Córdoba

El olor de la envidia

El amor es la esencia que da cuerda a la vida y concede armonía al motor del universo

- ALEJANDRO López Andrada * * Escritor

Para dignificar la arquitectu­ra de la conciencia e iluminar sus sombras, debemos desembaraz­arnos de la bruma que enturbia, a diario, la vida cotidiana y poner amor un día sí y otro también, como dijo un gran místico, donde no lo haya. No hay modo mejor de sentir felicidad. El amor es la esencia que da cuerda a la vida y concede armonía al motor del universo. El amor siembra luz donde hay materia oscura y amplifica el temblor de los actos más minúsculos. A veces destella en medio de la niebla, rodeado de odio, lo mismo que un zafiro entre las ovas sinuosas de un estanque. Así obra el amor: conduce a la alegría que nace en el otro, no dentro de uno mismo. Destella a la vez en su alma y en la nuestra. Al contrario, la envidia, erizada de egoísmo, posee la textura de un agujero negro que deshace y engulle el fulgor de la esperanza. Uno entiende estas cosas antes de llegar a adulto, desde antes incluso de la adolescenc­ia. Nuestro modo de ser se fragua en la niñez, cuando apenas empezamos a contemplar de bruces el mundo y a nombrar de puntillas todo lo que nos rodea. Nuestra personalid­ad se fragua ahí, en el espacio agradable de esos años, y uno empieza de pronto, sin saber muy bien por qué, a sentir compasión, dolor, tristeza, duda, pero también alegría y emoción ante cosas sencillas como el crepitar del aire en las hojas de un álamo a la hora del crepúsculo o la ternura serenament­e añil que destila un cachorro pequeño de mastín aferrado con brío a las ubres de su madre. Un niño de pueblo madura en la naturaleza, rodeado de cosas que le hacen percibir amargura o piedad, alegría, amor o miedo. Y de todas esas sensacione­s variadísim­as que uno empieza a sentir en la edad de la inocencia la mejor es sin duda, al menos para mí, la de compartir la alegría, el bienestar, que le inunda a un amigo, incluso a un desconocid­o, a cualquier ser del mundo, cuando recibe algo, una dádiva, un premio, un regalo inesperado, que le hace feliz. Todo ocurre de repente, con naturalida­d, sin darnos cuenta. Palpar la alegría de alguien, compartirl­a, y sentirla como algo propio que te eleva, es donde reside la felicidad, y no en el desprecio o la envidia miserable de aquellos que sufren viendo la felicidad en los ojos del otro, incluso aunque este sea su amigo, o un familiar cercano que le ama.

El olor que la envidia despide es puro cieno, el pestilente perfume de una ciénaga rodeada de estiércol. Yo la he visto alrededor, a unos pasos de mí, desde que era muy pequeño millares de veces y eso me ha hecho detestarla. Jamás comprendí el proceso de la envidia, cómo alguien puede envidiar algo agradable, un suceso feliz, que le ocurre a su vecino. Jamás he llegado a envidiar el bien ajeno. Lo que cada cual logra tiene derecho a disfrutarl­o sin sentir a su espalda la daga invisible y maliciosa de quienes le envidian y sufren por su éxito. Escribo de estos asuntos, de la envidia, movido por el malestar que ayer sentí cuando crucé caminando junto a un bar y escuché un comentario grosero y deleznable. Ocurrió en el transcurso de una conversaci­ón sobre el triunfo magnífico de Rafael Nadal -personaje admirado y querido como pocos-, cuando a un pobre energúmeno se le ocurrió decir que no admiraba a Nadal por la proeza de ser el mejor tenista de la historia, sino que lo envidiaba por el yate y los muchos millones de euros que posee. El hedor de la envidia brotó súbitament­e entre los labios sin luz de aquel avaro, de aquella persona mediocre y codiciosa, llegando a mi oído con la brusquedad de un rayo cayendo en la cúpula de una abadía olvidada. Y sentí de repente un frío pellizco en mi interior. Como cuando era niño y veía en las pupilas de uno de mis amigos hiel y rabia cada vez que a cualquiera le sucedía algo bueno.

En los últimos años, con el desprecio de la ética, la dignidad, la bondad y otros milagros que produce el espíritu cuando lo cultivamos, la envidia ha alcanzado valores estratosfé­ricos. No hay un estamento (la cultura, la política, la vida social o el mundillo de la empresa) donde la envidia no campe ahí a sus anchas. Yo la he visto aletear como un cuervo maléfico en los ojos de artistas, políticos y poetas, que envidian en otros lo que ellos no alcanzaron. Pero contra la envidia existe el suave antídoto del amor compartido sin medida con el otro; y así, cuando esta se torna admiración, su olor pestilente adquiere aroma de azucenas o jazmines arrancados de un parque por el viento. Siempre compadecí, desde muy niño, a aquellos y aquellas que envidian a quien más vale. Compadezco a quien sufre por el bien de los demás y siente dolor ante el fulgor de la alegría que desprenden los ojos del vecino o del paisano que recibe una dádiva, un premio o, simplement­e, como le sucede a Nadal, consigue alzarse con el mayor trofeo universal en el campo del tenis. Envidiar a quien destaca en cualquier profesión artística o creativa, es la tarea que emplean los mediocres intentando ocultar sus miserias y sus complejos.

«El olor que despide es puro cieno, yo lo he visto alrededor, a unos pasos»

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