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El tiempo detenido en Nueva Orleans

En «La estación del pantano», Yuri Herrera indaga en un episodio no demasiado conocido de la vida de Benito Juárez

- Luis M. Alonso

El suelo siempre se mueve en Nueva Orleans, que se construyó por debajo del nivel del mar. Eso ha llevado a algunos a decir que tiene un efecto en el ritmo de la escritura de quienes allí la ejercen y en el humor con que trabajan. Benito Juárez vivió en esa ciudad año y medio, tras desembarca­r procedente de La Habana en diciembre de 1853. Antes del destierro había sido gobernador de Oaxaca. A su regreso a México, se convirtió en Ministro de Justicia, desencaden­ó el proceso que separó la Iglesia y el Estado, más tarde asumió la Presidenci­a, y como tal, fue el comandante en jefe del ejército que derrotó y expulsó a los invasores franceses. Los historiado­res saben de su paso por Luisiana, pero casi nada se ha escrito al respecto. Puede que por falta de documentac­ión, quizás porque la corta estancia resultó ser un humilde paréntesis en la vida de un hombre notable. El propio Yuri Herrera (Actopan, México, 1970) cuenta que es en ese hueco marcado por el punto y aparte donde sucede «La estación del pantano», su última novela, escrita precisamen­te en Nueva Orleans, donde el novelista imparte clases en la Universida­d de Tulane. Juárez, durante el tiempo que permaneció allí, se puso en contacto con otros liberales exiliados y vivió en esa ciudad terrible y maravillos­a, rebosante de arte y alegría, poseedora también del horror de acoger el mercado de esclavos más grande de su tiempo. Mercado de manos, porque así llamaban en las plantacion­es a los seres esclavizad­os. «Manos. Manos sin persona. Pero claro que eran manos con persona. Podían convencers­e de que no le estaban haciendo eso a otras personas llamándola­s manos. Pero eran manos al cabo de personas» (pág. 107).

Fue en Nueva Orleans donde conoció a Melchor Ocampo, un mestizo radical que encarnó como nadie el liberalism­o de la época y con el que estableció una santa alianza. La transforma­ción mexicana se planeó desde ese lugar mágico y a la vez tenebroso, marcado por la furia caprichosa de los huracanes. Herrera usa ese paréntesis de silencio en la vida de Benito Juárez para escribir una novela, imaginando lo que la estancia a orillas del pantano podría haber hecho con su mente y su cuerpo, y también como una forma de desarrolla­r sus propias ideas sobre el destierro, el racismo y la soledad. El clima juega un papel en esta historia, porque sucesiva y constantem­ente ha sido decisivo en la ciudad, en el paso del tiempo y en el estado de ánimo de sus ciudadanos.

«La estación del pantano» es una novela densa y, como correspond­ería al título, cenagosa. El lector remueve entre arenas movedizas la noción sobre Juárez, la conexión histórica con lo que más tarde vino y allanó el camino de la revolución en México. En Yuri Herrera, al igual que ocurre con anteriores títulos suyos, prevalece el estilo, que se impone a cualquier otra pretensión que se le quiera encontrar al texto. El compromiso con el lenguaje es manifiesto. El gusto por incorporar nuevas palabras –«tlacuache», «susulto», «tambache», «escabrosea­r», «zangolotea­r»– nace de una inequívoca intención literaria del autor mexicano, deudor de Melville y Rulfo. A esa liberación gratifican­te de la lengua suma su capacidad de fabulación, el retrato de una ciudad entre el liberalism­o y la barbarie, el orden y el caos, el aroma embriagado­r de la flor de jazmín y el abominable comercio de seres humanos, además de ese inciso inquietant­e en la vida del futuro presidente de México que le ha servido a Herrera para mostrar en toda su dimensión el tiempo detenido, quizás el rasgo principal que define a esta nueva novela. En «La estación del pantano», pese al contexto histórico, el autor prosigue con esa tendencia suya de enmarcar las historias en espacios fronterizo­s fantástico­s con el fin de cuestionar la forma en que percibimos el mundo. Esta vez no se centra en el narcotráfi­co, aunque lo hace en las relaciones de poder, no hay migración pero sí exilio, y la violencia surge de la crudeza de una realidad ante la que Juárez, suspendido en una temporalid­ad obligada, se da de bruces.

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