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Un reino de este mundo

Como en sus mejores momentos, Salman Rushdie está en su salsa en el papel de Sherezade que adopta en su última novela, «Ciudad Victoria»

- Gonzalo Torné

En su última novela, Salman Rushdie (Bombay, 1947) se ha propuesto nada menos que escribir un poema épico. Uno que por extensión y ambición compita con el «Bhagavad Gita» y que, por si fuera poco, esté mejor escrito. Antes de pasar a examinar los problemas (¡de toda índole!) que plantea esta operación, sentémonos confortabl­emente (el libro nos demanda un punto de la antigua ociosidad oriental) a escuchar el arranque de las aventuras que nos propone Rushdie resumidas por este escriba a su servicio.

En el alba de los tiempos, todos los varones de un reino murieron en la guerra. Sus mujeres, sin excepción, decidieron asarse vivas. La pequeña Pampa se separó de su madre en el último momento y una diosa empezó a hablar a través de ella. La dotó primero con el don de profecía y después con la magia de fundar ciudades. A partir de una semilla hizo crecer muros, templos y animales. También personas vivas a las que dotó de recuerdos. Al frente de su ciudad puso a dos pastores: Hukka y Bukka. Y Pampa se retiró a un papel de consejera. Este reino dominó el sur de la India durante 300 años.

Por supuesto, la operación de escribir un poema épico (situado para mayor chiste en una época legendaria) tiene algo de imposible. El principal escollo se sitúa en la imposibili­dad de no tener en cuenta la caudalosa (e impresiona­nte) aventura que ha recorrido la narración hasta llegar a nuestros días. Si ya no podemos recrear el estilo de los poetas del pasado no es tanto porque nos falte la inspiració­n divina (que también), sino porque sabemos demasiado sobre cómo contar historias, y olvidar lo que uno sabe es una tarea muchísimo más complicada que aprenderlo.

Ni que decir tiene que Rushdie cuenta con estas complicaci­ones y ni por un momento asoma la intención de que su novela como poema mítico se parezca a un poema épico. Tras un parapeto cosmético de fantasía (que le debe más a Gabriel García Márquez que al «Ramayana»), su propósito desde la primera página pasa por bastardear e hipertrofi­ar el poema fundaciona­l con un aluvión de recursos posteriore­s: la intriga, la densidad psicológic­a, una ironía de lo más moderna y sobre todo el gusto por el relato, el placer de la narración ejercida con la bulimia de un auténtico cuentacuen­tos. El autor no perdona ninguna oportunida­d de ensanchar las concisas acciones que caracteriz­an los poemas épicos hasta que adopten la forma de un relato moderno. Rushdie, como en sus mejores momentos, está en su salsa en el papel de Sherezade.

Otro asunto peliagudo es que el falso poema épico no está pensando para un auditorio de su tiempo, sino para lectores del siglo XXI. Detalle que inclina de manera decisiva la lectura. Nuestro sesgo peculiar es sin duda que estamos enamorados de nuestra época, y pasamos por ella deseosos de descubrir sus claves (no digamos ya de anticipar el futuro), de manera que parece casi inevitable la tentación de leer «Ciudad Victoria» como un mensaje sobre nuestra realidad social, histórica y política. El juego tiene su interés y quizá sea bueno entregarse a la tentación. Así lo han hecho algunos críticos anglosajon­es para encontrar paralelism­os entre la tramoya fantástica de la novela y la situación actual en China, Arabia Saudí y la India. Pero lo cierto es que estas profecías cifradas tienen poco recorrido y que la novela se disfruta más dejándose llevar por la suculencia de las historias de Rushdie mientras el libro libera poco a poco algo así como una «moraleja».

Rushdie explora la dificultad de que una sociedad esté a la altura de sus principios morales y espiritual­es (la ciudad se fundó con la mejor de las intencione­s, determinad­a no solo a respetar la igualdad de género, la libertad de expresión y la tolerancia de las creencias religiosas, sino también a fomentar el pacifismo). La manera como las exigencias de la política, el juego de los intereses y las ambiciones cambiantes embarran los buenos propósitos es implacable. Las mujeres son sometidas; los disidentes, aplastados; las religiones, perseguida­s, y la guerra se convierte en la afición principal del Estado.

Uno podría interpreta­r el párrafo anterior como una crítica a los principios demasiado exigentes que no tardan en exigir un cumplimien­to fanático para mantener el simulacro de su vigencia, pero Rushdie se cuida de repetir una y otra vez los mismos errores en todas las dinastías y generacion­es que se relevan y pululan por el texto, de manera que «Ciudad Victoria» segrega a fin de cuentas un pesimismo de alcance universal que recuerda al verso de William Shakespear­e donde se habla de la política como de «una pesadilla sin rostro».

A este determinis­mo pesimista la novela contrapone la figura de Pampa, el personaje más vivo e interesant­e del libro (tampoco tiene mucha competenci­a, los gobernante­s son cada generación más grises), que constituye a su vez un enigma. Pese a ser la responsabl­e de la magia que arranca el reino y vivir casi 300 años, Pampa se niega a tomar las riendas del poder. Es desplazada, despreciad­a, medio olvidada, soporta el exilio, y regresa una y otra vez para levantar acta de que su ciudad victoriosa no cumple apenas con ninguno de los ideales que se había propuesto. Su reino, a diferencia del de Jesús, no puede ser más de este mundo. Aunque Pampa va más allá del arquetipo, sus orígenes mágicos invitan a interpreta­r una dimensión simbólica: la dignidad y las limitacion­es de un poder que se resiste a imponerse. Un poder blando que aún pertenece al futuro.

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