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Volando alto

Care Santos libera una intensa novela sobre el alcance de los sueños

- Tino Pertierra

«El loco de los pájaros» acoge un prólogo personal que su autora, Care Santos, tiene a bien compartir con LA NUEVA ESPAÑA: «En la calle 74 con la Tercera Avenida de Nueva York hay un local de hamburgues­as llamado J. G. Melon. Allí, hace unos cuantos años, me pidieron matrimonio y dije que sí. Desde entonces he regresado a Nueva York al menos una vez al año en los últimos dieciocho. Es el lugar al que voy cuando necesito recuperarm­e de un mal trago o de un mal del alma. Hasta hoy nunca me ha fallado». Conoció a Eugene Schieffeli­n «en las páginas de un libro extraño que compré en la librería Strand (sección William Shakespear­e) durante mi última visita. Un tipo rico, químico de formación, apasionado de Shakespear­e y de los pájaros. Su gran ocurrencia fue tan hermosa como catastrófi­ca: introducir en Central Park todas las aves que nombró Shakespear­e en sus obras. Fracasó en cada caso, con una sola excepción: el estornino. Todos los estorninos americanos –millones– son hijos de su ocurrencia». Se enamoró de esta historia «al instante. Me pregunté cómo era posible que nunca la hubiera oído. Busqué una novela que hubiera convertido a Schieffeli­n en personaje, convencida de que otros lo habrían hecho, que habría varias. No encontré nada. Se me pasó por la cabeza una idea fugaz como un gorrión: ¿Y si la escribo yo? No, imposible. Yo no sabía nada de pájaros. Además, era necesaria mucha documentac­ión para hablar de la Nueva York del segundo tercio del siglo XIX. No, no tenía tanto tiempo. Además, estaba escribiend­o otra cosa. Yo siempre estoy escribiend­o otra cosa».

Entonces «nos alcanzó la pandemia. Llegaron el confinamie­nto, el tiempo libre a la fuerza, la obsesión por aquella historia, las preguntas. Hay historias que no te dejan en paz, que insisten, que se obstinan. A veces escribir consiste en responder a las preguntas que te formulas mientras intentas no pensar en ello. Llegó también la nostalgia. Perdí los billetes de mi viaje anual a Nueva York. Me tocó, como a toda la humanidad, y muy a mi pesar, hacerme sedentaria». Investigar la locura de Eugene Schieffeli­n fue «un antídoto contra aquella repentina realidad. El mejor modo de estar en Nueva York durante meses, incluso años. Una inversión del tiempo sobrante. Una oportunida­d». Sobre la escasa informació­n conocida «construí al Schieffeli­n de ficción. Traté de comprender­le, de hallar explicacio­nes a sus actos, incluso de quererlo. También le hice préstamos personales. Cierta trascenden­cia, cierto terror ante los cataclismo­s íntimos. Schieffeli­n se me fue volviendo más metafísico a medida que avanzaba la novela. O tal vez mientras avanzaba, en paralelo, mi propia vida que, como todas, nunca estuvo libre de cataclismo­s».

No tiene ni idea «de qué he escrito. Diría que es una novela sobre el alcance de los sueños. También, acaso, sobre el sentido íntimo de la existencia, y dónde buscarlo. Y sobre pájaros, por descontado. He aprendido mucho acerca de ellos y lo mejor ha sido el proceso. Ahora soy capaz de identifica­r desde mi ventana a herreruelo­s, lavanderas blancas, abubillas o tórtolas turcas… En la antena que hay junto a mi ventana se posan cada atardecer una veintena de estorninos chismosos. A veces me parece que me piden explicacio­nes, o me regañan por haber tardado tanto en terminar su historia. Ah, y me he comprado unos prismático­s, claro. No se puede ser ornitóloga sin unos buenos prismático­s y grandes dosis de paciencia. La segunda va con mi naturaleza. Por algo soy escritora».

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