y eso me ha hecho detestarla. Jamás comprendí el proceso de la envidia, cómo alguien puede envidiar algo agradable, un suceso feliz, que le ocurre a su vecino. Jamás he llegado a envidiar el bien ajeno. Lo que cada cual logra tiene derecho a disfrutarlo sin sentir a su espalda la daga invisible y maliciosa de quienes le envidian y sufren por su éxito. Escribo de estos asuntos, de la envidia, movido por el malestar que ayer sentí cuando crucé caminando junto a un bar y escuché un comentario grosero y deleznable. Ocurrió en el transcurso de una conversación sobre el triunfo magnífico de Rafael Nadal -personaje admirado y querido como pocos-, cuando a un pobre energúmeno se le ocurrió decir que no admiraba a Nadal por la proeza de ser el mejor tenista de la historia, sino que lo envidiaba por el yate y los muchos millones de euros que posee. El hedor de la envidia brotó súbitamente entre los labios sin luz de aquel avaro, de aquella persona mediocre y codiciosa, llegando a mi oído con la brusquedad de un rayo cayendo en la cúpula de una abadía olvidada. Y sentí de repente un frío pellizco en mi interior. Como cuando era niño y veía en las pupilas de uno de mis amigos hiel y rabia cada vez que a cualquiera le sucedía algo bueno.
En los últimos años, con el desprecio de la ética, la dignidad, la bondad y otros milagros que produce el espíritu cuando lo cultivamos, la envidia ha alcanzado valores estratosféricos. No hay un estamento (la cultura, la política, la vida social o el mundillo de la empresa) donde la envidia no campe ahí a sus anchas. Yo la he visto aletear como un cuervo maléfico en los ojos de artistas, políticos y poetas, que envidian en otros lo que ellos no alcanzaron. Pero contra la envidia existe el suave antídoto del amor compartido sin medida con el otro; y así, cuando esta se torna admiración, su olor pestilente adquiere aroma de azucenas o jazmines arrancados de un parque por el viento. Siempre compadecí, desde muy niño, a aquellos y aquellas que envidian a quien más vale. Compadezco a quien sufre por el bien de los demás y siente dolor ante el fulgor de la alegría que desprenden los ojos del vecino o del paisano que recibe una dádiva, un premio o, simplemente, como le sucede a Nadal, consigue alzarse con el mayor trofeo universal en el campo del tenis. Envidiar a quien destaca en cualquier profesión artística o creativa, es la tarea que emplean los mediocres intentando ocultar sus miserias y sus complejos.
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«El olor que despide es puro cieno, yo lo he visto alrededor, a unos pasos»