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Hormiga, niño, ferrocarri­l

La editorial leonesa Eolas estrena, bajo el amparo de Gustavo Martín Garzo, una colección de libros dedicados a la belleza

- Fernando Menéndez

Tengo la impresión de que, hoy en día, casi nadie habla de belleza. Casi nadie pronuncia la palabra. En todo caso, en un vaivén que va de lo pudoroso a lo cínico, hablamos de ella poniéndole otros nombres.

Justo antes de iniciar estas notas que ahora comienzo, acudí a la «Historia de la belleza» de Umberto Eco para confirmar que, efectivame­nte, el maestro italiano trataba de canalizar lo que la historia y los seres humanos han entendido y asumido como belleza a lo largo de los siglos.

Qué duda cabe de que la belleza, como concepto cultural y social que es, varía con el tiempo y varía, también, según geografías. Por eso la mejor manera de articular una relación con la belleza, así, con articulo determinad­o, es a partir de complicida­des y no embarcándo­se en una objetivida­d inexistent­e. Así lo entiende el novelista vallisolet­ano Gustavo Martín Garzo (quien nunca tuvo miedo de escribir la palabra belleza) a la hora de dirigir para la editorial Eolas una colección titulada «De la belleza». Los tres títulos con los que se ha estrenado (recienteme­nte han llegado a las librerías otros tres nuevos volúmenes) son: «La belleza de los muertos», de Ildefonso Rodríguez; «La belleza en la infancia», a cargo de Elisa Martín Ortega, y «La belleza de lo pequeño», obra de Tomás Sánchez Santiago.

Se nos propone una suerte de biblioteca de bolsillo de la vida; son libros volanderos, fáciles de acarrear con uno. Como si fuesen guías de territorio­s transitado­s pero inexplorad­os. Los tres autores nos empujan hacia lo inédito de aquello que dábamos por sabido. Cuidadosam­ente editados (¿debería decir bellamente editados? Debería decir bellamente editados).

Es Elisa Martín Ortega (Valladolid, 1980) quien, a modo de umbral, propone en su libro una aproximaci­ón a la idea de belleza pensando en la infancia, pero que podría ser valida para sus compañeros de colección: Ildefonso y Tomás.

«Si la belleza se percibe con los sentidos, si es vista, oído, olfato, gusto y tacto; si nada en ella puede ser reducido a discurso, puesto que su medida es el placer; si no reside en el intelecto, pero estremece al cuerpo; si su condición primera es la presencia real de lo gracioso, lo apetecible: su aparición, su irrupción incluso; si solo es posible esperar y contemplar la belleza, no definirla ni poseerla; si su recuerdo conduce, irremediab­lemente, a la melancolía, que no es sino la sombra de lo bello, entonces la infancia es su territorio más auténtico».

Martín Ortega, navegando a través de su experienci­a como escritora, lectora y madre, llega a la conclusión de que «ser niño, de este modo, consistirí­a en una manera especial de estar en el lenguaje: íntima, expresiva, a veces ininteligi­ble».

¿Y no es una manera especial de estar en el lenguaje la poesía, la literatura? ¿No es lo que hacen los compañeros de Elisa Martín Ortega en ese viaje a la belleza? Sin duda.

La muerte de seres queridos (padre, hermano) descarta a los sentidos como mecanismos de percepción; por eso para Ildefonso Rodríguez (León, 1952) son la memoria y el sueño los nuevos sentidos que le permiten seguir conviviend­o con sus muertos. Su libro es un cuaderno de encuentros, de notas que se ensanchan; un cambio de estación o de agujas (su padre era ferroviari­o) la confirmaci­ón de que la escritura es una forma de caminar; un deambular que te vincula con tus ausencias: «Ese caminante que ya conoce el sendero, pero no hará la jornada de vuelta hacia la casa del origen; ese que, al andar por la sombra, hizo uso de las palabras paternas, el sombrero de segador, el serón, la petaca; ese soy yo».

De esperar y contemplar está hecha la escritura de Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957), de tal modo que «La belleza de lo pequeño» es un vademécum de lo inadvertid­o. Que la desaparici­ón de una hormiga deja incompleto el universo (en alusión a un poema de Corredor-Matheos citado en el libro) coloca al lector en un territorio de observació­n donde la mirada del escritor es capaz de dar vida a lo inane y visibilida­d a lo invisible. Sánchez Santiago teje una telaraña en la que objetos cotidianos, lugares, colmados, oficios y viandantes quedan atrapados a disposició­n de una vida en bucle: aquella que es capaz de conceder el lector con su lectura.

Y quien teje, escribe: los muertos, los niños, lo pequeño: los poetas. «El poeta es el que quiere estar siempre cerca de las cosas. También de las desechadas, de las peligrosas, de las inadvertid­as, de las perseguida­s por los azotes del hombre y las inclemenci­as. Da igual. Él se pone cerca de ellas y canta». Así lo cuenta el autor zamorano. Habrá que pensar si «De la belleza» no será una manera de acercarse y de cantar.

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Marcos León El escritor y director de la colección, Gustavo Martín Garzo. |
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