EL NOVIO ESTUPEFACTO.
Vacaciones con ‘glamour’ en plena naturaleza. Un plan idílico si no fuera por los mosquitos, la luz, el ruido…
Cómo el glamping puede pasar de ser un planazo a una auténtica tortura.
Este verano A. y yo decidimos cambiar nuestras vacaciones y elegimos hacer glamping, que es irse de acampada pero con un toque lujetis: no vale tirar en el campo una tienda de esas que se colocan en tres segundos y se desmontan en tres horas ni tampoco llevar una neverita portátil (¡azul!) con tortilla de patatas. La idea consiste en elevar el concepto de acampada y disfrutar de la vida en plena naturaleza con comodidades y siendo eco-friendly.
Pero resulta que esto no se lo han inventado los instagramers (esos que ponen #aquísufriendo en una foto en un hotel), sino los otomanos, cuando el rey viajaba de guerra en guerra con su tienda de campaña pero a todo trapo: alfombras de seda, muebles de caoba, retrete… ¡que por supuesto cargaban otros! Se ve que el sultán era muy exquisito y no quería que le visitara un posible aliado y le pusiera la cara colorá por dormir bajo
unas lonas cutrongas. Eso y que no le gustaba hacer caca en medio de la estepa. Total que A. y yo elegimos alojarnos en unas tiendas preciosas tipo jaimas en medio del bosque. Al llegar, pensamos que estábamos en Pinterest. A. no paraba de hacer fotos y subirlas a #darenvidia. Yo lo primero que agradecí fue la altura y no tener que estar de rodillas y con el cuello doblado como cuando los gatos miran con desdén. Además, no tenía que llevar linterna como si fuera a descubrir una cueva porque había bombillitas por todos los lados. Nos vimos felices: bajo la luna llena, con temperatura agradable y cenando románticamente en la mesa y las sillas que había en la puerta. Hasta que llegaron los mosquitos. Por lo visto a estos insectos el glamping se la trae al pairo y nos picaron sin miramientos. Se conoce que tantas lucecitas los atrajeron como influencers al contenido pagado. Nos tuvimos que echar flus-flus como si se acabara el mundo. Y nos metimos en la tienda para pasar una noche tranquila. Nada más lejos. A las dos horas empezó a sonar un ruido extraño, de un animal que olisqueaba la mochila que A. se había dejado fuera con una bolsa de patatas fritas a medio acabar. El animal se tomó su tiempo y se debió de comer hasta el cromo que venía dentro. Pasado el momento Jumanji, nos reímos, nos empezamos a abrazar, a acariciar y empezaba a subir la temperatura… ¡Y menos mal, porque hacía un frío que pelaba! Es lo que tiene la madrugada en un bosque. Ya por la mañana, mientras dábamos cuenta de un desayuno increíble y disfrutábamos de la paz, un grupo de niños de la tienda de al lado se puso a jugar con un balón. La pelota acabó en mi plato y la tostada de masa madre con mermelada eco, en mi pantalón. Pero lo peor fue que los chiquillos, en lugar de disculparse, me dijeron: «Señor, ¿nos pasa el balón?». S-E-Ñ-O-R. Esas cinco letras se clavaron en mi corazón millennial e hicieron que quisiera irme corriendo a mi casa sin ni siquiera terminar mi zumo de naranja y semillas de chía.