Carta de nuestra directora.
Septiembre es el mes de la vuelta al cole, los nuevos propósitos… y las semanas de la moda. Confieso que la primera vez que asistí a una de estas citas internacionales comprendí ya en el aeropuerto que algo no iba bien. Mientras yo tiraba de un trolley con lo justo para pasar cuatro días en Milán, la mayoría de las colegas –estilistas o periodistas– con las que volaba habían facturado hasta dos piezas grandes con lo básico para estar a la altura de las circunstancias. Bolsos, pantalones, manoletinas o botines para el día y clutches, zapatos de tacón y vestidos de cóctel para los eventos que las marcas suelen organizar por las noches. «No-pa-sa-na-da», me dije. Y en la siguiente convocatoria me presenté en facturación con mi arsenal estilístico al completo, sin darme cuenta de que así caería sobre mí todo el peso del fashion business, como de hecho pasó, viéndome en la situación de tener que improvisar un nuevo look de superposiciones que me evitara pagar el exceso de equipaje. Hacer la bolsa de viaje ideal es todo un arte. Y engancharse a los vídeos de Youtube sobre cómo prepararla sin un solo fallo, facilísimo. En ellos, avezados gurús doblan las camisetas como si hicieran papiroflexia, siguen la técnica de Marie Kondo con los vaqueros y envasan al vacío los anoraks. Mientras que, al tiempo, apps como Pack Point o Closet+ ofrecen listas precisas sobre lo que hay que llevar a cada destino.
Aunque, sinceramente, qué más da si te equivocas con lo que metes… Porque una maleta es, incluso vacía, una bocanada de romanticismo o de ilusión, una declaración de independencia y un manifiesto de libertad. Yo firmo ya por hacerme mayor con una chispa de ese espíritu del que habla la periodista y activista norteamericana Gloria Steinem en su biografía
Mi vida en la carretera: «Cuando la gente me pregunta cómo es que conservo la esperanza y la energía después de tantos años, siempre respondo lo mismo: porque viajo».
UNA MALETA ES, INCLUSO VACÍA, UNA BOCANADA DE ILUSIÓN, UN MANIFIESTO DE LIBERTAD