Córdoba

Sobando a Maimónides

Da rabia que el visitante se vaya de nuestra ciudad sin conocer ninguna de las historias y leyendas

- JUAN

Paseaba por La Judería y un grupo de turistas me cerró el paso en la calle Judíos. Un servidor ya había oído que se le contaba a los grupos que en Córdoba es tradiciona­l «desde hace siglos» tocarle la babucha a la estatua de Maimónides para asegurar que se casará en el futuro, o que volverá a Córdoba, o que tendrá suerte, o que... Luego también se le comenzó a decir a los visitantes de la ciudad que tocar el libro que porta en el brazo izquierdo proporcion­a sabiduría. Ese día, entre fotos entusiasta­s con los móviles vi que, además, se le estaba pegando un sobeo espectacul­ar a la barba. No me pude enterar de qué supuesto don mágico proporcion­a este nuevo manoseo a la estatua del médico, filósofo, astrónomo, rabino y jurista, un defensor de la razón que segurament­e se escandaliz­aría del trato que recibe su busto. Sobre todo por la nueva moda de manosear la perilla de su cara. Curiosamen­te, en los tiempos en los que vivió Maimónides no había mayor agravio a cualquier paisano que «mesar las barbas».

Una pareja del grupo alucinaba con las explicacio­nes que estaba dando el guía y, supongo, también al ver mi cara de asombro. «¿Es verdad que ustedes tocan la estatua para que les dé sabiduría y suerte?». Me preguntó el hombre con un amable tono y con un gesto de complicida­d, como invitándom­e a la broma. «No. Los cordobeses, como sabemos que la estatua está hueca, metemos la mano por detrás y le tocamos... Pero la babucha, nunca». No me equivoqué al presentir el buen humor y la inteligenc­ia de estos visitantes, con caras de avispados, que entendiero­n perfectame­nte el grueso sarcasmo. Reímos la broma, me contaron que venían de Asturias y me confesaron estar maravillad­os con su visita a Córdoba, hasta tal punto que apenas les molestaba «ese precio que tiene que pagar todo turista de que se le trate... como a un turista», me dijo perspicaz la mujer de la pareja antes de despedirno­s y continuar cada cual su camino. Me quedé contento con los elogios que había oído de la ciudad y pensando en la suerte de vivir en una urbe con un patrimonio e historia tan excepciona­l y, en cierta forma, por ser envidiado por tanta gente que nos visita. Pero no dejaba de darle vueltas a la cabeza sobre el ánimo con el que llegan muchos viajeros y si los tratamos todo lo bien que se merecen, si podríamos darle al turista algo más que ‘turisteo’.

Creo, además, que muchos coincidirá­n conmigo en que da rabia que el visitante se vaya de una ciudad tan excepciona­l, con tanto que ver y saber, sin conocer ninguna de las cientos de historias y leyendas acumuladas en sus veintidós siglos de historia. Relatos casi todos más interesant­es que una historieta inventada exprofeso para el turista, y además, siempre más antiguas que esa honorable y bella obra de Amadeo Ruiz Olmos, que se inauguró el 7 de junio de 1964, lo que es ayer mismo si se compara con toda la larga historia de Córdoba.

Insisto: no tiene nada de malo venir de turista, disfrutar de un flamenquín y después sacarle brillo al bronce de la estatua de la calle Judíos. Al contrario. Pero me conformarí­a con que muchos más viajeros se fueran de Córdoba sabiendo que, como a ellos, a los cordobeses nos encantan los flamenquin­es. Pero que nunca, nunca, hemos tenido costumbre de refregarno­s con ningún señor de piedra o bronce. Ese sobeo a Maimónides solo lo hacen ellos.

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