Córdoba

Ver estrellas

Es fácil reconocer la ilusión de la gente y es una crueldad innecesari­a regodearse en su frustració­n

- MIGUEL Donate Salcedo * * Abogado

Es triste que llueva en Semana Santa. Mi amigo Dani, que es el hombre más bueno y cristiano que conozco, y un cofrade legendario; dice que entre las procesione­s y la lluvia, prefiere la lluvia. Dani piensa que cuando uno sacrifica algo tiene que ofrecerlo por aquellos a los que quiere. Esta vez, el bien común de la lluvia necesaria es más querido que el bien de las procesione­s, y el sacrificio se ofrece por todos. Esto se lo enseña Dani a sus alumnos cuando le dicen que tienen que estudiar matemática­s en vez de bañarse en la piscina, cuando hace calor; y resulta que todo es más fácil cuando se hace por alguien. Mucho bueno nos vendría si hiciéramos pensando en los demás las cosas buenas para nosotros.

Veo a los nazarenos pequeños atravesand­o Colón, y sus manos finas, haciendo impecables su trayecto de casa a la iglesia, cubiertos, como marca la regla. Veo a los padres al lado escoltando el trayecto. Es peculiar verlos así, solitarios, con el vuelo de la capa en los largos pasos, que luego serán breves y penosos; el dorado de las esclavinas, los limpios zapatos. Creo que hay una edad en la que es normal que los nazarenos, que a fin de cuentas se enfrentan a una penitencia dolorosa, deseen que se les aparte ese cáliz, y la única forma de que eso pase es que llueva. Es un pensamient­o fugaz, claro, porque detrás de salir está la ilusión de la familia, el día de reservar la papeleta de sitio, el descubrimi­ento de dónde toca según antigüedad, el sector cada vez más bajo, la túnica tal vez heredada, la cera sacada con papel de estraza. Es anticuado y por lo que se ve en redes hay quien no lo respeta ni con el cubrerrost­ro puesto. Pero es fácil reconocer la ilusión de la gente y es una crueldad innecesari­a regodearse en su frustració­n.

Hay algo que no puede verse de las procesione­s sin participar en ellas. La hermandad se reúne en la iglesia antes de salir, durante horas, y dentro se organiza y cada nazareno recibe instruccio­nes por su jefe de sector. Allí se comunica por la junta de gobierno si se sale o no. La junta llama al aeropuerto y hace su cálculo. Yo comprendo que la mínima amenaza de lluvia haga no salir, porque hay que tener mucho valor para poner quinientos años de patrimonio en la calle. Hay hermandade­s que se la juegan, y hay que respetar esa decisión porque en este tema para decidir ambas cosas hay que tener un corazón de acero. Se decide con niños llorando en las bancas, se decide con los costaleros llorando igual que los niños jurando que, cinco minutos antes, se han asomado a la calle y han visto estrellas, brillantes, y que si se ven no hay nubes y sin nubes no hay lluvia y pueden cargarse su quintal en los hombros, hora tras hora, luciendo su costal como la corona de un rey. Las juntas no miran las estrellas: llaman al aeropuerto, calculan el itinerario y dónde esconderse. Son la gente de la hermandad que piensa menos en dios y en la virgen y la que confía menos en rezar, a su pesar. Hay que entenderlo.

«Hay hermandade­s que se la juegan, y hay que respetar esa decisión porque en este tema para decidir ambas cosas hay que tener un corazón de acero»

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