EL NOVIO ESTUPEFACTO.
Que levante la mano quien quiera volver a la adolescencia, con sus espinillas y las heladoras noches de botellón en el parque.
Forever young.
Tras la euforia del cambio de década, sólo han tenido que pasar dos meses para que el tiempo nos haya dado una bofetada y haya puesto delante de nuestras narices una obviedad: A. y yo ya no somos aquellos jóvenes que hacían locuras y a quienes les daba igual ocho que 80 (copas). La prueba irrefutable llegó cuando algunos de nuestros primos adolescentes nos preguntaron si queríamos ir con ellos de fiesta. Nosotros respondimos instantáneamente que sí, que para eso éramos los más molones de la familia, unos maestros en esto de tener juerga y que les íbamos a enseñar en qué consistía salir de verdad. Ellos parecían encantados y nos citaron para un botellón, pero no para uno de esos tranquis en casa viendo Equipo de investigación y charlando con una cerveza y patatitas en la mesa, sino para la muerte en vida. Y así nos vimos en medio de un parque en el que hacía más frío que en Frozen, sufriendo tanto que A. y yo compartimos los guantes, para por lo menos tener una mano caliente mientras sujetábamos las copas. Veía a la chiquillada y no podía imaginarme que yo hiciera eso mismo no hace tantos años. La gota que colmó el vaso llegó cuando me fui con uno de mis nuevos colegas a vaciar mi vejiga al lado de un árbol y el pobre iba tan mal que acabó salpicándome las zapatillas. Me pidió perdón y yo le dije: «Bah, tío, no pasa nada». Pero sí pasaba. SÍ PASABA. Tenía su orina en mis Air Max 98.
A. no se encontraba mejor que yo. Cuando volví, les estaba diciendo a unas chicas que el trap era «un ruido molesto» que no se podía comparar con Extremoduro. Me tuve que aliar con las que llamé el clan del chándal para calmar la situación y consensuar que Melendi no le gustaba a nadie. Todos contentos. Después fuimos a un bar.
A. y yo sabíamos que el baile era nuestro fuerte, que nadie baja tanto como nosotros en Con altura y conocemos todos los clásicos. Nos estábamos viniendo muy arriba, cuando un grupo se puso a hacer una coreografía que parecía de Fama. ¡Qué movimientos, qué ritmo, qué rabia insana! Pese a la envidia, nos hicimos amigos, bailamos… nos sentíamos on fire cuando los primos reconocieron que estaban muy contentos con nosotros y sugirieron que nos tomáramos unos chupitos de Jagger. Y luego otros (que pagué yo). Y otros más (a cargo de A.). Lo último que recuerdo es que escuché Contando lunares y me subí a una tarima a contonearme. Despertamos en casa (menos mal) y aquello parecía el Desembarco de Normandía: los abrigos, tirados a la entrada; la ropa, en el pasillo, y mis zapatillas, ¡orinadas! Los muertos no estaban en la playa sino en nuestra cama. A. y yo sólo eramos capaces de emitir sonidos guturales. Primero fui yo el que se arrastró hasta el sofá y más tarde llegó A. Usamos las últimas fuerzas para pedir unas hamburguesas (dobles de grasa) y poner a los gemelos de las reformas. DEP, juventud.