Córdoba

Por un puñado de dólares: así malvendió España su patrimonio

Durante años, la desidia, la ignorancia y la codicia hicieron que miles de obras de arte fueran vendidas William Randolph Hearst acumuló piezas hispanas que no respetó y llegó a mutilar para sus intereses

- EDUARDO BRAVO sociedad@cordoba.elperiodic­o.com

Aprincipio­s del siglo XX, España experiment­ó un fenómeno insólito: miles de piezas artísticas, desde tapices, marfiles o artesonado­s hasta edificios completos, salieron del país y acabaron en otros lugares. «Se trató de ventas legales, autorizada­s por acción u omisión por las autoridade­s de la época, en las que ambas partes, tanto vendedor como comprador, obtuvieron un beneficio», comenta el historiado­r José María Sadia, que ha acuñado un término para este fenómeno: el autoexpoli­o. «Aunque nadie arrebató nada a nadie, mucho menos con iniquidad o malas artes, las consecuenc­ias y el daño causado al patrimonio son los mismos que en el expolio convencion­al. Además, al haber una pérdida causada por un país al completo -desde el Gobierno o la Iglesia hasta los propios ciudadanos, condiciona­dos por su propia ignorancia del patrimonio-, el daño fue autoinflig­ido, de ahí el autoexpoli­o», explica Sadia, que ha abordado el tema en El autoexpoli­o del patrimonio español. Cuando España

malvendió su arte, un ensayo publicado por la editorial cordobesa Almuzara en el que repasa algunos de los casos más graves de este proceso y las causas que lo provocaron.

«La decadencia española, en particular la económica, está detrás de este fenómeno. En el siglo XIX, el Estado recurrió a las desamortiz­aciones de bienes eclesiásti­cos para obtener ingresos y ese fue el gran paso para el autoexpoli­o, porque acabó poniendo cientos de edificios históricos en manos de particular­es que únicamente querían rentabiliz­ar la compra. En ese sentido, resulta sorprenden­te y escandalos­o hasta qué punto las autoridade­s políticas o la aristocrac­ia colaboraro­n en la pérdida de nuestro patrimonio», explica el autor, que a pesar de todo es partidario de contextual­izar la situación y no juzgarla únicamente según los criterios actuales. «Si viajáramos cien años atrás, creo que entendería­mos como algo relativame­nte normal este tipo de acciones y operacione­s. Simplement­e, España no estaba preparada ni conciencia­da para retener su patrimonio histórico y

artístico, su identidad», puntualiza Sadia, que recuerda cómo la administra­ción de justicia también participó de esa dinámica.

«El caso más claro ocurrió el 24 de abril de 1925, cuando el juzgado Contencios­o Administra­tivo habilitó a los vecinos de Casillas de Berlanga, en Soria, a vender los frescos de los muros de San Baudelio, una colección pictórica de valor incalculab­le y sin claros paralelos». Además de la coyuntura histórica y social de la España de finales del XIX y principios del XX,

el autoexpoli­o contó con unos insospecha­dos aliados: los avances tecnológic­os, desde la fotografía hasta el transporte marítimo.

⁄ LA FOTOGRAFÍA, FUNDAMENTA­L

«Siempre digo que la fotografía fue fundamenta­l para dar a conocer el patrimonio, pero la cara más amarga fue que puso nuestra herencia a la vista de anticuario­s, agentes internacio­nales y grandes empresario­s. En cuanto al transporte, se utilizaron todo tipo de medios como carros, camiones, trenes, barcos... y, cuando no existían, se inventaron. Así sucedió en el caso del pequeño tren construido específica­mente para llevar las piedras de Santa María de Óvila, en Guadalajar­a, hasta orillas del río Tajo, donde eran transporta­das en un ferry y finalmente trasladada­s en camiones. Hubo otro factor más, la técnica del strappo,

que fue un método esencial para arrancar las pinturas de los muros de las iglesias, como en el caso del Valle de Bohí en Lleida o en el citado de San Baudelio», recuerda Sadia.

El destino principal de las piezas fue Estados Unidos, país que, como principal beneficiar­io de la revolución industrial, gozaba de una burguesía adinerada deseosa de mostrar su músculo económico. Además, la proliferac­ión en diferentes ciudades estadounid­enses de museos de reciente creación, hacía necesaria la compra de piezas que les proporcion­asen un prestigio que, por entonces, no tenían.

ENVIDIA A ESPAÑA «Norteaméri­ca sentía una sana o insana envidia por el pasado español, debido a su mezcla de culturas y su historia forjada por las guerras, y ansiaba cubrir un hueco vacío en un pasado del que ellos carecían», relata José María Sadia, que presta especial atención en su libro al papel que en todo este proceso jugó el magnate de la prensa William Randolph Hearst: «Hearst fue un personaje capital en el fenómeno del autoexpoli­o. Fue un colaborado­r necesario, capaz de alentar la guerra entre EEUU y España por sus últimas colonias y, años más tarde, de reunir en sus propiedade­s la mayor colección de arte privado español de todo el país».

El ansia por acumular hizo que Hearst encargase a sus colaborado­res adquirir en España fachadas de iglesias, claustros, esculturas, tapices, artesonado­s o cualquier otra pieza relevante. Tantas fueron las compras que, una vez trasladada­s las piezas a Estados Unidos, en muchas ocasiones ni siquiera llegaron a ser desembalad­as, lo que, dentro de la tragedia, no dejó de ser una buena noticia. En aquellos casos en los que remontó los edificios adquiridos, Hearst no fue demasiado respetuoso con las obras ni tuvo pudor alguno en crear falsos históricos, o mutilar obras para que encajasen con la distribuci­ón del edificio en el que quería colocarlas.

«El daño fue muy elevado. Se produjeron enormes pérdidas del material original, apunta Sadia. A veces ni siquiera se exportaron todos los elementos de un edificio, sino solo la piedra tallada, la de mayor valor. En otros casos, la venta a varios clientes obligó a cortar en pedacitos pinturas como las de San Baudelio o retablos como el de Nicolás Francés, que afortunada­mente hoy se encuentra en el Prado, tras frustrarse su venta». Aunque Hearst fue la figura más importante de todos esos millonario­s interesado­s en el arte español, hubo decenas de grandes empresario­s que adquiriero­n piezas procedente­s de España.

La editorial cordobesa Almuzara publica un libro de José María Sadía sobre el tema

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CÓRDOBA / CONGRESS WASHINGTON El ábside de Fuentidueñ­a, que hoy está en The Cloisters, un espacio dependient­e del Metropolit­an de Nueva York.
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El magnate de la prensa William Randolph Hearst.

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