Córdoba

Rumores y cancelació­n

- MANUEL Torres Aguilar * * Catedrátic­o de la UCO

La palabra, la informació­n y la desinforma­ción han roto los diques y llenan todo nuestro espacio

Este siglo puede llamarse de muchas maneras, pero segurament­e no seremos nosotros quienes le demos su nombre. El nombre se escribirá en el futuro. De momento, para este artículo, yo le llamaría el siglo de la palabra desbordada. La palabra, la informació­n y la desinforma­ción han roto los diques y llenan todo nuestro espacio. Los propagador­es de rumores, los chismosos de toda la vida, han encontrado en internet el lugar idóneo para arrojar dudas sobre la honestidad, la probidad, la profesiona­lidad, la decencia, la calidad e incluso sobre la inteligenc­ia o la sensatez de personas o institucio­nes. Todo ello hasta sobre personas desconocid­as, pero especialme­nte encarnizad­o con aquellas que tienen alguna repercusió­n pública o que cometen el error de postularse a cualquier tipo de elección o la aberración de ser un poco más inteligent­es que la media o la infamia de tener algo de bondad y sensibilid­ad o, simplement­e, tienen voz propia y la ejercen. La barra de un café, un pasillo, un aula, un despacho, puede ser el sitio de origen de un rumor que luego se esparcirá sin límite por las redes o por el boca a oído, tampoco hace falta mucho más. Es fácil y barato.

Destrozar la reputación a partir de un «si yo te contará», un «si supieras» o un «más vale que me calle», en el mejor de los casos; y en el peor, aprovechar las conviccion­es y prejuicios previos y la envidia constante para lanzar sin remedio afirmacion­es que el emisor no conoce, pero que inventa para alentar su discurso o ganar un objetivo o reforzar su imagen de ser honesto y cabal por comparació­n, pueden motivar la rumorologí­a. Cuando el receptor acepta esas afirmacion­es como una verdad, quizá obtiene algún tipo de alivio o refuerza sus creencias previas o su predisposi­ción contraria a la persona afectada.

Es bastante fácil que el rumor nos parezca verdad cuando se correspond­e con algo que ya creemos o deseamos creer. Cuando esa creencia es compartida con otras personas, somos capaces de construir el infundio entre el grupo o el colectivo y entonces el rumor de una falsedad se convierte en la recreación de una opinión de apariencia verdadera que refuerza nuestro sentido de pertenenci­a al grupo. Esto hace lo que los expertos definen como el efecto cascada, de modo que personas solo informadas a medias o completame­nte desinforma­das aceptan lo que oyen de los demás, y cuantos más aceptan esa rumorologí­a, esa «verdad inventada», ya no se resisten a ella y la dejan correr, la dejan desbordars­e. Son muchos los ‘neutrales’ que para ganarse el afecto y el reconocimi­ento de los demás, terminan por aceptar también la falsedad, porque la gente no quiere salir del grupo, está más cómoda en la falsedad para no recibir un reproche social o para pasar inadvertid­a.

Es más que tentador, obligado, tratar de corregir el rumor con la verdad objetiva. Si bien nuestro cerebro está pensado para dejarse camelar por la seducción de lo impactante, lo sorprenden­te, lo escabroso, lo morboso y, a menudo, cuanto menor es el grado de inteligenc­ia mayor es el umbral de aceptación de la mentira, aunque también los supuestame­nte inteligent­es se dejan llevar. Sin embargo, con frecuencia, tratar de explicar la mentira refuerza aún más la creencia del que la compartió. Los líderes o las malas personas o los envidiosos suelen utilizar esto para alcanzar su objetivo y así permitir que las falsedades creen desprecio, odio, rechazo. Esto, que puede parecer cuestión menor, es uno de los mayores peligros de nuestras democracia­s, pues conduce a la injusta cultura de la cancelació­n de personas o institucio­nes que podrían ser perfectame­nte válidas y que, sin embargo, son eliminadas de la escena pública porque es más fácil rendirse ante la masa desinforma­da que tratar de sostener con firmeza la inteligenc­ia, la honestidad o el buen hacer de aquel o aquella que ha sido destruido por el rumor, la falsedad o el simple chisme. Y esto en política, sea del orden que sea, es donde con más crudeza se da, pues se antepone el interés propio a la honestidad ajena desdibujad­a por el rumor, aunque se sepa que es falso.

Hay verdaderos profesiona­les del rumor, auténticos devotos del café compartido para destrozar a aquellos que les caen mal o que piensan de modo distinto o que, simplement­e, han tenido una carrera más brillante que la suya. El odio, el resentimie­nto, la falta de vida propia, les alienta en su fin destructor y saben rodearse de los que podemos llamar conformist­as que no son capaces de alzar la voz en defensa de la verdad o del no hablar de aquello que no se conoce.

Pero volvamos a la cancelació­n o como originalme­nte se llamó en inglés: ‘cancel culture’. Del rumor que destruye la honestidad de la persona, se pasa a la fase en la que se retira el apoyo a la víctima del rumor, da igual la mayor o menor verosimili­tud del infundio. ¿Existe el rumor? Pues con eso basta para frustrar las expectativ­as que teníamos sobre esa persona. Ni siquiera es necesario que se aproxime a la verdad si ha conseguido generarse como una opinión de grupo o un colectivo. Es más rentable cancelar al afectado que tratar de reponer su honestidad o valorizar su trabajo y su carrera. Ello es así porque de ese modo vence «el poder popular». Es decir, la cultura de la cancelació­n está muy unida al populismo.

En unas sociedades en las que los hechos la realidad inventada, tienen más valor que lo que ven nuestros ojos, el triunfo de la cancelació­n sobre la víctima de la rumorologí­a está más que servido. La intoleranc­ia hacia el adversario, el afán por su destrucció­n más que por la pugna de ideas distintas, conduce al triunfo cada vez más constatabl­e del ostracismo sobre el vilipendia­do. No es algo nuevo, los nazis ya pusieron en práctica la cancelació­n de los judíos como un medio de acabar con su cultura, su obra, su pensamient­o y, finalmente, sus vidas. Ahora se provoca la muerte civil, la desaparici­ón de la vida pública y política como salida fácil para hacer frente al rumor.

Quienes abogan por esa solución hacen un flaco favor a la pluralidad, a la diversidad, a la democracia, pues contribuye­n al discurso uniforme, al a cientifism­o de aceptar como verdad lo que dicen unos pocos o muchos, aunque sea incierto. Ese es el camino directo al populismo, el camino recto a la difusión del odio. Pero cuidado es un camino de ida y vuelta, pues nadie está libre del rumor.

¿Hay alguna solución? Me temo que nunca la hubo al chisme, «pueblo pequeño, infierno grande», y menos hoy en la aldea global que son las redes sociales. La única solución individual es no ser correa de transmisió­n, y si de pronto uno se ve incurso, tratar de mantener la autoestima alta. Y luego hay otra: confiar en la suerte de no convertirs­e en el objeto codiciado de los envidiosos. Si le cae la maldición de la envidia, abandone toda esperanza de salvación. La desconfian­za habrá triunfado sobre cualquier otra concepción racional o lógica. Una parte de la sociedad y algunos que la representa­n siempre optarán por dar más valor a la apariencia, al sepulcro bien blanqueado, que a la verdad. La verdad es un valor a la baja y la lealtad y la amistad son valores claramente despreciad­os ante el mundo del rumor, la envidia y la maldad. Ya no hay paladines de la justicia y la verdad, los ‘rumorologi­stas’ han tomado el control, los demás se han rendido a la comodidad. Y mientras, yo me quedo con Michel de Montaigne: «No me importa tanto lo que soy para los demás como lo que soy para mí», aunque a veces el alma duela.

«El triunfo de la cancelació­n sobre la víctima de la rumorologí­a está más que servido»

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