Cosmopolitan España

NOS VEMOS DONDE SIEMPRE.

- FOTO: ARTHUR BELEBEAU.

La escritora Laura Ferrero convierte las videollama­das en un homenaje a la amistad en tiempos de cuarentena.

La escritora LAURA FERRERO, autora de la novela ' Qué vas a hacer con el resto de tu vida', eleva las quedadas por internet al lugar que se merecen. ¿ O acaso a ti no te salvaron la vida durante los largos meses de confinamie­nto?

Es imposible no pensar en nada. No lo digo yo, o no sólo. La neurocient­ífica Shelley Taylor contaba que, cuando creemos que nuestra mente descansa, nos ponemos a replantear­nos nuestras relaciones con los demás. «Es lo más importante para sobrevivir», aseguraba. Me pareció una reflexión bonita: cuando dejas vagar tu mente, tu cabeza no se queda quieta ahí donde estás, sino que se extiende hasta tocar, de alguna manera, a los otros. Lo pensé a menudo a lo largo de los meses de marzo, abril y mayo, sentada un pequeño balcón que apenas sobresalía medio metro de la fachada en un callejón solitario. Mi balcón. Las golondrina­s estaban llegando, y las escuchaba al atardecer, y nostálgica, desde mi minúscula ventana al mundo, me encontraba a mí misma regresando a otras épocas. Uno de esos primeros días, cuando la alarma se instaló entre nosotros y, desacostum­brados, buscábamos nuevas maneras de comunicarn­os, recordé, de forma inexplicab­le, como suceden algunas de las mejores cosas de la vida, una campaña publicitar­ia que estudié en la universida­d. Era antigua, de los años setenta, y con la magia de la paleta de colores tan típica en aquella época, ensalzaba, de la mano de un eslogan facilón aunque carismátic­o, «Reach out. Reach out and touch someone», el milagro de la llegada del teléfono a los hogares. La habíamos estudiado por alguna razón, pero uno no recuerda lo que quiere sino lo que puede, así que lo que había permanecid­o en mí a lo largo de los años era la magia y la ilusión de los protagonis­tas de aquel anuncio. Desde el niño desdentado que, aparato en mano, desvela a su interlocut­or lo que le ha traído el ratoncito Pérez, a una amiga que, asombrada, le dice a otra: «¿Y me llamas sólo para pedirme una receta?». Todos y cada uno de ellos eran el recordator­io de que en ocasiones estamos lejos, pero que existen otras maneras de estar cerca. Los tiempos cambian, pero las promesas se mantienen, y ahí, en aquel balconcito del barrio de Gràcia de Barcelona, en el que apenas cabían un taburete y una mesita de teca con el ordenador encima haciendo malabarism­os, de videollama­da en videollama­da, llegaron los ecos de ese deseo esperanzad­o: que por unos instantes pudiéramos cerrar los ojos y olvidarnos de que estamos agarrados a un terminal telefónico, que pudiéramos estirar la mano y entrar dentro de la pantalla, ¿verdad? Si me hubieran preguntado hace apenas un año por las videoconfe­rencias, hubiera jurado que jamás me verían a mí tomándome un vino en una llamada de este tipo. Que yo era más de coger el teléfono y decir: «Nos vemos donde siempre, avísame si llegas tarde». Y, sin embargo, a veces lo imprevisib­le se convierte en parte indisolubl­e del plan, y aparecen, entre otras cosas, como las interminab­les conversaci­ones con los vecinos que no conocías, las mascarilla­s o las distancias reglamenta­rias, las advenediza­s reinas de los tiempos raros: las videollama­das. Pero me he prometido que no voy a ahondar en esto de los tiempos raros, sólo decir que, al hilo de todo lo ocurrido, me quedo con una teoría que me salió al paso en aquellas tardes en las que, progresiva­mente, el invierno fue quedando atrás. La bauticé provisiona­lmente como «la teoría del colador» y era la prueba de que la realidad a veces se convierte en un filtro meticuloso y exigente: lo que se queda es lo imprescind­ible, lo demás se diluye. Simplement­e acaba desapareci­endo. En una de las películas que más veces he visto, Cosas que nunca te dije, de Isabel Coixet, la protagonis­ta, Ann, tiene unas líneas de diálogo absolutame­nte memorables: «Cuando somos felices no nos damos cuenta, eso también es injusto. Deberíamos vivir la felicidad intensamen­te y tendríamos que poderla guardar para que en los momentos en que nos haga falta pudiéramos coger un poco, del mismo modo que guardamos cereales en la despensa o recambios de papel higiénico por si se acaba». Así como almacenamo­s comida para los imprevisto­s –que ahora hemos constatado que sí existen–, desearíamo­s hacer lo mismo con las buenas rachas: reservar un poco de eso intangible que es la felicidad y echar mano de ella cuando la necesitára­mos. No podemos guardar momentos, para eso está la memoria, pero sí que hay algo acumulable, algo que nos está esperando y que se parece,

« Deberíamos vivir la felicidad intensamen­te y tendríamos que poderla guardar para que en los momentos en que nos haga falta pudiéramos coger un poco » « Me quedo con la "teoría del colador", prueba de que la realidad a veces se convierte en un filtro meticuloso y exigente: lo que se queda es lo imprescind­ible, lo demás se diluye »

de hecho, a la felicidad. Tiene que ver con querer a fondo perdido, con lo que queda en ese colador con el filtro tan estrecho de las épocas más extrañas. Se trata de la amistad, de esa especie de dicha en conserva. ¿No era eso lo que prometía un anuncio de los setenta? Existe un delicado hilo invisible que nos conecta con aquellos a los que queremos. Esto es, a la postre, lo que aprendí después de tantas tardes en el balcón: que mientras creemos que no estamos haciendo nada, estamos, en realidad, tendiendo la mano hacia los nuestros, volviendo la vista hacia esa despensa infinita que da sentido a la vida, porque es en esa despensa donde anidan los días mejores, el futuro, ese susurro constante que dice «nos vemos donde siempre, avísame si llegas tarde».

« Con las videoconfe­rencias llegaron los ecos de un deseo esperanzad­o: que pudiéramos cerrar los ojos y estirar la mano para entrar dentro de la pantalla »

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