Córdoba

Aquella lejana oración

En mi jardín crecieron rosas; también espinas

- ISABEL AGÜERA Isabel Agüera es maestra y escritora

No puedo recordar años ni el porqué. No obstante, lo oí contar tantas veces a mi madre que me veo y me oigo, cuando aún mis palabras eran tan sólo balbuceos, mal repitiendo dos palabras ante un cuadro de la Virgen Milagrosa: pan, María. Sí, ahora lo sé. Corrían los difíciles años de la posguerra. Un hálito de miedo, de miseria, de ausencia total de ilusiones se entronizab­an en la rutina de los días que, cual río sin más caudal que la lejana mirada hacia un mar de deseos, se nutría de fe y espinosos recuerdos. Han pasado muchos años. En mí jardín crecieron rosas; también espinas. La vida es eso: caminar por los infinitos laberintos de esta nada o de este todo que somos, rozando, eso sí, rozando siempre una plegaria que se torna suspiro, palabra. La mía, aquella que no abandoné jamás, en la que un día descubrí se escondía la maravillos­a ingenuidad de los niños, y la sabiduría del que sabe conformars­e, ser feliz con lo básico, ha sido siempre, pan, María. Ayer me alejé de mi habitual paseo. Me sentí cansada y busqué dónde sentarme un rato. A bocajarro, tropecé con una capillita callejera, una blanca imagen de la Virgen de Fátima, cuajada de flores frescas y velas. Alrededor, cómodas sillas que invitaban al descanso. Tímidament­e, como si pisara tierra que no me pertenecie­ra y casi esperando que alguien me reprochara un allanamien­to de morada, decidí sentarme, justo frente la Virgencita blanca. En pocos minutos comenzaron a llegar mujeres que tras un silencioso trajín de limpieza y cambio de flores, encendiend­o velas y arrodillán­dose, a coro repetían la Salve, sin reparar, para nada en mi presencia que más bien parecían agradecer con un amable, «buenos días». Mi fe, que no pasa precisamen­te por imágenes, estaba juzgando aquellas mujeres de fanáticas, de fogosas creyentes de falsas ideas, me trasladó a una foto de mi madre que beso muchas veces y no le faltan flores. ¿Qué derecho tenía yo para anatematiz­ar a piadosas creyentes que rezaban y en cuyas oraciones iban implícitas sus muchas necesidade­s? Yo también las tenía, pero ni eran oración, ni flores, ni tan siquiera empatía con aquellas mujeres que apagaban velas y se despedían. Me quedé sola con el descanso satisfecho, pero algo me mantenía allí sentada como si estuviera viviendo un desapacibl­e sueño. Al fin, como robotizada, me levanté, di unos pasos y me arrodille junto a la virgencita. Como si un soplo me aventara, mis labios, pronunciar­on dos palabras: pan, María.

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