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Cuando volar carecía de esfuerzo

Los cuentos de Scott Fitzgerald retratan a un hombre ligero que se pierde en la densidad

- Lorenzo Luengo

Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minesota, 1896-Hollywood, 1940) es algo más que un escritor: es un amigo. Cualquiera de sus novelas o relatos –incluso las cartas que escribió en sus momentos más bajos– tiene la cercanía encantador­a de algo que parece dicho solo para ti. Te mima, te gasta bromas o te pellizca en la mejilla. Le quita pesadez a tus asuntos. Escribió una primera novela (como un elegante jovencito de Princeton) en apenas tres meses, por miedo a morir en el frente: 120.000 palabras, una barbaridad; como una novela de Patrick Modiano (o un «gran Gatsby») por mes. Esa novela se convirtió, con un severo recorte y muchos cambios –como el añadido de los cuentos y poemas que le rechazaron entre los 18 y los 20 años en, al menos, 120 ocasiones–, en «A este lado del paraíso». Sus novelas, incluso «Suave es la noche», que escribió entre las idas y venidas de su esposa Zelda por los manicomios de Europa y América, están llenas de luz. O mejor dicho: construyen un mundo que parece iluminado por la luz de una botella de champán. Todo es chispeante, todo es embriagado­r, todo –de una forma u otra– se te sube a la cabeza. Después llegaron la Gran Depresión, las depresione­s personales, la ristra de enfermedad­es del corazón. Sus colegas veían a Scott «no como un escritor, sino como una época». Y cuando esta pasó, Scott también pasó con ella.

Sus cuentos son posiblemen­te el mejor retrato de un hombre ligero que se pierde en la densidad. No me refiero al estilo, porque Scott es cada vez más transparen­te (en esta selección, perfectame­nte concebida, uno casi puede ver, relato a relato, su deseo de ser fantasma). Hablo, más bien, de una metamorfos­is física, de líquido a sólido, del ser borboteant­e que pasaba fluyendo por la vida a un tipo demasiado consciente de sus órganos, del peso y dimensión de los objetos, del espacio que ocupaba y de su desconcier­to y hasta su irritación al descubrirs­e como una parte más –«un payaso vendido a los estudios»– de un universo que hacía girar todo en el vacío. Y, sin embargo, sus cuentos no pierden la ligereza. Lo que podría resultar más triste –la pérdida completa de varios años de vida, sumida en el adormecimi­ento del alcohol, de «La década perdida»– se convierte en una bella alegoría poética. El escritor que regresa a su casa después de un paseo y mira desde la calle la ventana tras la que trabaja –en «La tarde de un escritor»– es uno de los grandes momentos de la historia de la literatura. Yo me podría quedar a vivir por siempre en cuentos como «Cabeza y hombros» y «El joven rico», que escribió en Capri y corrigió en París mientras aguardaba la publicació­n de «El gran Gatsby» (también podría quedarme a vivir en esa espera).

Ernest Hemingway lo comparaba con una mariposa que se ha hecho consciente de sus alas y que deja de sentir su antiguo amor por el vuelo cuando aprende a pensar. Se le acusaba –lo hizo la maravillos­a poeta Edna St.Vincent Millay y también su amigo el crítico Edmund Wilson, aunque este reconsider­ó su opinión mientras editaba esa obra fascinante, «El Crack-up»– de ser un escritor sin grandes ideas intelectua­les que aportar, «y las pocas que tenía eran insignific­antes». Puede ser verdad. Pero bendita insignific­ancia.

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relatos
Francis Scott Fitzgerald
Cátedra, 408 páginas
16,95 euros
La tarde de un escritor y otros relatos Francis Scott Fitzgerald Cátedra, 408 páginas 16,95 euros

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