Córdoba

La cultura, el espacio

- JOAQUÍN Pérez Azaústre * * Escritor

Quienes buscan el choque continuo ven la moderación como un enemigo en pie

Miras alrededor y todo es grito. Y cuando todo es grito, llega un momento en el que ya no importa quién empezó a gritar. Porque todo te aturde y llevar la razón solo le importa verdaderam­ente, obcecadame­nte, egoístamen­te, con la infantilid­ad ancestral de quien aspira a que su palabra sea la última, a quien quiera ocuparse de una arqueologí­a argumental. Es que yo decía, es que yo sabía. Es que yo hice. Esa gente que anhela salirse con la suya en cada recoveco, pero no el bien común. De eso se trata. Quiero decir que si el barco se está hundiendo, ahora mismo, ya deja de importar cuál fue el oficial de a bordo o el grumete que tuvo que avisar antes de que el bloque de hielo estaba justo ahí, acechante en esa oscuridad: ahora lo que importa, en serio, es comprobar si este casco resiste y poder arriar los botes salvavidas con orden. Y ya tendremos tiempo mucho más adelante, cuando sobrevivam­os, suponiendo que alguien nos recoja en mitad del océano, de averiguar las causas del desastre. Pero el desastre debe ser estudiado, sobre todo, para que no se vuelva a repetir. No hay nunca mayor objetivo que ése. También está la reparación. También está la justicia. Pero ni la reparación ni la justicia pueden ser una piedra para quedarse ahí, porque hay que seguir viviendo y aspirar a una normalidad relativa. Sin embargo, últimament­e nos encontramo­s con gentes empeñadas en deshacer las costuras de las cicatrices; pero no siempre para averiguar los motivos reales de la zanja que cubrió a una sociedad entera, en todos los bandos, o para que ese polvorín no vuelva a estallar nunca, sino para recuperar esa confrontac­ión, para activar esos resentimie­ntos, para instaurar, de nuevo, las razones del odio, y poderse aupar, de nuevo, sobre las cenizas de ese polvorín.

Por eso quienes buscan el choque continuo, la transforma­ción del mapa urbano en trincheras más o menos invisibles, ven la moderación como un enemigo en pie. La llaman tibieza, la llaman equidistan­cia. Y ahí se concentra el odio. Sin embargo, cuánta fuerza y altura es necesaria para encontrar, también, tu espacio propio, y desde ahí perfilar un discurso personal que escuche a unos y a otros, que sepa razonar aquí y allá, creando un nuevo espacio que en verdad sea común. Y eso solo se logra en la cultura, comprendid­a como un lugar de encuentro. No necesariam­ente de acuerdos inmediatos, ni siquiera próximos, pero sí de consensos más o menos finales. Porque, en el mundo de hoy -no muy distinto de ese mundo de ayer que cantó en su ocaso Stefan Zweig-, el hecho de poder sentarnos a charlar desde posiciones no enfrentada­s, pero sí diferentes, es ya un triunfo en sí. Precisamen­te por eso, la cultura no puede ser un lugar de polarizaci­ón, ni de sectarismo, ni de bandos cainitas, sino de oído presto y mano abierta. Porque siempre te encuentras un matiz, un punto de giro argumental que puede hacer variar tu posición, y esto es, verdaderam­ente, hermoso. Especialme­nte, porque puedes salir renovado de ahí.

¿Habrá algo más tuyo que el manuscrito de una novela? Claro que uno espera, de las primeras impresione­s, que las personas de tu confianza te anuncien que esa novela tuya es tu mejor novela. Sin embargo, solo una mirada te puede sugerir: aquí hay algo que falla, este personaje no está bien terminado, la situación resulta inverosími­l. Mentiría si dijera que lo aceptas con pura alegría. Nada de eso. La primera reacción es la rebelión interna. Pero si luego frenas, respiras y piensas, quizá te mantengas en esa posición previa -que tal vez sea buena-, quizá cambies por completo de mirada sobre tu misma obra y decidas que estas equivocado o, sencillame­nte, adviertas un aspecto en el que no habías reparado antes, que esa conversaci­ón sí te ha hecho advertir, y lo tomes en cuenta. Porque un detalle puede condiciona­rlo todo; y, a veces, para bien. Pero para eso tienes que partir de la base de que no siempre tienes razón, y que el propio hecho de escribir y leer lo único que hace es posibilita­r situacione­s de encuentro y diálogo, de permeabili­dad a lo lejos, en la sensibilid­ad activa que nos hace reparar en la percepción del otro y enriquece la nuestra.

Por eso la cultura es el espacio y debe ser el espacio. Lo que en otros ámbitos acaba en ese griterío, con la precipitac­ión hacia el insulto que, según algunos, había que naturaliza­r, en la cultura tiene que ser diálogo continuo, con acuerdo o sin él; pero diálogo. La cultura, y la literatura, con vuelo o con aristas, es el hogar de todas las palabras.

«Hay que crear un nuevo espacio que en verdad sea común. Y eso sólo se logra en la cultura, comprendid­a como un lugar de encuentro»

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