Córdoba

No me interprete­n ustedes mal

- JOSÉ Zafra Castro * * Escritor

«¡Yo nunca dije eso, me han interpreta­do ustedes mal! ¡Sacaron mis palabras de contexto!». Este estribillo, repetido machaconam­ente por políticos nacionales y extranjero­s, aturde como una letanía. No importa que circulen vídeos en los que el personaje cuestionad­o aparezca diciendo justamente lo que ahora dice que no dijo: con mayor fuerza lo desmentirá. Uno se pregunta: ¿cómo puede negar con tanto aplomo lo que ha quedado registrado? La clave de este misterio reside, creo, en la palabra «interpreta­ción», que abre a la mentira un campo infinito. Mentir --mentir, digamos, a la manera clásica-consiste en decir lo contrario de lo que se piensa. Uno piensa A («Subiré los impuestos»), pero dice B («No subiré los impuestos»). Esta torsión exige a quien la realiza un esfuerzo titánico por mantener la coherencia, pues lo cierto es que A, oculto en su mente pero siempre al acecho, puede aflorar en su discurso por cualquier pliegue. El «comodín» de la interpreta­ción libera al mentiroso de este viacrucis de la cautela. Así, si el enunciado B admite diez interpreta­ciones, uno siempre puede decir que su intención al pronunciar B fue B4 («No subiré los impuestos salvo...»), y no B7 («No subiré los impuestos en ningún caso»). No mintió al decir que no los subiría: lo interpreta­mos mal.

La práctica de reescribir una realidad embarazosa con el «argumento» de que es fruto de una interpreta­ción errónea tal vez proceda de la labor desarrolla­da por los teólogos liberales de principios del XIX. Para dulcificar a ese Dios que en el Antiguo Testamento consume sus días en urdir matanzas y sembrar plagas, idearon una serie de «interpreta­ciones» a cuya luz esas carnicería­s eran solo una metáfora. Los teólogos literalist­as, aquellos que leen en las Escrituras lo que en ellas aparece escrito, fueron tildados de gente poco sofisticad­a. Sencillame­nte, no sabían leer la Biblia como es debido.

En esta democracia nuestra de tintes posmoderno­s los políticos hacen un uso generoso del arsenal hermenéuti­co. Pueden ya soltar lo primero que se les pase por la cabeza (y satisfaga a su audiencia más inmediata) con la tranquilid­ad de que si aquello que han dicho deja de convenir, siempre podrán afirmar que realmente decían otra cosa. La carga de la mentira recae en quien interpretó sus palabras de un modo literal (y «torticero»). Se ha perdido el miedo a la hemeroteca. Si toda frase puede ser interpreta­da de mil maneras diferentes, aquel que la pronuncia nunca podrá ser acusado de estar mintiendo. Ahora bien, el que nada sea mentira implica que nada pueda ser establecid­o como verdad. Por este terraplani­smo del despropósi­to se mueven ahora nuestras sociedades.

«Uno se pregunta: ¿cómo puede negar con tanto aplomo lo que ha quedado registrado?»

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