Cosmopolitan España

TESTIMONIO. «

Según una encuesta realizada por una entidad bancaria británica en 140 países, uno de cada 50 viajeros se ha enamorado durante un trayecto en avión. La protagonis­ta de esta historia cuenta cómo fue su ‘ flyrteo’ en las nubes.

- TEXTO: BERTA PANIC.

Hace años viví un amor de altos vuelos».

Nos conocimos en el Aeropuerto Internacio­nal Addis Abeba Bole, en Etiopía. Se llamaba Txente, vivía en Bilbao y tenía 28 años, tres menos que yo. ¿Que cómo era? Guapo, alto, atlético… Sí, sí, desde el primer momento, me pareció un pibón. Pero lo que me fascinó de él no fue su físico –que también– ni su sentido del humor y ni siquiera su manera de ver la vida. Aún no sé lo que fue. ¿Tendría la presión del avión la culpa? Nuestra historia apenas duró 72 horas, pero fue un auténtico amor de altura.

ALGO INESPERADO

Aterrizamo­s a las once de la noche en un vuelo procedente de Estambul. A esa hora el aeropuerto era un hervidero de nacionalid­ades, razas y religiones. Sobre todo había hombres árabes musulmanes, con sus mujeres tristement­e escondidas bajo sus burkas.

Desde luego, aquel lugar no era el más idóneo para tener una aventura, pero la escala duraba más de ocho horas, demasiado tiempo… Él fue quien inició la conversaci­ón. "¿Nos conocemos? –me preguntó, poniéndose en cuclillas para estar a mi nivel (yo estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en mi mochila, leyendo)–. ¿No nos presentaro­n en la boda de unos amigos hace un año?". Mientras lo decía, dibujó en su cara una amplia sonrisa. Yo sabía que me había confundido con otra chica, pero no zanjé la conversaci­ón. "Supongo que te resulto familiar porque hemos ido en el mismo avión", le dije. ¿Una torpeza por mi parte o una genialidad? Lo que estaba claro era que yo también me había fijado en él. Me invitó a un café y empezamos a hablar. Así, tratando mil temas diferentes en una conversaci­ón sin fin,

«Tratamos de encontrarn­os en el baño para enrollarno­s, pero ninguno de los dos nos atrevimos »

descubrimo­s que teníamos muchas cosas en común, entre otras, nuestro destino, Tanzania. Caminamos sin rumbo por los pasillos y buscamos un apartado para fumar un cigarrillo. Entonces, por primera vez, fantaseé con la idea de liarme con él, pero no actué. En lugar de esto, me quedé dormida con la cabeza apoyada en su hombro.

CUESTIÓN DE PIEL

"Vamos, despierta, te espera tu gran aventura africana", me susurró al oído para levantarme. Eran las ocho y aún estaba aturdida por el sueño y el cansancio. Él me miró y, tras un "buenos días", me dio un beso. Menos mal que en ese momento nadie me hizo una foto, porque no quiero ni imaginar la cara de boba que puse. "Me has dado un beso en la boca", dije muy seria, constatand­o una realidad mientras me tocaba los labios. Después, todo fueron prisas. Nuestro vuelo estaba a punto de despegar. Corrimos de la mano hacia la puerta de embarque y sentí que ese era "nuestro viaje", aunque no lo hubiéramos planeado juntos. Teníamos esa risa tonta que no sabes a qué se debe pero que no puedes

«Vivíamos a más de 500 kilómetros el uno del otro y ambos teníamos pareja »

parar. Ya en el avión, él se las ingenió para intercambi­ar su asiento con la persona que yo tenía al lado y, entonces sí, en ese momento nos dijimos que nos gustábamos mucho. Juntos y ocultos bajo las mantas que nos dio la azafata, nos acariciamo­s y nos besamos. Y aunque hablamos de la posibilida­d de tener sexo, y en un par de ocasiones tratamos de encontrarn­os en el baño, finalmente no nos atrevimos.

MEMORIAS DE çFRICA

Rozando el mediodía aterrizamo­s en Tanzania. Tuvimos que recomponer­nos, mojarnos bien la cara y peinarnos. En aquel momento no lo pensé, pero seguro que llamamos muchísimo la atención. No nos importaba, nos mirábamos y noS reíamos. Reconozco que todo era muy excitante. Instintiva­mente nos dimos de nuevo la mano para buscar la manera de llegar a Moshi, a los pies del Kilimanjar­o, el techo de África, con 5.891 metros. No estaba segura de qué haría ni de qué le diría al llegar a la ciudad. Él iba a unirse a una expedición de montañeros, pero no sabía el tiempo del que dispondría antes de su marcha. Como si leyera mis pensamient­os, se anticipó y me invitó a comer. Dejamos las mochilas en su hotel, más céntrico que el mío, y fuimos a un restaurant­e que nos recomendó la recepcioni­sta. Txente fue muy claro: "Tengo dos días antes de unirme a mis compañeros y me encantaría pasarlos contigo. ¿Qué me dices?". Apenas salimos durante esas 48 horas, tan sólo algunas escapadas rápidas para comprar comida y cervezas frías. Nada me importaba fuera de aquella habitación. No nos hicimos promesas, ni nos marcamos exigencias ni expectativ­as. Simplement­e nos entregamos el uno al otro. Eso que una piensa que jamás va a hacer... ¡Pues eso fue exactament­e lo que hice! Y sí, esos días en aquella cama hubo mucho sexo (y muy bueno, por cierto), pero también nos reímos a carcajadas, bailamos como locos, jugamos a las adivinanza­s, saltamos y nos quisimos mucho, todo entre mosquitera­s y sábanas de algodón. La tercera y última noche hablamos claro y nos dijimos la verdad. Vivíamos a más de 500 kilómetros el uno del otro y ambos teníamos pareja. Lo nuestro acababa ahí, los dos lo sabíamos. A él le esperaba la ascensión al Kilimanjar­o y a mí un voluntaria­do con niños nacidos con el VIH. Nuestros caminos se separaban irremediab­lemente y era mejor así porque él me volvía completame­nte loca (literal). Por la mañana, cuando me desperté, Txente ya se había marchado. En su lugar encontré unas flores y una escueta nota: "Nunca olvidaré nuestra historia de amor". Hubiera querido decirle que yo tampoco».

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